Dirigida por Jacques Audiard, la película intenta abordar temas complejos como el crimen organizado y la transidentidad, pero se queda corta en su representación del tercer mundo. A pesar de sus elementos visuales rupturistas, como las secuencias musicales, termina presentando una mirada que busca desafiar normas, pero en ese camino también las perpetúa.
Una película no es un documental. Por tanto, no comparto las críticas que refuerzan su cuestionamiento contra Emilia Pérez por su falta de representatividad mexicana, sus errores culturales al mencionar universidades inexistentes o la presencia de diálogos en español interpretados de forma poco natural por una actriz que no lo maneja a la perfección. Ciertamente, una película puede tener todos esos elementos y, aún así, crear una propuesta que diga algo interesante sobre lo que quiere abordar.
Mi problema con Emilia Pérez es que el resultado final me deja una sola impresión: se trata de una propuesta creada por un cuico francés que desconoce o simplemente no tiene las habilidades para manejar justamente los elementos disímiles que decide perseguir. Y por ello no logra unir el lenguaje cinematográfico y musical de la película, que logran ser interesantes, con el propio texto que presenta.
Es ello lo que se traduce en una clara traba para su objetivo de impulsar una fantasía musical que termina abordando de forma tangencial temas sensibles sobre los efectos del crimen organizado en el tercer mundo. Lo suyo, en realidad, es evitar las estructuras de opresión social y rendir pleitesía a una transformación que convierte a un bandido inmisericorde en una socialité civilizada. Aunque adviertan que un bandido fruto del machismo opresor siempre será un bandido, la película no aprovecha las propias instancias que va creando para juzgar a su personaje principal. La responsabilidad y la culpa quedan como pretexto y esa es una de sus grandes culpas.
En ese sentido, la experiencia de haber vivido algo, o conocerlo de primera fuente, no es un requisito esencial para abordar temáticas sociales, pero sí lo es la habilidad para retratar una amalgama de códigos culturales y sociales que no resulten forzados. De aquello justamente termina careciendo Emilia Pérez. Al mismo tiempo, dicha habilidad es una clave para darle verosimilitud a lo que está en pantalla. Volviendo al comienzo, no es necesario que algo sea cierto de forma documental, sino que debe ser verosímil y congruente con lo que se está contando.
En el caso de Emilia Pérez, la propia película juega con ello, presentando secuencias musicales que no dan espacio a dobles lecturas y hablan, entre otras cosas, sobre la corrupción, identidad de género, machismo y narcoviolencia. Pero aunque esos momentos rompen la realidad de forma rupturista, y ciertamente ahí está la mayor virtud de su propuesta artística, el resto es incapaz de seguir la misma línea y traza un escenario en donde todo se bifurca superficialmente entre los aspectos criminales, los hechos que aceptan sus personajes y su clamor por defender la identidad y los propios cuerpos. Por momentos no logra ser chicha, tampoco limonada, pese a que vende que su propuesta es la evolución.
Sin entrar en mayores detalles sobre la historia, tal y como ya es conocido ampliamente, la película se desarrolla en México. Ahí nos encontramos con Manitas, un líder de un cartel que lleva un par de años iniciando un tratamiento que contrasta con su posición criminal, ya que quiere convertirse en mujer. Para conseguir lo anterior, Manitas envía a su pareja y a sus hijos a vivir a Suiza mientras le paga a Rita, una prestigiosa abogada idealista, que orqueste en secreto su transición y, por supuesto, la muerte que esconderá su nueva vida. De ese modo, Manitas se convierte en Emilia Pérez.
En todo lo anterior, la película inevitablemente forja un intento de ruptura que termina siendo una mirada desde arriba a los problemas de América Latina, desperdiciando en ese camino una reflexión interesante sobre cómo el pasado puede terminar alcanzando a las culpas y, por el contrario, cae en más de un cliché. Además, su discurso de género se queda a medias mientras presenta a una abogada idealista que cae en el juego sucio de aceptar dinero ilícito para ayudar a un criminal y a un líder narco que cumple su sueño de revelar su verdadero yo, lo que le permite darse cuenta del horror de sus crímenes, pero nunca rendir cuentas.
En esa línea, Emilia Pérez ilumina una sola luz: es una obra más de la burguesía sobre el tercer mundo. Pero salvo un par de momentos bien logrados con Zoe Saldaña, aunque también su personaje es hipócrita al abordar el poder del dinero, el resultado final termina sintiéndose no solo impropio, sino que completamente fuera de lugar.
Dirigida por Jacques Audiard, quien previamente realizó el sólido drama criminal de Un profeta, a la larga solo queda concluir que Emilia Pérez se queda en las intenciones para abordar temáticas complejas. Lo anterior se debe a que su visión dista mucho de ser profunda o auténtica y, a pesar de sus pretensiones de ruptura estética y social, como las secuencias musicales y los giros narrativos sobre narcotráfico e identidad de género, la película termina cayendo en clichés de redención que nunca logra manejar. Solo prima una mirada privilegiada que se queda corta a la hora de abordar las realidades que intenta representar.
En toda esa pretensión, la transidentidad y la corrupción son tratados superficialmente utilizando la comedia musical, la cual a su vez termina instalada como una cortina de humo que deja ciegas las tensiones sociales. Peor aún, terminan provocando que el pasado de Emilia Pérez solo la encuentre de vuelta por cuestiones que se sienten superficiales. Y por eso la base de su personaje titular, un narcotraficante que se “redime” tras su transición, solo refuerza una sensación final de falsa emancipación. Y ese es sin duda un mal sabor que me acompañó durante los créditos finales.
Emilia Pérez ya se encuentra disponible en cines.