El más férreo defensor de los derechos humanos en Chile, falleció ayer a los 93 años, pero su legado es inmortal.
Un Quijote, pero de la vida real, fue Andrés Aylwin Azócar (93), quien peleó cada minuto de su vida por la defensa de los derechos humanos hasta convertir su imagen en una leyenda.
Este lunes 20 de agosto su corazón se rindió y partió, exactamente seis meses después que lo hiciera su compañera, Mónica Chiorrini, con quien tuvo 4 hijos.
Desde que llegó a este mundo, el 20 de junio de 1925, dio la batalla. Primero le tocó llevar el nombre de su hermano, Andrés, que lo antecedió y que murió a los 8 meses. De alguna forma sus padres trataron de reemplazar al hijo que falleció prematuramente, según explicó el mismo en una entrevista.
Más tarde, se le detectó el bacilo de la tuberculosis, enfermedad que presentó al final de su carrera de Derecho en la Universidad de Chile. Tras ese episodio, presentó cerca de 80 neumonías.
Andrés fue el hermano menor del ex Presidente Patricio Aylwin y mientras este estaba en La Moneda en plena etapa de transición, señaló "no soy partidario de reconocer la Ley de Amnistía: significa una absoluta denegación de justicia". Sus declaraciones le costaron ácidas críticas de su sector.
Ya desde la época de universidad formó parte de la Falange Nacional, base del partido Demócrata Cristiano, y fue uno de los primeros candidatos a la presidencia de la Fech.
Fue diputado entre 1965 y 1973 y, según aseguró, jamás aceptó una invitación a viajar con recursos del Estado al extranjero. Después del retorno a la democracia volvió a ser elegido parlamentario y continuó imprimiendo a su labor la austeridad que lo caracterizaba, pues a menudo llegaba al Congreso en locomoción pública.
Pero si hay algo que lo hace inmortal es que formó parte de los 13 diputados DC que se opusieron al Golpe de Estado de 1973, hecho que lo distanció políticamente de la mayoría de su partido. Como muchos otros sufrió la represión, fue relegado a la localidad de Guallatire y sufrió el exilio.
De vuelta en Chile se dedicó en cuerpo y alma a la defensa de los derechos humanos, a través de la asistencia judicial de los presos políticos y en la recuperación de la democracia, participando en el Comité Pro Paz y trabajando en la Vicaría de la Solidaridad.
A su retorno del exilio, en 1978, fue elegido presidente de la Agrupación de Abogados Pro Derechos Humanos y director de la Comisión Contra la Tortura. En la época, entregó asistencia jurídica a más de 45 mil personas y patrocinó más de nueve mil quinientos recursos de amparo.
Tanto se involucró en su lucha que muchas veces le recomendaron ver un siquiatra. En 1973 presentó un alegato en la Corte Suprema por la desaparición de 50 campesinos que él conocía. En medio de la audiencia y ante lo que él presentía, rompió a llorar.
Más tarde, el presidente de la sala lo llamó y le preguntó qué sentido tenía su alegato si lo más probable es que esas personas estuvieran muertas. Aún así él persistió; ese era Andrés y así vivió.