Amo el verano, sobre todo cuando estoy en Santiago. Caminar bajo 35° es una delicia, veo como todos se refugian bajo la sombra de un árbol, mientras sudo porque el improvisado refugio es bastante pequeño. Digamos que esta ciudad no se caracteriza por tener grandes árboles en las veredas.
Lo otro bueno de enero es ver cómo poco a poco tus amigas, parientes y compañeros de oficina empiezan a salir de vacaciones, que al sur, al norte, a la playa o a la casa descansar; mientras, soy feliz frente al computador, porque estoy blanca como papel -me veo bellísima. ¿Piel mate y dorada por el sol? Que horror. Además, a la pega habitual hay que sumar la que dejan de hacer los veraneantes. Un placer que cada día disfruto más.
La ciudad, que debería tener menos autos en sus calles, sigue igual... soy feliz en el taco, tengo tiempo para hacer las llamadas pendientes como la que religiosamente hago todos los días a mi santa madre o mejor aún cantar a todo pulmón mis canciones, el mejor: Nino Bravo.
Me faltaban los practicantes... los adoro, todos millennials, que me recuerdan lo mayorcita que soy. Me encanta que me digan "usted" o que me traten de "señora". Dos palabras que todas las mujeres mayores de 40 años adoramos. Y bueno, siempre se quedan hasta tarde, es su estilo de vida; se van a sus casas bien entrada la noche.
Ahora, la verdadera razón para amar enero es que los niños desaparecen, literalmente se esfuman. Uno hacia el norte, acampando con amigos donde los pille la tarde, siempre en las dunas de una playa (ahí no pagan camping) y la otra al sur, pero con una amiga y sus padres, a sus 15 años no tiene permiso en plan mochileo.
Pero sigo encariñada con mi puesto de trabajo: tengo un calendario chiquito en el que apenas llego a la oficina elimino el día, como los presos, pero soy mina así que los marco con colores... total, en dos semanas más dejaré de amar esta ciudad.