La película de Christopher Nolan fue reestrenada en cines chilenos con gran éxito. Sus funciones IMAX están llenas y su propuesta visual sigue impactando para presentar la obra menos fría del director.
Desde su estreno hace más de diez años, no pocos arrugaron la nariz con una idea que atraviesa la premisa de Interstellar: la humanidad se define por el amor.
Aunque desde antes de su estreno la película de Christopher Nolan fue relacionada con el 2001 de Kubrick, lo cierto es que siempre estuvo más emparentada con la Contacto de Robert Zemeckis, especialmente por el impulso del raciocinio científico en contraste con nuestras emociones. No por nada aquella película de 1997 nos presentó a un alien que nos decía que nos sentimos perdidos y únicos, pero no estamos solos en este mundo.
En ese sentido, Interstellar sigue siendo hasta el día de hoy la propuesta más emocional de Nolan, guiando su relato en una gran exploración del lugar del ser humano en el cosmos, pero poniendo el foco en la relación entre padres e hijos. Y como es una película de Nolan, ese amor aquí implica una mezcla de pena, pérdida, nostalgia y mucho temor al tiempo.
En un segundo plano, y siendo mucho más interesante que lo anterior, Interstellar siempre fue sobre la ciencia, instalándose como una carta abierta que clama por combatir la ignorancia y la falta de innovación, ya que es el conocimiento lo que nos impulsa hacia adelante en el universo.
A partir de ahí, la película plantea que el individualismo, la sociedad de consumo y la reproducción masiva provocarán el colapso en un futuro cercano, deteniendo de raíz el desarrollo de nuevos conocimientos. A grandes rasgos, el ser humano poco a poco ha perdido su lugar porque lo único que importa es aferrarse con uñas y dientes a lo que queda.
Otro factor muy interesante de Interstellar siempre radicó en el hecho de que en su propuesta no hay post-apocalipsis ni hordas hambrientas en estado de anarquía. En su mundo, los niños todavía van a la escuela para aprender las cosas prácticas que necesitan. El problema es que la humanidad se acerca a la extinción, pues no crece más vida en el planeta, por lo que entre sequías y hambrunas, todos tienen claro que en cuestión de décadas no quedará nada más que muerte y desolación.
Por eso mismo en un mundo que tiene aún más sentido en el escenario post-Trump, simplemente ya no importan los ingenieros, los gadgets o la televisión. Para colmo, en el terreno de Interstellar ni siquiera hay tecnología médica, por lo que la suciedad de las tormentas de polvo día a día merma la salud de los que quedan. De ahí que las personas de esta historia solo aceptan lo tangible, aquello que pueden morder o tocar. Es decir, tal y como mencionan en un diálogo: ya no somos esa gente que miraba hacia el cielo y se preguntaba su lugar entre las estrellas; ahora solo miramos hacia abajo, preocupados por nuestro lugar en el polvo.
Como todo se ha reducido a la necesidad de alimentarse, también es muy decidor que el gran oficio que quede en el mundo de Interstellar sea convertirse en granjero. A grandes rasgos, la humanidad ha regresado a sus raíces, a la labor que precisamente gestó el desarrollo de la sociedad, y Cooper, el personaje de Matthew McConaughey, es un agricultor que cultiva lo único que crece en el suelo: maíz.
Pero desde el primer minuto la mirada de Cooper está puesta más allá de la estratosfera. El tipo alguna vez fue un piloto de pruebas de la NASA, mucho antes de que la sociedad lo obligara a aterrizar en un mundo donde los libros de historia enseñan que el hombre nunca llegó a la Luna y que todo fue una farsa para quebrar a la Unión Soviética.
Pero pese a que cuando lo conocemos está arraigado a su hogar, junto a sus hijos y su suegro, sin mayor esperanza que vivir el día a día, todo cambian cuando «algo», una fuerza desconocida que al final tendrá una explicación, lo empuja de regreso a la exploración fuera de su granja. Más aún, una serie de pistas, centradas en torno a la biblioteca de su hija, lo obligan a elegir entre la unión familiar y lo desconocido. Entre dejar a sus hijos o enfrentar el fin. Y con el destino de todos en juego, Cooper elige el viaje interestelar para buscar la salvación de la humanidad más allá del espacio, a través de un agujero de gusano.
Así comienza una misión para encontrar un nuevo oasis en el cosmos infinito, en medio de una aventura espacial cargada de agujeros negros, recursos limitados y robots con sentido del humor. Pero, cortesía de la complejidad de la relatividad, esta es también una carrera contra el tiempo. No solo porque la extinción se aproxima, sino porque cada instante cerca del agujero de gusano hace que el tiempo avance más rápido en la Tierra. Y aquello añade una doble urgencia: Cooper quiere volver antes de que sus hijos hayan muerto de viejos.
Desde su estreno quedó claro que Interstellar es tan ambiciosa como problemática. Por un lado, su propuesta de ciencia ficción es un logro visual impresionante que, más aún, influenció a toda una generación de realizadores en los años siguientes.
Nolan y su equipo utilizan efectos espaciales de primer nivel para recrear el sistema solar y, con la ayuda de locaciones físicas, mundos alienígenas desolados a miles de años luz que excelentemente diseñados. Y aunque algunos digan lo contrario, en Interstellar también logran plasmar un concepto de cuatro dimensiones de manera impecable.
Pero aunque Insterstellar nunca aburre visualmente y es un viaje que hasta el día de hoy merece ser visto en el cine por su despliegue visual, y su actual relanzamiento en las pantallas Imax es prueba de ello, la combinación de ciencia y emoción no encaja a la perfección. La película acelera hacia un clímax que refleja su exceso de exposición.
En lugar de dejar que el espectador descubra, Interstellar explica de más lo que está ocurriendo en pantalla. Y justamente por ello pierde tensión en su idea de alternar lo que ocurre en el espacio con lo que se va desarrollando en la Tierra, dando pie a un enfoque que hasta el día de hoy divide la narrativa y diluye el impacto.
A diferencia de Contacto, donde un elemento emocional da lógica a lo incomprensible, aquí Nolan cae en el error de explicar en exceso lo que debería sugerir. El clímax, en su afán por conectar ciencia y emociones, fuerza al espectador a aceptar paradojas y soluciones seudodivinas que no convencen a la mente.
Pero tampoco se puede negar que el éxito de la película hasta el día de hoy radica justamente en que esa propuesta sí conecta con el corazón de muchos, especialmente en términos de enfrentar el sentimiento de soledad y el desamparo que va plasmando la relación de un padre y su hija. Eso es lo que a la larga importa, ya que a poco más de 10 años después de su estreno, la obra menos fría de Nolan sigue siendo completamente cautivante. De hecho, ya no creo que su corazón esté mecanizado como alguna vez pensé.