Dos meretrices embellecían Copiapó con sus finas siluetas y andar despampanante. Juntas entregaban amor a los hombres de la ciudad. Pero trágicos asesinatos prolongaron su unión más allá de lo terrenal.
Como cada noche las Adrianitas deambulaban por las calles de Copiapó buscando clientes. Emperifolladas salían con sus mejores atuendos, listas para enamorar por un rato al hombre de turno.
Traje perfecto. Pelo al viento. Caminar sexy. Así paseaban en busca de amores furtivos de una noche. Esos que llegaban a la ciudad tras realizar trabajos de faenas mineras, que por los años 1930 comenzarían su apogeo en la zona.
Ellas eran las mujeres que todos buscaban en las desiertas y solitarias noches nortinas. Adriana Quiroga era la mayor. Complicada, guapa e inteligente. La seguía Adriana Álvarez. Tierna, joven y bella.
Ambas hacían suspirar a los hombres y su labor era recompensada con altas sumas de dinero. Ganaban y vivían bien para la época. Gozaban de fama en el ambiente nocturno. Eso provocó roces con diferentes clientes que intentaban aprovecharse de las féminas, hasta que un día sucedió lo peor.
Adriana Quiroga acordó su encuentro con un hombre a la entrada de la ciudad. Todo estaba listo para consumar el momento de placer, pero el sujeto apareció con varios compañeros de trabajo. Quiroga, al percatarse de la situación, se molesta e intenta retirarse del lugar.
Pero antes de lograr su huida, salvajemente comienza a ser atacada por los hombres. Los gritos no son escuchados, mientras es ultrajada. A su suerte, quedó desparramada en el camino polvoriento. Allí cayó y su último suspiro se fundió entre la rabia y pena.
Era el 15 de agosto de 1936. El crimen conmocionó a la zona. Pero a pesar de la muerte de Quiroga, Adriana Álvarez no dejó el rubro. Continúo su senda todos los días. Maquillaje, buen vestir, buen vivir y enamorando al hombre que correspondía, aunque hubo uno que se robó su corazón.
Empresario minero, con buena situación, pero una familia a sus espaldas que comenzó a sospechar de sus andanzas. Una noche, su esposa decidió seguirlo al furtivo encuentro. Una esquina del centro fue testigo de la cita infiel.
Sin pensarlo, la mujer increpó a Adriana, quien optó por retirarse del lugar. Enardecida, la dama sacó una daga de su vestido. Con decisión, la miró y le clavó el puñal en su pecho.
Corrió horrorizada, arrancando de su culpa, mientras Adriana cerraba sus ojos para siempre. Era octubre de 1936.
Tras el funeral, Adriana Álvarez quedó en el patio 12 del Cementerio General de Copiapó. Su compañera de andanzas había sido enterrada bastante lejos de ese sitio, pero algo hizo que las compañeras en vida se reunieran nuevamente tras la muerte.
A la mañana siguiente, un cuidador del campo santo, encontró la urna de Adriana Quiroga encima de la de Álvarez. Pasmado por lo sucedido, comenzó a interrogar al personal del recinto, que no logró dar con una explicación.
Desde ese minuto, los clientes habituales de las Adrianitas hicieron todo lo posible para que quedaran juntas. Con el tiempo se fue creando el mito de que cumplían favores. Cada día, decenas de personas entregaban sus plegarias para que las compañeras fueran las intermediarias entre este mundo y lo espiritual.
Algunos aseguran que juntas aparecen de blanco por las estrechas callecitas del patio 12, intentando cortejar a alguno que otro hombre.
A tanto llegó el fervor que hasta se han creado obras de teatro en su honor. Son tributadas por una comunidad que no olvida a estas mujeres que partieron en arranques de locura y desamor.