A las dos de la tarde del viernes llamé a un vocero de Villa Olímpica para decirle que quería dormir junto a las personas que aún pernoctan en carpas tras el terremoto. La propuesta fue aceptada y llegué en la noche al patio interior de los blocks70, 71 y 72, declarados inhabitables.
Dormir en carpa es una experiencia que sólo los montañistas, los scouts y los amantes de la Pachamama experimentan. El olor a bosque, sentir la helada y punzante agua de los ríos e ir al baño en una letrina creada por una misma, son cosas que debes soportar por estar en contacto con la naturaleza.
Viví así una mísera noche en una plaza de Villa Olímpica, donde los niños se columpian y los perros reparten sus pulgas y sus desechos.
Llegué a las 9 con mi saco de dormir e inicié la conversa con los dientes tiritones. El café que me dieron se enfrió al ratito y sirvió sólo para tirar la talla y embaucar mi vejiga, que no quería evacuar en ese cochinón baño químico que tenía que usar.
El arroz con carne vegetal, huevo y palta (banquete preparado en la improvisada cocina de la familia Becker), me dejó panzona. Me contaron lo difícil que es la experiencia de pasar de un departamento en el que 8 personas ya estaban apretadas, a vivir bajo tres carpas y un toldo.
Temperé mis manos en el brasero de Silvia, madre de dos niños de 6 y 4 años que se acuestan tempranito para no enfermarse como una de sus vecinas, especialmente en la noche más fría del otoño.
Dormí en la carpa que Miguel Ángel (34) me prestó. Como creo ser chora, dije "Listo, buenas noches. Ahora quedaré lona". Jamás pasó.
Fumé unos cigarrillos mientras se oía un carrete con reggaetón a lo lejos y unos lolos pasándolo malito. Sólo concilié el sueño cerca de dos horas después.
La luz de la plaza, la cara congelada, el juguito de la nariz que sale con el frío y uno que otro castañeteo de dientes confirmaron que no podría dormir muy bien y que acostarse con ropa y zapatillas era la mejor opción para capear el frío.
Dormí enterrada entre el saco y el inmenso plumón que Miguel Ángel me pasó sabia y generosamente.
Al rato desperté. Algo peludo se trepaba sigilosamente sobre mí. Alumbré automáticamente con el celular y vi lo qué era: Un pobre cachupín que entró a mendigar algo de calor humano.
Me sentí acompañada y algo feliz. Pensé en cómo lo hacen las mamás para superar el miedo cada vez que sienten pisadas en la plaza.
A las cuatro de la madrugada volví a dormir. El "Vaquita", mi amigo peludo, se quedó a los pies y lo engrupí para que hiciera de guardia.
Desperté a las 8, molida, ventilé el saco y me lavé la cara en un tambor con llave, para no andar tan rancia. La ducha que instaló la muni ya no está. Unos dicen que la sacaron porque un vecino reclamó y otros, que terminó el contrato con la empresa que entregaba el servicio.
Tomé desayuno con los Becker, pan con palta y café. Con la vejiga repleta miré el baño químico pero le hice el quite.
Me despedí de mis anfitriones y volví caminando al diario pop pensando. ¿Cómo lo harán ellos todos los días? ¿Cómo evitan ir hediondos a la pega? ¿Cómo luchan con las pulgas de la plaza que dejan los perritos?
Entendí que una cosa es enfrentar la Pachamama como panorama y otra es pasar frío, despertar molido y rancio, por vivir obligado en una carpa.