Llegué al Liceo Espíritu Santo de San Joaquín, en 8° Básico. Todos los estudiantes, veníamos de familias muy humildes. Sabíamos que en el primer recreo, si llevabas un "pan pelado", podías hacer la fila para recibir una rodaja de queso. "Afortunado aquel que tuviera un pan, entonces" -reflexionaba- en silencio. El que ni siquiera tenía para un pan, aguantaba el hambre.
Nunca me olvidé de ese colegio, ni al profesor Tatter. Inspiraba tal nivel de respeto, que tan solo el sonido de sus pasos ya "asustaban". Lo oías acercarse por el pasillo y todo se ordenaba. Todos, en la sala, guardábamos silencio. Era tan estricto que nadie estaba dispuesto a averiguar qué pasaría si -algún día- algo lo sacaba de quicio.
Ya de grande, recibí -cierto día- la invitación a celebrar los 50 años del colegio. Allí estaba, el profesor Tatter. Me alegré mucho de verlo y sentí el impulso de decirle: "Profesor, hoy me atrevo a confesarle que nosotros le teníamos miedo". Él sonrió con pena y vergüenza. Confesó que las cosas han cambiado. Ahora tiene miedo, porque los alumnos de hoy saben poco y nada de respeto. Lo decía con vergüenza. Lo sentí casi humillado. Y yo, sentí una profunda pena.
Terminé mi cuarto medio en el Liceo de Niñas Gabriela Mistral de La Serena. Cierto día, la siempre seria y estricta profesora de Educación Cívica preguntó en la sala: ¿Alguien sabe qué es el IPC? Nadie respondió. Vino un largo y vergonzoso silencio. Tuve suerte: justo, pocos días antes mientras leía un diario con mi papá, le pregunté: ¿Qué es el IPC? Cómo se calcula? Y él se dio el tiempo de explicarme con detalles. Así que esa mañana, cuando la profesora ya nos miraba con indignación y pena y nos repetía ¿De verdad, nadie sabe?... Apenas levanté la mano para evitar el reto. Y dije con voz baja: "Índice de Precios al Consumidor". ¿Sabe usted cómo se calcula?, siguió ella. Y escuchó atentamente mi respuesta.
Lo que vino después lo grabé para siempre. Nos dijo: se puede nacer pobre, pero el único camino para salir de esa pobreza está dentro de nuestra cabeza. Así se abren las oportunidades y podemos cambiar nuestra propia historia. La pobreza no es una condena, es un desafío del que puedes salir usando tu impulso y tu cabeza. No me salió el habla en toda la mañana y no le conté a nadie este episodio -en mucho tiempo- de la pura pena.
En otros lugares del mundo, estudiar en un colegio público es "un lujo". En el Chile de hoy, es más bien una condena. Y eso salieron a denunciar miles de jóvenes en la llamada "Revolución Pingüina". En esa época sentí profundo orgullo de su impulso. Yo fui una afortunada: estudié en colegios con números, pero me regalaban queso y tuve grandes lujos: como esa inolvidable profesora de Educación Cívica. Por eso, no perdono que los maestros de hoy entren a clases con miedo, que algunos estudiantes sientan que pueden rociar con bencina a sus profesores y ocultarse -de manera cobarde- con capuchas y overoles para quemar y destruir sus propias escuelas. Y tampoco entiendo cómo algún padre o madre defienda o justifique la violencia. ¿Agredir o destruir es gratis?, me pregunto.
El Congreso tendrá que debatir si está bien o mal expulsar a un alumno que ataca a sus profesores y a su propio colegio. ¿Puede ese estudiante que roció con bencina a su profesor, volver a sentarse en la sala de clases con total desparpajo? ¿Qué mundo sería ese? Felicito a los estudiantes que salieron a exigir mejor educación porque es un derecho. Pero confieso que me avergüenzo de aquellos que -con cobardía- lanzan piedras y esconden la cabeza.