Corría 1933, una época difícil para el país, tiempos de vacas flacas que golpeaban con fuerza los bolsillos chilenos. La zona rural era la más afectada por estos vaivenes económicos. Por eso muchos emigraron del campo a la ciudad.
Uno de esos casos fue el de Carmen Cañas, una guapa joven sureña, de cabellos negros como el carbón, tez blanca y una personalidad única, que logró conquistar a muchos.
Con la ilusión de un mejor pasar llegó a la capital. Las polvorientas calles de ese entonces la vieron caminar por toda la Alameda en busca de una oportunidad laboral que nunca llegó.
Cada día se convertía en una nueva desilusión, pero la muchacha continuó intentándolo. Recomendada por una conocida consiguió un dato, aunque claro, esa referencia no era de buena reputación.
Llegó a un burdel del centro de la ciudad y debió convertirse en prostituta para sobrevivir. Durante años fue la niña bonita de una casa que tuvo auge con su nombre. Carmencita era la más deseada de las mujeres del lugar, muchos eran quienes engatusados por su belleza le prometían el cielo y la luna, pero ella seguía sintiéndose vacía y sola…Hasta que apareció un maduro abogado.
Cada vez que él la visitaba en la casa de remolienda, Carmen se entregaba al placer de una buena conversación y el destilado de turno. Fueron formando una linda amistad que luego avanzó hasta convertirse en amantes.
Ambos ya no podían, ni querían, ocultar lo que sentían. Julio Marín Alemany, hermano de un diputado de la época, dejó a su mujer e hijos para irse con la sureña. La aristocrática familia del hombre no quería que el romance se supiera más allá, pero eso poco importó. Una tarde de otoño abandonó todo para comenzar de cero junto a Carmencita.
Como el asunto no era tan fácil, primero debieron pasar por el burdel para tener la aprobación de la patrona de Carmen. Con el trámite listo, juntos comenzaron a vivir una vida idílica, pero que no duró para siempre.
Una grave enfermedad mandó a Carmencita al hospital. Rápidamente fue intervenida en la Posta Central, pero en medio de la operación una reacción alérgica a la anestesia la dejó en coma y, posteriormente, le causó la muerte.
Sepultada en un patio común
La desolación fue tal en Marín que rozó la locura. El cuerpo de la mujer no pudo ser sepultado en la bóveda de la familia de su amado, debido a que nunca se convirtió en la esposa de Julio. Un patio común del Cementerio General se convirtió en la última morada de la mujer.
El 82 sería el número que la acompañaría para la eternidad, sin imaginar que se convertiría en un ícono del recinto capitalino.
Todo comenzó cuando un trabajador del cementerio puso una caja para juntar recursos con tal de poner una ofrenda de flores en la solitaria cruz de madera que desentonaba el paisaje de grandes mausoleos. La administración no estuvo de acuerdo y en su lugar solicitó que quién quisiera pusiera poner una flor en el sitio.
Lentamente el recuerdo de Carmencita fue convirtiéndose en leyenda. Ya no sólo le ponían ofrendas florares, sino que le comenzaron a pedir favores y milagros. Las primeras placas de agradecimiento fueron apareciendo y con ello su popularidad fue en aumento.
La animita se volvió un lugar de culto para los fieles. Incluso, hubo cuidadores del cementerio que dicen que durante las noches veían la silueta de una mujer observando el lugar fijamente. Para ellos era la Carmen que venía a agradecer las muestras de cariño.
Con sólo 37 años, la mujer se fue de este mundo y ni en la eternidad pudo estar junto a su enamorado, porque cuando el notario Marín falleció fue sepultado en la tumba de los suyos, aunque su cortejo fúnebre pasó frente a la animita de su amada. Quizás ese fue su último instante de felicidad que tuvo, dejando este mundo para cumplir las promesas de los desesperanzados que confían en ella.