Hacia fines de la década de los ochenta, acostumbrado a tener a su alcance todo lo que se proponía, Pablo Escobar Gaviria vio el fútbol como un elemento aglutinador y clave para concretar sus ideas. Entonces, invirtió. Financió al mejor plantel en la historia del Atlético Nacional de Medellín y fue campeón de Copa Libertadores. Para ello, sin embargo, recurrió a todo. Incluso, a los sobornos y al terror.
Juan José Hoyos, escritor y periodista colombiano, entonces miembro del periódico local El Tiempo, en enero de 1983 se pasó un fin de semana entero conociendo a Pablo Escobar Gaviria. El Patrón del mal, como lo apodaron con el tiempo, se había dado a conocer apenas un año antes, cuando su nombre asomó —controversias incluidas al interior del Nuevo Liberalismo— como parte de los aspirantes al Congreso por el Partido Liberal. A esas alturas ya parecía no tener techo: Nápoles, una de sus cuatro haciendas, su “niña mimada”, finca donde recibió al periodista y otros tantos, bastaba para entenderlo. Allí, describió Hoyos, reposaba un zoológico, ganado, aviones, un helicóptero y una larga y costosa colección de vehículos antiguos, que Escobar fue adquiriendo a lo largo de su vida. Pero probablemente lo que más fascinó al periodista no fue eso, como tampoco la facilidad que tenía para contar cómo hacía para contrabandear cocaína a los Estados Unidos, ni las cosas que todavía no se podían publicar en ningún lado. Sino su aparente capacidad para conseguir todo lo que se proponía.
En Nápoles, cuenta Hoyos al inicio de su relato, en cuestión de segundos centenares de aves blancas les brindaron un espectáculo maravilloso, recogiéndose para dormir sobre las ramas de los árboles que ofrecía el paisaje. Entonces, Pablo Escobar intervino, en sus palabras, “como si fuera el mismo dios”:
—A usted le puede parecer muy fácil… No se imagina lo verraco que fue subir esos animales todos los días hasta los árboles para que se acostumbraran a dormir así. Necesité más de cien trabajadores para hacer eso… Nos demoramos varias semanas.
Ese era Pablo Escobar Gaviria, en resumen. Un capo sin límites de poder, que un año más tarde, por ejemplo, se convirtió en el objetivo de Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia colombiano, que se había juramentado acabar con el narcotráfico, y por cierto sabía, para lograrlo él era la respuesta. El 30 de abril de 1984, sin embargo, Lara Bonilla fue acribillado por uno de los hombres de Escobar. Montado en una Yamaha roja, el sujeto atravesó los vidrios del auto que trasladaba a la autoridad. Y también su cuerpo. Acaso desde entonces, Escobar completó su transformación como el hombre ancla de Medellín, amado y odiado en partes iguales; sin dudas, el más temido. A fin de cuentas, había acabado con su enemigo público número uno. Una declaración.
Vaya a saber uno el momento exacto, si fue por iniciativa propia o por escuchar algún consejo cercano, pero por entonces Escobar entendió que algo debía hacer para conseguir más adeptos y ser finalmente percibido como el gran benefactor que creía ser. Por eso miró al fútbol. Se convenció que el deporte rey era el vehículo indicado para acercarlo al resto. Dicen, para ello se inspiró en dos casos: el de la familia Dávila Armenta, reyes de la marihuana, que en 1979 salvaron de la quiebra al Unión Magdalena de Santa Marta; y lo que había hecho al frente de Independiente Santa Fe Fernando Carrillo, considerado el dueño de la droga en la capital.
En efecto, al poco andar Pablo Escobar Gaviria apostó por el cuadro más grande de la ciudad, el Atlético Nacional. Se contactó con la familia Botero Moreno para financiar el club y se decidió a cambiar su historia. Novela de lo imposible: El Patrón era hincha del cuadro archirrival, Independiente Medellín, donde también invirtió, pero sabía que Nacional era la clave. Claro, su idea era pelearle la supremacía a los equipos de Cali, en manos de los hermanos Rodríguez Orejuela. De 1982 a 1987 el América de Cali sumó cinco ligas locales en fila y llegó a tres finales de Copa Libertadores. Vistieron su camiseta jugadores de la talla de Julio César Falcioni, Ricardo “El Tigre” Gareca y el paraguayo Roberto Cabañas.
Se propuso conseguirlo, eso sí, a su manera: con jugadores del medio local. Así las cosas, en 1988 se cortó la racha del América. Primero fue Millonarios, adquirido por uno de sus hombres de confianza, Gonzalo Rodríguez Gacha, y una temporada más tarde, en 1989, fue su turno. Ese año, su Atlético Nacional levantó la Copa Libertadores de América, certamen que ningún equipo colombiano había inscrito en su palmarés. Claro, el plantel era una especie de selección: Albeiro “Palomo” Usuriaga, John Jairo Trellez, Leonel Álvarez, Luis Perea y René Higuita, entre otros ilustres, dirigidos por Francisco Pacho Maturana. La base de un combinado que unos años después, de camino a Estados Unidos 1994, contaría su propia historia.
El problema de esta historia es que, cuando no hubo respuesta en la cancha, Escobar y sus hombres no dudaron en echar mano a los arreglos arbitrales. O simplemente a las amenazas. Los primeros días de noviembre de 1988, Armando Pérez Hoyos, juez Fifa colombiano, fue secuestrado por cerca de 20 horas en Medellín. El mensaje era claro. Para él y para sus colegas: el que no pitaba como ellos esperaban, firmaría en ese instante su certificado de defunción. Como le pasó a Álvaro Ortega, juez del compromiso que disputaron Independiente Medellín y América de Cali. Durante el trámite, Ortega anuló el tanto que le daba el empate al DIM, de modo que los de Cali se impusieron por 3 a 2. Media hora más tarde lo mataron.
En la Copa Libertadores de 1989, le tocó a la terna argentina que componían Carlos Espósito, Juan Bava y Abel Gnecco. En la previa del encuentro de vuelta que jugarían el Atlético Nacional y Danubio por la etapa de semifinales, John Jairo Velázquez, el mismísimo Popeye, probablemente el sicario más famoso de Escobar, se presentó ante ellos en el hotel:
—Traía un maletín —reveló años después Espósito—. Lo abrió y dijo “acá hay 250 mil dólares. Llévenselo, tranquilos, van a salir de Colombia sin problemas”. Antes de eso nos habían roto todos los teléfonos. Les respondimos que habíamos ido a trabajar como corresponde. Cerró el maletín y nos dijo: “La vida de ustedes acá no vale nada. Y en Buenos Aires nos puede costar 1.000 dólares por cada uno”.
Nacional se impuso 6 a 0 y avanzó a la final, instancia donde midió fuerzas ante Olimpia de Paraguay. La “O” se impuso en la ida por 2 a 0 con cierta holgura. Pero Escobar no iba a desaprovechar tal oportunidad, y de nuevo mandó a sus hombres para conversar con los árbitros del duelo decisivo. Los argentinos Juan Carlos Loustau, Francisco Lamolina y Jorge Romero recibieron la noche anterior una incómoda visita en el hotel Tequendama. “Gana Nacional o vuelven en ataúdes a sus casas”, les dijo un emisario, arma en mano, mientras acomodaba un maletín. El cuadro de Medellín venció por idéntico resultado —2 a 0— y en penales fue más efectivo. Así Escobar, aunque con algo de demora, cumplió.
Sin embargo, un año más tarde comenzó la caída del Patrón. Al menos a nivel Conmebol. En la llave de cuartos de final de la Libertadores, ante Vasco Da Gama, Escobar buscó repetir la historia. Tras una paridad sin tantos en la ida, amenazó a la terna uruguaya como había hecho antes con los argentinos. Pero en esta ocasión, luego de obtener la victoria, el árbitro Cardellino denunció con lujo de detalles el infierno que había padecido. El 2 a 0 fue anulado y debieron jugar una vez más, aunque en Santiago. Nacional en esa oportunidad avanzó, pero en semifinales cedió ante Olimpia de Paraguay. Ya no podían recurrir a lo mismo: el equipo había sido sancionado con la localía.
Pronto, su influencia también perdió fuerza en Colombia. El pedido de extradición que llegaba desde Estados Unidos lo tenía entre la espada y la pared, de modo que Escobar, para evitar pasar el resto de sus días en una prisión de máxima seguridad, pactó con el gobierno de turno su entrega. Pero sería bajo sus propias condiciones: en una cárcel que él mismo construyó, que se llamó La Catedral y que, en realidad, de cárcel tenía poco. Adentro tenía todas las comodidades: gimnasio, sauna, cancha de fútbol, habitaciones de lujo, etc., etc… Su llegada a ese sitio se concretó el 19 de junio de 1991.
El resto de la historia es conocida: El Patrón compró su fuga en 1992, asediado por Estados Unidos, y se convirtió en fugitivo. Un año y medio más tarde, el 2 de diciembre de 1993, un día después de haber cumplido 44 años, unos 500 soldados cercaron la casa en Medellín donde se había refugiado, y en medio de la batalla, lo mataron.
Tres disparos acabaron con su vida, y de cierto modo, con una parte del fútbol colombiano.
Esa enorme generación de jugadores —muchos de los cuales jugaron para el Atlético Nacional—, y que para muchos sigue siendo la mejor de su historia, disputó los Mundiales de 1994 y 1998, desplegando un juego vistoso, con victorias inolvidables, como el 5 a 0 a domicilio sobre Argentina. Pero de ahí hubo un retroceso.
Es más, Colombia no volvería a una cita mundialista hasta 2014.