Finalmente vio la luz la fábula cocinada durante décadas por el director de “El Padrino” y “Apocalipsis Ahora”, en la que plasma sus delirios, trancas, inquietudes y anhelos. Pero su presentación ambiciosamente ambigua queda a media tinta.
Francis Ford Coppola no le tiene que demostrar nada a nadie y eso queda evidenciado completamente en Megalópolis, su más reciente obra, su proyecto de ensueño que lo saca de un retiro temporal de más de 15 años para meter la mano a su propio bolsillo y presentar un manifiesto intelectual disfrazado de fábula que fue cocinado durante décadas por el director.
Megalópólis habla de, entre otras cosas, las vicisitudes artísticas ante las trabas políticas, los desafíos ante la fragilidad de la sociedad occidental, las dificultades para relacionarse con otros y las luchas de poder que se impulsan a raíz de los demonios que merodean a la tiranía del dinero. Y también es un reflejo oscuro del propio estado del cine actual.
Eso es bastante evidente en el fondo, pero la forma de Coppola contrasta por completo con sus inicios de manejo narrativo excepcional en películas como “El Padrino”, la secuela de esta última, “La Conversación”, “Apocalipsis Ahora” e inclusive “La ley de la calle”.
Pero, claro está, no se puede obviar que desde hace rato su interés está en otro lado, lejos de su época más elogiada del Nuevo Hollywood o sus obras más convencionales de fines de los noventas, por lo que se ha mantenido volcado desde hace años en un terreno de corte más experimental, de significantes más que de significados.
Por eso mismo las últimas películas del director, las tres que condujo durante este siglo (“Youth Without Youth”, “Tetro” y “Twixt” ), pasaron de forma imperceptible para la mayoría, siendo relegadas a meras notas al pie de página de una filmografía plagada de obras cumbres. Y por eso a muchos les pareció que Coppola estuvo más cerca de dormir con los peces que de disfrutar del olor del napalm en la mañana.
Todo eso es relevante de rescatar porque, de no ser por el bullicio del gasto de más de 100 millones de dólares para su creación, y la venta de parte de sus viñedos que lo hicieron posible, esta nueva producción probablemente habría sufrido ese mismo destino. Sin conversación o una mera anécdota, inclusive teniendo a un actor tan de moda como Adam Driver.
Y más aún, dejando de lado su búsqueda por una épica que rompa las barreras espacio-temporales del legado, es fácil pensar que Coppola podría haber seguido disfrutando sin cuestionamientos bajo la sombra de sus vids.
Pero Megalopólis, al mismo tiempo, es un claro reflejo de que el director se aburrió de aquello y sintió la necesidad para parir de sus entrañas una película que no entrega concesiones, que busca alejarse de las convenciones de las multisalas y presenta algo diferente, una mirada de esperanza que contraste ante el colapso contemporáneo del que muchos hablan y no menos reniegan. Un manifiesto sobre la sociedad y su futuro.
Al centro de aquél parto está Cesar Catilina (Driver), un arquitecto iluminado, futurista y celebrado que es reconocido por todos tras ganar el Premio Nobel. Lo anterior se debe al desarrollo del Megalon, un nuevo material bioadaptable con el que quiere cambiar al mundo para crear una mejor ciudad que la Nueva Roma que lo acoge. Al mismo tiempo, también trabaja para ella, pues el tipo está al mando de la Autoridad de Diseño, un ente que tiene la potestad para modificar a la urbe sin mayores restricciones. Pero sus demonios internos, y su propia fragilidad psicológica, que se refleja en su capacidad para detener el tiempo, le juegan en contra.
El otro gran muro para sus planes es el alcalde conservador (Giancarlo Esposito) que está en contra de todo lo que representa y quien además tiene una vieja rencilla del pasado relacionada a la muerte de la esposa de Catilina. Y en el medio también está la hija del alcalde (Nathalie Emmanuel), quien comienza a interesarse en el arquitecto, los peculiares y multimillonarios parientes de Catilina (Jon Voight y Shia LaBeouf) y una ambiciosa reportera (Aubrey Plaza) que desea a Cesar tanto como el dinero y el poder.
Aquella base es solo un marco a través del cual se establece un relato bastante irregular, delirante y resquebrajado que actúa en varias capas sobre los temas que aborda Coppola y que van desde las relaciones humanas hasta el auge del fascismo.
En esa línea, vale decir que aquellos puntos terminan resintiéndose por las propias elecciones creativas que mezclan géneros y que tienden a reforzar el reflejo de todo el proceso de experimentación no estructurada que dieron forma a la película. Mal que mal, se vuelve evidente que el guión solo fue una guía y la evocación lo fue todo en el set, con Coppola abordando en varias entrevistas sobre su proceso de improvisación constante. Por eso mismo Megalópolis tiene un avance tambaleante demasiado evidente y, en ocasiones, exasperante.
Por eso mismo es fácil que se pierda el norte al intentar seguir el argumento, y no falte el que hable de que la película es pretenciosa, pero la realidad es que en el fondo esta es una ensoñación que, sin sorpresa alguna, se vuelve realmente inexpugnable. Y es que todos tenemos claro que es casi imposible traducir en términos convencionales el sueño de un otro.
De ahí que solo me resta agregar que Megalopolis es el resultado de un Coppola que se ha mantenido dormido, que hace rato no despierta y, como tal, es una manifestación profunda de sus delirios, trancas, inquietudes y anhelos. Es ahí en donde está lo único que pude admirar de esta propuesta, pues a pesar de que se puede comprender lo que el director quiere decir, exponer, cuestionar e inclusive impulsar hacia adelante, Megalópolis en muchos aspectos se queda solo en el tintero. Y con eso no basta, ni por muy sueño que sea.
Megalópolis se estrenó el pasado 27 de octubre en Norteamérica y países como España, que es donde pudimos verla. En Chile aún no hay fecha oficial para su lanzamiento.