Confesiones de una separada: Vamos a la aventura

Salir con dos adolescentes de vacaciones es un desafío. Primero hay que acordar los días, lo que es más difícil que conciliar familia y trabajo, cada uno tiene sus panoramas: el mayor en la playa con unos amigos y la chica en Colchagua, en la casa de su abuela, mi madre.

Logré que reservaran para mamá la segunda semana de las vacaciones del colegio. Nuestro destino el Valle del Elqui, aislados del mundo. ¿El objetivo? Como dice mi sicóloga -recuerden que por el GES es gratis- construir una dinámica familiar diferente a cuando éramos cuatro bajo el mismo techo.

Partiríamos un sábado, cargaría el auto la noche anterior y a las 8 de la mañana saldríamos. En el mundo ideal, los dos tenían que regresar a la casa el viernes, pero es más fácil que te suban el sueldo a que un adolescente de 17 años se pierda un carrete de viernes frente al mar.

Dos días antes de partir me propusieron ir a la "aventura". Lo que se tradujo en manejar hacia el sur sin destino. El primer día llegamos hasta Temuco, el plan era almorzar en el mercado; pero, después del incendio de 2016 sólo queda su estructura.

El día estaba gris, nos subimos al auto y partimos. En el camino empezó a llover, como decimos en el campo "de arriba pa' bajo". Sólo yo puedo partir a la aventura, precisamente al sur, con las plumillas del auto malas.

No se veía nada, así que tuvimos que parar. Ahí, al costado de la carretera, empezamos a jugar a las "palabras encadenadas", un clásico de los viajes largos: uno dice una palabra y el que sigue, otra que empiece con la última letra (alma - aro). Nos reímos tanto, porque, al igual que cuando eran chicos, inventaban palabras y se comían la "h".

Después de tres horas, cuando ya no era "mami", sino que "Clara, cómo tan despistada" (los míos son así de confianzudos), empezó a amainar.

El mayor tomó el volante y no paró hasta llegar a Puerto Varas. La idea era estar una noche, ir a los Saltos del Petrohué y al lago de Todos los Santos, pero los planes perfectos no existen -basta mirar a Rafael Garay-.

Buscando un lugar donde almorzar, divisé a una ex compañera del colegio. Grité su nombre con todas mis fuerzas, mientras los niños ponían cara de "no la conocemos".

Tras un abrazo entrañable, nos fuimos a su casa; ella también tiene dos niños. Como jugábamos de local, por la noche los adolescentes se instalaron en una pizzería y nosotras en el bar del casino Enjoy.

Entre copa y copa nos pusimos al día, mientras dos apostadores nos miraban. Eso del póquer tiene su qué, no entiendo el juego, pero acercarse a una mesa y ver la cara que pone el que pierde hace que te baje ese instinto maternal, en este caso, uno más animal, porque era entero rico.

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