La falta de ingresos y las deudas marcaron los últimos años del arquitecto Francisco Pelayo Zamorano Marfull (58), quien el 23 de abril pasado fue ejecutado junto a su pareja -el tecnólogo médico Héctor Arévalo Oliveros (39)-, hecho por el cual fue imputado su primo Claudio Ernesto Soza Zamorano (75), a quien precisamente debía tres meses de arriendo.
El profesional sufría un mal incurable y cada mes gastaba medio millón de pesos en medicinas.
Francisco y Héctor fueron pololos durante ocho años y arrendaban el segundo piso de su casa a Claudio Soza, en José Miguel Infante 1020, en Providencia. Debido a apreturas económicas, a partir de 1999 el ingeniero le envió nueve cartas a su primo pidiéndole clemencia por sus calillas.
En la primera nota, fechada el 12 de mayo de ese año, Zamorano le contó al anciano que lo habían estafado en 200 mil pesos. "Te pido disculpas y que me des otra oportunidad. Pretendo mejorar mi situación y ver si me pueden ayudar mis amigos y si sale otra pega", le escribió.
En la segunda carta, del 6 de julio de 2000, le contó que llevaba tres meses sin ingresos y no había podido pagar cuatro cuotas de 700 mil pesos por una camioneta que había comprado. También le pidió que se apiadara y le recordó las 500 lucas que gastaba en tratamiento.
En otra misiva, escrita el 25 de octubre de 2000, Zamorano le rogó a su primo que no le cobrará los cheques que le había pasado. En las líneas más dramáticas de la nota le contó que ni siquiera ocupaba el auto para no gastar bencina y que para no incurrir en gastos no prendía las luces, no ocupaba el calefon y se bañaba con agua que calentaba en un termo.
MAL VISTO
Además del arriendo impago, a Soza siempre le molestó la condición homosexual de su primo y sobre todo que durmiera junto a Héctor Arévalo.
Según la versión policial, la tarde del 23 de abril, pasadas las 19 horas, Soza subió al segundo piso con una pistola 7.65 cargada con seis balas. Tras discutir por las deudas, desenfundó. "Se pusieron insolentes. Me enojé, los encañoné y, como no me creyeron, les dije que era en serio", declaró el veterano.
Enseguida obligó a los profesionales a arrodillarse frente a la muralla y les disparó un tiro en la nuca a cada uno.
El imputado metió la pistola en una bolsa y la tiró a la basura, tras lo cual se puso su pijama y se acostó. A la mañana siguiente fue a la 19a Comisaría de Provi y denunció que había hallado muertos a sus dos arrendatarios.
Soza siempre estuvo en la mira de la policía, ya que en sus tres declaraciones cayó en contradicciones. Hasta que el 30 de abril confesó todo en la Brigada de Homicidios (BH) Metropolitana. Sin embargo, esa misma noche dijo a los detectives que "no me acuerdo si hice lo que les conté, estoy en blanco, no recuerdo nada de ese día". Al final de su testimonio señaló: "No quiero irme preso porque me pueden violar".
CON DEPRE
Tras el doble homicidio, Soza empezó a sufrir depresión, anorexia, ansiedad, insomnio y estrés. Según el abogado Rodrigo Acevedo, su cliente actuó poseído por "un quiebre sicótico disociativo" y en la formalización de cargos aseguró que estaba loco, lo que fue rechazado por la jueza. El defensor incluso dijo que el veterano sufre un mal que sólo le permite decir "sí" y por eso se echó la culpa.
Otra prueba contra el imputado es una bala 7.65 sin percutar que la policía halló en su clóset. El calibre del proyectil es igual al del arma homicida, la que aún no es hallada. Los polis también incautaron manuales de tiro.
En 1985 Soza hizo un curso en el Club de Tiro "Águilas Blancas", de la Fuerza Aérea, y desde esa época tenía seis armas inscritas a su nombre dentro de una lavadora. Se trata de cinco revólveres y una pistola Olimpia del 22, con los que solía ir a disparar a un polígono de Recoleta.
Según la policía, gracias a su dominio de las armas sólo necesitó dos tiros para ultimar a los profesionales.
Carlos Godoy S.