La Cuarta estuvo en el velorio que se le realizó al genio del fútbol mundial en la Casa Rosada, donde la pasión por despedir al ídolo provocó incidentes.
Gente montada sobre la estatua de un jinete a caballo. La bandera nacional ondeando de fondo. La gente revolucionada, ocupando cada rincón del espacio público. No, no estamos en Plaza Italia. De hecho, ni siquiera estamos en Chile, aunque lo que nos reúne a todos los que sorteamos el duro sol bonaerense, traspasa toda frontera.
Diego Armando Maradona ha muerto. Hace tiempo que la muerte rondaba cerca del astro argentino y muchos ya habían pronosticado que le quedaban pocos días. Pero, de todas maneras, escuchar la voz nasal del periodista de C5N dando la primicia, fue como un golpe.
Hasta hace nada, "El Diego", como le dicen los argentinos, había sido homenajeado a unas cuadras de mi casa, en el estadio de Gimnasia y Esgrima de La Plata. Los hinchas triperos habían coreado su nombre a todo pulmón y el eco había retumbado en cada rincón de la ciudad. El ídolo fue homenajeado en vida.
Tal fervor popular llevaba a que uno se preguntase cómo sería su despedida, el día que le tocase irse de este mundo. Por tanto, el anuncio televisivo sólo liberó una pregunta que estaba contenida y reprimida en el inconsciente de los amantes del fútbol.
Personalmente, me tocó pasar meses de cuarentena encerrado en mi departamento en el centro de La Plata. Cada noche, a las nueve en punto, mis vecinos se asomaban a sus balcones y aplaudían fervorosamente en honor a los médicos que luchaban contra el Covid. Pero, los gritos de agradecimiento y la ovación multitudinaria que se sintieron la noche del 25 de noviembre, día en que Maradona falleció, superaron toda medida anterior. La Plata, de pronto, se transformó en un gran estadio, donde un Diego omnipresente era homenajeado hasta el delirio. Eran las diez de la noche y la aclamación duró diez minutos. Todo muy simbólico, todo en honor al "Diez".
Con la sensación de estar viviendo un hecho histórico, me levanté al día siguiente. Estaba decidido: iría a la Casa Rosada, lugar en que se realizaba un multitudinario adiós al ídolo del fútbol mundial. En el camino en bus, me topé con varias banderas albicelestes ondeando al borde de la carretera y las luminarias que normalmente indican la distancia con Buenos Aires habían cambiado su propósito a un común "gracias Diego, 1960-2020".
Luego de sortear múltiples controles por el tema de la pandemia, llegué hasta el centro de la capital argentina. Caminando por Paseo Colón, una calle que pasa por atrás del palacio de gobierno che, sentí que entraba a una gran iglesia, repleta de colores trasandinos y de coros que lloraban al querido ex jugador.
La cola para entrar a ver su féretro era kilométrica. Agolpados a pleno sol, miles de hinchas no se rendían en su intención de darle un último adiós a esta especie de Dios del pueblo, que de una mano milagrosa vengó a los muertos en la Guerra de Las Malvinas.
Se pasaba el rato cantando y saltando. Avenida de Mayo, calle que da de frente con el palacio de gobierno argento, era un gran tablón. No importaba la edad. Niños pequeños y abuelitos daban pequeños saltitos para no ser británicos (el cántico era "el que no salta es un inglés"). Tampoco importaba la camiseta. Hinchas de River, Boca, Gimnasia e, incluso, Aldosivi, formaban un arcoiris de múltiples colores en el puerto principal de la nación tanguera. Por último, las caras que más acompañaron la de "Maradó" fueron las de Perón y Evita. Su cercanía con el peronismo y las causas populares hicieron del Diego, también, una figura política. No por nada el grito más replicado entre los asistentes era uno dedicado a la mamá del ex presidente Mauricio Macri.
La fila se cortaba en la avenida principal, 9 de julio. Allí, los policías formaban una muralla que servía de separación entre una marea que hacía presión por sumarse a la cola y aquellos que ya tenían asegurado su paso al lugar del velorio. Pese a la exaltación, el responso fúnebre constaba solamente de un pasillo desde el cual se podía apreciar, desde una distancia de alrededor de tres metros, el ataúd embanderado donde reposaba Maradona.
Se notaba que ese sería un punto de conflicto. Cada cierto rato, un lumazo se hacía sentir sobre el muslo de algún hincha que trataba de colarse a la fuerza. Y de hecho, fue en ese lugar donde, alrededor de las 14.15, la cosa se descontroló. La policía dispersó con balines de goma y gases lacrimógenos y se desató una avalancha de gente que rompió las vallas papales y estuvo a punto de provocar que los que estaban primeros en la fila entrasen a la fuerza a la Casa Rosada.
Este hecho terminaría generando un quiebre en la jornada. De ahí en adelante, los ánimos se caldearon.
De hecho, ya se había propuesto desde el gobierno alargar la hora del velorio hasta las siete de la tarde, pero los constantes altercados terminaron propiciando que finalmente se revocara esta decisión, por lo que antes de las cuatro las rejas del palacio de gobierno se cerraron definitivamente.
La carroza fúnebre entró pisteando como campeón al frontis de la Plaza de Mayo. Se llevó el cuerpo tan rápido que los que esperaban impacientes ver el ataúd del "Diez" no tuvieron ni el tiempo de situarse en las calles aledañas a gritarle su adiós a "D10s". Dribleando gente, el carro con Maradona se perdió en el horizonte, mientras los autos de hinchas detonaban sus bocinas. En el cementerio Bella Vista, junto a Doña Tota y Don Diego, el "Pelusa" ahora descansa en paz.