La Casa Tudor de República no siempre fue el deteriorado inmueble que aterra a los vecinos del sector. Sus inicios en los '20 fueron de mucho lujo, pero varios asesinatos durante la dictadura generaron en esta una fuerte carga espiritual.
Era invierno cuando a Walter le dijeron que esa noche no debería trabajar de guardia en el lugar de costumbre. Su supervisor le indicó que, en esa ocasión, debía cubrir la custodia de un inmueble sin habitantes.
Portando su linterna y un termo lleno de café, se dirigió a calle República. Su misión era cuidar, desde las 20 horas y hasta la madrugada, una antigua casona, donde las abundantes raíces y lo descascarado de la pintura, daban cuenta de un largo abandono. Además, durante los últimos años, varios ocupas habían hecho destrozos que nunca pudieron arreglarse.
Pero la historia de la casa Tudor había comenzado mucho antes. En 1923 fue creada como un hogar para estudiantes de la Universidad de Chile. Tres pisos y subterráneos que acogían a quienes llegaban a estudiar a Santiago.
Era un sitio normal hasta que llegó 1973. El golpe hizo que el gobierno de facto se apropiara de la casona. Con los militares, llegaron la tortura y el dolor al lugar.
Los organismos de inteligencia tomaron la casa como centro de operaciones. Los gendarmes custodiaban cada paso que se daba en el lugar, incluyendo a Walter, quien trabajó como cocinero en la casona durante la dictadura.
Años después, cuando se paró frente al inmueble, esta vez como guardia de seguridad, los recuerdos comenzaron a rondar su cabeza. Nunca vio nada, pero sabía lo que había pasado ahí.
La tortura, el dolor, las muertes en el subterráneo. Cuerpos acribillados, algunos de los cuales nunca más aparecieron. Con todos esos fantasmas del pasado, Walter debía enfrentarse armado solamente con su linterna.
Recorrió el sitio y sintió un ambiente extraño. El aire era pesado... se sentía observado. Sin embargo, decidió no prestarle mayor importancia y continuó su primera ronda con decisión.
Conocía de memoria la historia de la casa, por eso no le sorprendió al otro día cuando una colega le comentó por qué abandonó el trabajo que tenía ahí. Fantasmas, ruidos, gritos y espíritus que habitaban por toda la casa terminaron sacando a la trabajadora.
Walter sólo escuchó con atención y se marchó. Creía que todo lo que la mujer decía era cierto. Durante el tiempo que estuvo abandonado, el inmueble también se utilizó para el culto al Señor de las Tinieblas. En sus paredes se pueden ver dibujos de cruces invertidas y el número 666 repartido por diferentes lugares.
Los fantasmas no atormentaban a Walter. Ya había vivido lo peor en carne propia. Sabía que las almas que deambulaban en el sector buscaban comunicarse con el exterior y, quizás, él podía ser el puente.
En una salita de la casa se sentaba cada noche a escuchar la sinfonía de gritos que lo iba a visitar. Asegura que nunca le hicieron daño, pero en el barrio la gente lo miraba con recelo. Todos sabían que él era el vigilante de esa mole de concreto llena de actividad paranormal.
Por las noches corren por las escaleras, se prenden televisores, todo es muy extraño en su entorno. Walter no sufrió, pero si un compañero que recibió un objeto contundente de lleno en su rostro. Ese mismo día su colega abandonó la casona.
En la actualidad el lugar sigue abandonado. Walter, resguardado sólo por su linterna, continúa vigilando que nadie entre al sitio. Sabe que ninguna noche está solo, ya que las almas que busca la paz lo protegen… o eso quiere creer.