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La mañana partió  de maravillas. A las diez me saqué el Holter para la presión arterial, que es un aparato que cada 15 minutos te estruja y asfixia el brazo, y me creía capaz de cualquier cosa.

Total, dormir con un pitito toda la noche te hace aceptar cualquiera idea que se le ocurra a mi jefecito, ito, ito...

Y ahí estaba, a las 12 en punto, afuera del Club de Planeadores de Vitacura para subirme por primera vez a un planeador, que en palabras simples es un aerodino, de notable superficie alar y que sin más ayuda que los movimientos de las masas de aire en la atmósfera puede volar.

O sea, es un avión sin motor que necesita un remolcador, que es otra avioneta, que te tira pa' tomar altura. Y ahí a uno lo llevan como si fuera un caballo de carga.

Como la gracia era vivir la experiencia para cachar cómo lo hacen los caperuzos que, por ejemplo, van a competir este fin de semana en la sexta fecha del Grand Prix Mundial de Planeadores, me metí a una clase instructiva.

Sentada, la gente hablaba de nudos, vientos libres de obstáculos y unos mapas que parecían en chino. Lo único que aprendí es que tengo déficit atencional. Me salvó que justo llegó Rodrigo Lavanderos, gerente comercial y de marketing del Club, mi piloto.

Con mis súper lentes a lo Top Gun, pa' no ser menos, llegué a mi pequeño avioncito que tiene 20 metros en las alas.

Me senté al interior y parecía de esos autos de carrera de la fórmula 1, con un joystick tipo Atari al medio, radio y un botón rojo de emergencia por si las moscas.

Ahí, me explicó que se necesitan mínimo 60 vuelos de práctica, un peso inferior de 100 kilos y no medir más de un metro noventa.

"Una persona que aprende a andar en estos planeadores puede volar cualquier cosa", me dice mi piloto designado antes de partir a recorrer el cerro Manquehue y sus alrededores a 700 metros de altura. Me puse el cinturón de seguridad y partimos. Ahí partió mi pesadilla...

Como soy rubia, pensé que iba a andar bien, pero la cosa se movía más que batidora. Daba gracias por haber tomado un desayuno liviano.

Ahí ya no pescaba que me decía que estos planeadores pueden andar a 250 kilómetros por hora y hasta 1.000 kilómetros sin atados.

El paisaje era súper bonito; lástima que lo único que miraba era la bolsa de plástico que tenía agarrada con fuerza con mis dos manos. Siempre digna.

Al rato caché que había una pequeña ventana dónde podía sacar la mano y echarme el fresco. ¡Mi salvación!

Los veinte minutos se me hicieron eternos y caché que lo mío son los patitos de Fantasilandia.

Mi cara pasó de rosado, a amarillo y terminó pálida. Cachando mi paupérrimo estado de salud, el piloto me dijo que era ultra normal marearse. Que la mejor hora para los inexpertos eran las nueve de la mañana y las veinte horas.

Descendió por fin y aprendí que los cielos no son lo mío. Yo soy más bien ascendente en Virgo, más bien terrenal.

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