Polvorientas calles guardan los vestigios de un apogeo minero que fue motor de Chile durante años. En medio de todo eso, Chuquicamata se fue quedando sola. Todos se fueron, excepto un pequeño niño, el mismo que sigue recibiendo a los visitantes en las ruinas del pueblo que aún es un lugar cargado espiritualmente.
El Hospital Roy H. Glover fue la cuna de cientos de nortinos durante sus 41 años de funcionamiento. Para algunos, uno de los recintos médicos más importantes a nivel latinoamericano, pero entre su arquitectura única, paredes de sulfato de cobre e incluso una réplica de la Torre Eiffel, un chico fue abandonado a su suerte.
Sebastián no corrió la misma fortuna que los niños del lugar. Nació en Chuquicamata, pero su madre lo abandonó tras el parto. La razón, una dolorosa enfermedad que hacía casi imposible que el chico llegara a adulto.
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Entre las lágrimas derramadas todos los días por la falta de amor, fueron los mismos funcionarios del hospital quienes comenzaron a brindarle afecto al infante. Se repartían en turnos para cumplir con las necesidades del niño que encontró en los trabajadores un consuelo al abandono.
Murió a los 6 años
Pero no todo pudo ser feliz. Lentamente la enfermedad de Sebastián lo iba desgastando, acabando con su vida. La luz del niño se apagó definitivamente a los seis años. Los numerosos intentos por salvarle la vida fueron en vano, pero Seba dejó a sus queridos amigos sólo físicamente, porque su alma continuó jugando como un pequeño por todo el recinto.
Meses después de su muerte comenzaron los primeros rumores que hablaban de un niño juguetón por las inmediaciones del edificio. Sebastián se asomaba por los diferentes pisos gritando y saltando. Nunca hacía daño, sólo se dedicaba a pasarla bien, disfrutar su infancia que fue truncada por la vida.
Esa misma que en 2001 le arrebató todo lo que tenía. Vivir en Chuquicamata ya era imposible debido a la alta contaminación en el aire, por lo que todos debieron irse del lugar, menos uno. Sebastián se quedó solo en el inmenso yacimiento que era derrumbado y tapado para dejar atrás lo que había sido la historia minera de la Región de Antofagasta.
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El alma del niño se sintió vacía, solitaria, llena de pena. Ya nadie lo iba a ver ni sentir. Igual como fue dejado al nacer. Sebastián se quedaría vagando para encontrar una ventana que lo devolviera al mundo de los muertos y tuviera su descanso eterno.
En las ventanas
Aunque como todo niño travieso esa idea no le gustó. Pese al cierre de Chuqui su espectro continuó en el hospital. Aunque claro, ahora no saltaba por los paballones, si no que se asomaba por las pocas ventanas del recinto que aún se mantiene en pie para saludar a los camioneros que iban a las labores de extracción y que, claro, causaba susto entre los choferes.
Que el campamento minero no existiera no era motivo para que el niño dejara el lugar. Así fue apareciendo de forma más frecuente. Durante la demolición del hospital, trabajadores de la constructora debieron soportar las bromas de un risueño Sebastián, quien prendía las luces de las habitaciones, abría y cerraba las puertas cuando él quería, y se daba maña de jugar con los ascensores generando desconcierto entre los que trabajaban en la obra.
Todos fueron conociendo detalles de la vida del niño, que se convirtió en un símbolo del lugar. Pese a nacer solo, nunca faltó alguien a quien molestar.
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Cuando el hospital fue tumbado para fundirse entre piedras y tierra, el recuerdo de Sebastián quedó en todos quienes fueron parte de la comunidad de Chuquicamata. Un niño que mientras vivió no pudo ser feliz, pero con la muerte encontró y pudo hacer todo lo que la vida le privó.
Ahora sigue solitario, quizás con otras almas en pena que cuidan a su querido pueblo, apareciendo por las noches para darles compañía a los mineros y hacer que la gente no olvide lo que vivió ahí. Es el Seba, el vigilante perpetuo de Chuqui.