Dijo adiós el primer día del 2012, a los 79 años. Consiguió su primer trabajo como periodista a los 15. Le siguieron pasos por varios medios, entre ellos El Clarín y La Tercera, donde cultivó una pluma cuyo elemento distintivo era la picardía. Amante de los perros y la crónica roja, en 1984 asumió el mando de La Cuarta y hasta 2009, cuando los problemas de salud lo obligaron a dar un paso al costado, buscó informar y entretener a su audiencia con un sello propio: un diario donde se escribiera tal como hablan los chilenos. A su salud, don Diozel.
La entonces Presidenta de la República, Michelle Bachelet, convocó a los directores de prensa a una reunión en La Moneda.
Cuando llegaron todos, alrededor de veinte, Diozel Pérez se sentó al lado de Alberto Luengo. Se conocían desde mediados de los noventas, cuando Luengo fue editor del diario La Tercera.
—El tema es que la Presidenta le dio la palabra al Ministro del Interior, y él se puso a explicar esta cosa para la cual habían citado la reunión. Habló más o menos veinte minutos —relata el actual consultor en Imaginaccion.
Ni bien terminó la presentación, dice Luengo, Diozel se quedó mirándolo fijamente.
—Se acercó y me dijo: ‘Puta, y yo que pensé que Cantinflas se había muerto’.
Ambos soltaron una carcajada. El resto de los presentes algo extrañados, casi como si fuera una reprimenda, se dieron vuelta a mirarlos.
—Así era este hueón...
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El kilómetro cero de la trama que cruzó a Diozel Pérez con el periodismo se produjo cuando apenas tenía 15 años: fue allí que se atrevió a mandarle una carta al diario La Patria comentando un partido de hockey. Conocía de cerca el deporte: se calzó los patines unas cuantas veces, aunque nunca logró destacar. De hecho, él asumía que era malo. Su crónica, en cambio, la rompió. Fue para tanto que, pese a su corta edad y a no tener estudios relacionados a la profesión, los editores le ofrecieron un puesto como columnista de deportes.
Desde entonces, con la calle acaso como única escuela y tecleando a su incondicional, una vieja máquina de escribir Underwood, le fue dando forma al periodista pícaro, ingenioso y —por qué no— improbable que acumuló un sinfín de relatos y titulares irrepetibles en las redacciones de Crónica, La Prensa, El Clarín y La Tercera, para luego comandar al diario pop por casi 25 años.
Esto se lo sinceró Diozel a Andrea Lagos el 2006, en una de las pocas entrevistas que concedió a lo largo de su vida. Le dijo, también, que fue criado en la provincia de Cautín, que su madre fue profesora de educación básica y que su curioso nombre se trataba de una especie de homenaje al “Pulento”: querían llamarlo El Dios, pero como resultaba imposible, su madre optó por invertir las sílabas y adornarle con la zeta.
Admitió, además, que su trabajo le significó más de alguna decepción amorosa: “Por el periodismo, mijita, perdí dos matrimonios. Pasaba mucho tiempo afuera —se delató—: todo mi tiempo era para el diario: de lunes a viernes, sábado y domingo”.
Alberto Luengo confirma la última sentencia:
—Él era un apasionado de la profesión, un enamorado de su diario y, por lo tanto, no encontraba ningún otro lugar donde estuviera mejor que en su oficina de director. Era un enamorado de su pega: nació para eso.
Diozel debutó como director de La Cuarta el martes 13 de noviembre de 1984. Recomendado por el mismísimo “Gato” Gamboa, el elegido en primera instancia, asumió el desafío enorme de construir un diario que de cierto modo tomaría la posta de El Clarín: dirigido al sector más popular, que había quedado “huérfano” tras la desaparición del tabloide. De paso, el nuevo medio se transformaba acaso en una “operación salvataje” para un puñado de periodistas de La Tercera próximos a recibir el sobre azul.
“Era un montón de periodistas que estaban en una lista negra para ser despedidos. Cuando los convoqué les dije cara de palo: ‘Ustedes están en una lista mortuoria para algunos, pero acá tienen la oportunidad de demostrarle a esa gente que están equivocados’. Les herí el amor propio y nos sacamos la cresta durante tres años, pero así logramos sacar el tabloide más leído del país”, recordó el Dire Pop en otra entrevista.
En su primer número, Diozel escribió la única editorial que ofreció La Cuarta durante sus primeras dos décadas:
“¿Sabe cuál es la idea? Que seamos amigos, que nos conozcamos, estableciendo lazos de amistad y de comunicación —rezaba un fragmento del texto—. ¿Y por qué usted va a ser amigo nuestro? Sencillamente porque La Cuarta pretende identificarse con quienes siempre han estado como dejados de la mano de Dios. Y si ése es su caso, si usted se siente frustrado y con la fe a la altura de los talones, sentirá que tiene un amigo para desahogarse y un hombro fraterno donde llorar sus penas (...) Los amigos tienen que ser paleteados y leales desde el principio”.
Enseguida era posible olfatear ese sello ágil e ingenioso, así como el lenguaje coloquial —típico chileno— que se emplearía: en definitiva la chispa que distinguió al medio, y tal vez un retrato de lo que era el director, reconocido por su sentido del humor, su ingenio y también por ser un acuñador de refranes:
—Era probablemente el gallo que a mí más me ha impresionado por la cantidad de refranes que ocupaba. Él ocupaba proverbios chilenos para hablar —cuenta Fernando Paulsen, exdirector de La Tercera—; era de las personas que de repente te decía cosas que te sonaban, que las habías escuchado de tu abuelo o de alguien atrás, fuera totalmente de norma. Le tenía una envidia brutal, porque los refranes me encantan y éste se los sabía todos.
El titular picaresco, que Diozel rescató de su formación en El Clarín, fue otro de los ingredientes con los que La Cuarta marcó la diferencia. En ese terreno, dicen, el dire pop era el mejor: además, salvo una emergencia, no dejaba que otro metiera mano en las portadas. “Le hizo el amor a un rodamiento”, “Árbitro es más lento que un bolero”, “No viene Frank Sinatra, pero actúa Pepe Tapia” o “Tatita murió en plena cabalgata”, son sólo algunas de sus particulares creaciones.
—Era un gran, gran, gran hacedor de títulos. Por esa razón lo nombraron director. Él no era un gran organizador o un gran estratega, lo que se busca en un director clásico, pero sí era un gran titulador y era un gallo capaz de dar una vuelta a una noticia para buscarle el lado y articular. Era muy ingenioso —opina Alberto Luengo.
Fernando Paulsen va un poco más allá:
—En esa época, la posibilidad de que tú pudieras estar suscrito a diarios policiales o de espectáculos, como La Cuarta, era prácticamente cero. Entonces, ¿cómo lograbas vender? La única forma era que tus títulos hablaran por el diario. Y entre los históricos tituladores, probablemente, Diozel fue lejos el más grande de todos. Él es el que inventó un título en el diario Clarín, que cuando lo vi dije ‘no puedo creer esta cuestión’. Decía: ‘Lo mataron por vaca’. La Cuarta tenía una competencia con Las Últimas Noticias, que era un diario con la misma lógica, y se producía una guerra de titulación que era un deleite verla, porque se peleaban unos titulares que eran increíbles. Diozel, en eso, era brillante.
Incluso, el actual panelista de Tolerancia Cero, cuenta que el director de La Cuarta lo aconsejó:
—Alguna vez usé un título que me propuso él, sí. Yo entré a La Tercera, como director, a cambiar el tono de diario policial, digamos, así que me interesaba titular con economía, con política: las cosas que tenían que competir con El Mercurio, que era mi objetivo. Pero dos o tres veces, en determinadas circunstancias, Diozel me sugirió títulos cuando estábamos conversando. Me acuerdo que me dijo ‘oye, esta cuestión sería fantástico que fuera así’. Yo, por lo menos, un par de veces usé títulos de Diozel en La Tercera.
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En la entrada de La Cuarta, pegados a su puerta, siempre se podía ver a unos perros paseándose, como esperando. No uno, no dos, no tres; habitualmente eran siete u ocho. A veces más. Cada persona que llegaba al diario, literalmente tenía que pasar por encima de ellos para poder entrar. La imagen, llamativa aunque todo un clásico, tenía un solo responsable: Diozel Pérez, hombre ancla del diario pop. En efecto, eran suyos: cuando él o algún colega veían a un perro malherido, o merodeando las cercanías de Copesa, se lo llevaban y lo “aguachaban”. Salía a darles comida dos o tres veces al día. Cuando podía, mandaba a comprar un par de pollos asados al supermercado Montserrat de Vicuña Mackenna para regalonearlos. Tampoco era raro ver a algunos de ellos recostados en los sillones de su oficina. Si uno se perdía, de inmediato había que ir a buscarlo.
—Eso fue por años —recuerda Alberto Luengo—. Se moría uno y llegaba otro: siempre tenía cinco, siete perros. Y todo el mundo le echaba la talla: me acuerdo de las reuniones entre los directores de los medios de Copesa…, todas partían preguntándole por los perros a Diozel.
Un día, de hecho, un gerente se acercó al director de La Cuarta y le comentó que el paisaje daba mala impresión, que estaba todo sucio y lleno de pelos. Le ofreció construir un canil, pero con reja, para que sus mascotas no estuvieran ahí encima.
—No, no, no. A mis perros no me los toquen —se mantuvo firme Diozel.
Ese vínculo tan fuerte era prácticamente una extensión de su vida privada: en la parcela de Peñalolén donde vivía, el director cuidaba a otra veintena de perros y ocho gatos. Todos, animales “vagabundos”. A todos los esterilizaba. Sus gatos, con los que más compartía, gozaban de una habitación especial. Ellos lo ayudaron, en parte, a combatir su pena más grande: en el perfil que realizó Andrea Lagos (2006), Diozel le confesó que su hijo mayor, Marcelo, se había suicidado cinco años antes. Nunca se enteró de la tristeza que lo acompañaba.
En 2012, Lagos contaría que, tiempo después de su entrevista, coincidió con Diozel en una fiesta realizada en el Hotel Hyatt. Allí, el director le explicó que pese al dolor tras la pérdida, había conseguido estar contento. “Que sus perros y sus gatos lo hacían inmensamente feliz”.
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De ese martes 13 de noviembre de 1984 hasta inicios de 2009, cuando le cedió su lugar a Orlando Escárate, Diozel Pérez fue el director del diario La Cuarta. Pese a que reconocía sentirse cansado desde hace un tiempo, solo los problemas de salud fueron capaces de sacarlo de su sitial. Tres años más tarde, el domingo 1 de enero de 2012, falleció producto de un infarto. Tenía 79 años.
Se fue dejando un legado tremendo detrás: consolidó un medio que nació como una suerte de experimento editorial para la época y también un estilo, el de “hablar en chileno”. Aunque de seguro es su batería de titulares, muchos a esta altura inmortales, el recuerdo mejor guardado en la memoria colectiva.
Fernando Paulsen lo define con una anécdota:
—Diozel tenía una respetabilidad en Copesa en torno a lo que era la historia, a su capacidad creativa. Y siempre te ayudaba con pistas: ‘¿No hai pensado en esta cosa...?’. O me acuerdo que una vez me dijo: ‘De repente necesitaríai un columnista más juguetón, Fernando’. Y ahí traje a Bonvallet. Yo le pregunté qué le parecía... y me dijo: ‘mira, tenís dos o tres gallos súper cototos, a Carcuro..., gallos bien serios en deportes. Tráete uno que descomprima un poco, me parece que Bonvallet es fantástico’. Y así Bonvallet me hizo una columna cada dos días durante todo el Mundial de Francia 98 para La Tercera.
—Era de un humor rápido, ingenioso, brillante muchas veces. Y ese era un tiempo en el que había una generación de periodistas que, junto con informar, su pasión era entretener a la gente. Entonces, hay que mirar todos los excesos o todas las críticas que uno le pueda hacer, de echar la talla y su lenguaje, con los contenidos que se usaban en ese tiempo —señala por su parte Alberto Luengo—. Estoy seguro que hoy día Diozel hubiera encontrado otras vetas de humor, que fueran menos agresivas. Porque si uno lo mira con los ojos de hoy, hubo muchos titulares que no se podrían publicar.
Y concluye:
—Fue un buen hijo de su tiempo.