Mi "por favorcito, que no sea él, que no sea él", no sirvió. Francisco, un amigo, me había invitado a una obra de teatro. Nunca dijo que era el estreno, menos que nos encontraríamos con conocidos.
Estábamos en el cóctel, cuando vi a "pequeño Juan", un compañerito de cama de mi época universitaria. Por más que me escondí, digamos que no estoy en mi mejor minuto, me reconoció. Al ¡¡¡Clariiiiita!!! Le siguió un "¿estás muy apurada?". Ni tonta ni perezosa, solté un "no", seguido de "¿vamos a Las Lanzas?".
Ahí lo vi por primera vez. A mediados de los '90, aunque estaba partiendo en las teleseries, ya era famosillo. Hacía mi práctica en una revista y mientras lo entrevistaba por teléfono -de los fijos, aún no se masificaban los celulares-, empezamos a coquetear; quedamos esa misma tarde.
Si ahora nunca sé con qué cubrir mi cuerpecito, hace 25 años me vestía con lo primero que encontraba. Le di mis señas: baja, jardinera de jeans y trenzas. Tenía el pelo hasta los hombros, pero no había alcanzado a lavarlo, me había quedado dormida -ni la Rock and Pop lograba sacarme de las sábanas-, por lo que la solución fue trenzarlo.
Lo primero que pensé al verlo fue "¡que alto es!" (1,90 vs. 1,58). Piscola en mano y como un parroquiano más, conversaba con todos. Decidí que no era el momento de conocerlo, andaba desastrosa. Traté de salir del bar sin ser vista, pero era el único ser con dos trenzas. Parece que mi cara de pobrecita, siempre convence.
Mientras pensaba que sería la envidia de mis amigas, ingresé a un living donde había un altar; tal cual, con velas que iluminaban a la virgen de Guadalupe.
Otra curiosidad es que "pequeño Juan", lo bauticé así porque era una pitufina al lado de él, llevaba un pañuelo rojo en el cuello. Cuando dijo que era para proteger las cuerdas vocales, estallé en risas, pero como si fuera una colegiala desordenada, me agarró de las trenzas y no me soltó más. Pañuelo y todo, me pegué a su cuerpo -me encanta dormir abrazada. Al día siguiente partió al alba a grabar, pero media dormida escuché un "te dejé llaves en la entrada". Me sentí divina de muerte, no sólo la noche había estado perfecta, si no que podría repetir.
Busqué algo para comer, pero no había mucho... su refrigerador estaba tan vacío como el mío, a cambio un tesoro: una libreta de teléfonos. No pude evitarlo, cual Mata Hari copié todos los números, eran de potenciales entrevistados. Por la noche regresé y así estuve un tiempo, entraba y salía, como siempre, sin compromiso.
Esa noche, en Las Lanzas, cuando le recordé el pañuelo rojo, soltó una carcajada. Y al igual que la primera vez, apuramos las copas, cogimos un taxi y mientras llegábamos a su departamento, me hice dos trenzas.