"La desgracia puede debilitar la confianza, pero no debe quebrantar la convicción".
Nuevamente el incesante ruidillo del despertador anunciaba el inicio de la jornada. Se levantó y caminó hacia el baño, se miró en el espejo y no le gustó lo que vio: el rostro cansado y ya viejo para enfrentar esta vida. A punto de jubilarse y sentado en su cama, piensa que su vida está llegando casi al fin. Los días eran desiertos, sin compromisos ni ocupaciones.
Atrás quedaba el tiempo de gloria, de hinchadas vitoreando su nombre, de viajes y concentraciones, de luchar cada partido como si fuera el último. Aún recordaba su gol final en el profesionalismo, la última vez que fue feliz. Ya habían pasado cuarenta años.
Ese día un sobrino lo fue a buscar y, mientras preparaba su bolso, encendió la TV y lo esperó. En un rincón había un mueble repleto de trofeos y fotografías. El viejo Amadeo debía cumplir su destino, sus hijos ya en edad madura y sin poder atender sus achaques, habían decidido internarlo en un hogar de ancianos, pues su compañera de vida y madre de los muchachos había marchado prematuramente.
Ya sin ella, sin sus hijos y sin volver a pisar una cancha, no había mucho por qué seguir. Sufrir era pérdida de tiempo. Subió al auto de su sobrino y en el camino hablaba de las cosas más extravagantes, con un irreprimible deseo de vivirlas de nuevo o con el dolor que le proporcionaba la evidencia de que no pasarían.
Con tristeza, un frío abrazo lo separó de su sobrino. Luego de registrarse dejó sus pertenencias en la habitación y cargo con él una pequeña caja negra, su celular, se puso su cadena de oro con una bala calibre 38 que colgaba desde hace veinte años y se dirigió al patio a través de un pasillo repleto de ancianos, inmersos en sus mundos de recuerdos y sueños incumplidos.
Un perro lo siguió a corta distancia durante un trecho, divisó una mesa con una silla al fondo del terreno, se sentó, dejó la caja encima de la mesa posando el celular a su lado. Un impulso, más que un pensamiento, rondaba en su cabeza. Quería estar solo. Todavía el aliento del público resonaba en sus oídos.
Se despidió de sus hijos con una emotiva nota en el celular, luego abrió la caja negra, sacó el pequeño revólver, desprendió la bala que cargaba en su cadena de oro, la puso en una de las bóvedas, cerró la nuez y pensó que eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable.
Es la vida del hombre que no sabe qué pasará un minuto después ni tiene el menor interés en averiguarlo. Luego imaginó que su "Cocó" debía estar extrañándolo mucho y que en la selección del paraíso haría falta un lateral derecho. Tal vez por eso cerró los ojos y jaló del gatillo.