Fue, probablemente, uno de los milagros más grandes de la historia del fútbol. Por sus defectos físicos, nadie lo creía capaz de encarar una carrera deportiva. Un psicólogo de la selección brasileña lo declaró "débil mental", incapaz de integrarse "en el juego colectivo". Respondió como campeón, figura y héroe de las Copas del Mundo de 1958 y 1962. Pero, de un momento a otro, su carrera y su vida se fueron apagando. Las lesiones, el acoso de la prensa y un retiro prematuro lo hundieron en la depresión y el alcoholismo.
Hace apenas siete u ocho meses, entre junio y julio, tal y como suele ocurrir en Chile cuando repasamos el cabezazo que Marcelo Salas le ganó a Fabio Cannavaro en 1998 y en consecuencia el relato de Pedro Carcuro y su "mágica escalera", alguno de los goles del inmortal Leonel en la gesta de 1962 o el maldito "palo de Pinilla" a escasos minutos del pitazo, truncándose así la posibilidad única de eliminar a los dueños de casa en 2014, precisamente Brasil, único pentacampeón, recordó el medio siglo de su Mundial más preciado: el de México '70. Ese que coronó por tercera vez en doce años a la selección de los cinco números diez y transiciones poéticas. Para nuestros padres y abuelos, probablemente, el mejor equipo de la historia. Aunque Pelé, su reliquia, lo objeta: para él, el mejor fue el de 1958, la selección brasileña que inició todo.
Lo que muchos no cuentan es que en ese plantel, el del 58, donde O'Rei brilló y le pintó la cara absolutamente a todos con apenas 17 años, el protagonista no era el "10" sino el "7". Andrés Burgo, periodista argentino autor de varios libros de fútbol y de River Plate, dice en una columna sobre Ariel Ortega —seguro uno de los que heredó el arquetipo del gambeteador arrebatado— que "los números diez serán mejores, sí, pero los siete pueden hacernos más felices". De eso se trataba Mané Garrincha.
Las piernas de Garrincha
Garrincha, que en realidad se llamaba Manuel Francisco dos Santos y que bautizaron como "Garrincha" por el pájaro homónimo, feo, torpe y veloz, nació una buena tarde de 1933, en Río de Janeiro, en el seno de una familia humilde. Tenía otros 15 hermanos y algunos problemas físicos: era "zambo", con los pies torcidos en un ángulo de sesenta grados hacia adentro, y tenía una pierna seis centímetros más corta que la otra. Su columna vertebral, por si no fuera suficiente, estaba torcida: situación que se agravaba por una severa poliomielitis. También sumó una temprana adicción al tabaco y se hablaba de la falta de calcio en sus huesos.
Nada de eso impidió que se dedicara al fútbol: primero en los potreros, sin ninguna ambición de competir profesionalmente, y luego sí, defendiendo las camisetas del Botafogo —donde es considerado acaso un héroe irrepetible— y de la selección. Incluso, bien se podría decir que le sacó partido a sus anomalías: desarrolló una precisión quirúrgica para el regate, impropia para la época. "Patentó", de hecho, la gambeta. Siempre confinado a la banda, apilaba rivales, amague para un lado, salida para el otro, despegue y cinturas rotas.
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El crack brasileño rompiéndola en Chile '62.[/caption]
Tampoco es que le fuera sencillo. Tras jugar en algunos equipos menores, escenario que entonces compaginaba con su trabajo en una fábrica textil, decidió intentar en las grandes ligas: se probó en Fluminense, Flamengo y Vasco da Gama, sin suerte. Ni siquiera era opción. Otra vez sus problemas físicos.
Pero de alguna manera, en 1953, Botafogo puso dos mil cruceiros por su ficha y desde allí demostró que sus limitantes no eran tales. Que tenía la capacidad de los elegidos. Lo respaldó, también, con la selección de Brasil, primero en el Mundial de Suecia de 1958, aun cuando el psicólogo del plantel sostenía que era "un débil mental no apto para desenvolverse en un juego colectivo", y luego en Chile 1962. Sabemos que la cita planetaria organizada en nuestro país no pasó a la historia como una de las más vistosas por su juego pero, dicen, Garrincha se las arregló para aportar imaginación, creatividad y espectáculo en cada una de sus intervenciones, aun ante la ausencia del lesionado Pelé.
"Garrincha, ¿de qué planeta viniste?", tituló El Mercurio su portada, un día después de que Brasil eliminara a La Roja en semifinales.
"Este anormal, este pobre resto del hambre y de la poliomelitis, burro y cojo, con un cerebro infantil", como lo describió Eduardo Galeano, abandonó entonces la cordillera de Los Andes con una segunda Copa del Mundo y, por algunos partidos, probándose la corona de Pelé.
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Entre 1955 y 1966, jugó sesenta partidos con "El Scratch": solo perdió uno, el que les impidió un tricampeonato en el Mundial de Inglaterra.
Los demonios del pájaro
Las lesiones, obvias por la condición de sus piernas, acorralaron toda la vida a Garrincha. Tras culminar su última función en nuestro país, padeció una seguidilla. Más que las habituales. Quiso someterse a algún tratamiento que lo ayudara, pero sus intenciones chocaron con las del Botafogo: "El año pasado, cuando jugaba con Colombia, me lesioné de cierta gravedad. No podía jugar más. Pero el club recibía dinero porque yo estuviera en el campo y continué jugando", le confesó el puntero a Folha de São Paulo en 1964.
Su dolor se extendió por algunos días más, en una gira europea donde debió exigirse, infiltrado, durante siete partidos. "No me molestaba, pero de repente noté que la pierna comenzaba a atrofiarse (…). Quise parar para someterme al tratamiento pero el médico exigía cuarenta días sin jugar y no me los concedieron", se lamentó.
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Garrincha y Pelé, dos de los más grandes de la historia del Scratch.[/caption]
Otro problema era su sueldo: constantemente Botafogo faltaba a su palabra, no le pagaban lo acordado previamente y tampoco le abonaban las primas de los partidos que no había disputado.
"Mi salario es de 150.000 cruceiros, de los cuales tengo que dar 120.000 a Nair y a las niñas por orden del juez", reclamaba el ídolo. Hablaba de Nair Marques y sus siete hijas, a quienes dejó en 1962 cuando inició una polémica relación con la popular cantante de samba Elza Soares.
La sociedad no le perdonó la ruptura: "No le hago mal a nadie pero no me dejan vivir mi vida. No voy a desatender nunca a mis hijas y a Nadir, pero quiero vivir mi vida con la persona a la que amo", explicaba.
Esta clase de situaciones, su incipiente pobreza y las críticas desmedidas por su nuevo romance, desembocaron pronto en una depresión, que se tradujo también en los excesos: Garrincha encontró consuelo en el alcohol. Pero el escenario pronto se agravó: un día perdió el control de un vehículo familiar y provocó el accidente que acabó con la vida de su suegra. Fue juzgado por conducir borracho y, luego, condenado a dos años de prisión, que cumplió en libertad condicional.
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Sus piernas no fueron un impedimento.[/caption]
Por si fuera poco, la dictadura militar, que comenzaba a asentarse, no aceptaba su relación amorosa, por lo que Garrincha y Elza fueron invitados no muy amistosamente a dejar el país. Lo intentaron en Italia, con suertes dispares: mientras la mujer se presentaba en los mejores teatros, el crack brasileño no fue capaz de encontrar equipo. Estuvo cerca del Milan, pero el acuerdo no prosperó. Viajó hasta Portugal para fichar por el Benfica, pero la historia se repitió.
Resignado, en su regreso a Brasil, la suerte no cambió. Los clubes ya no confiaban en Garrincha, cada vez más viejo y fuera de forma, hundido entre los rumores de su alcoholismo. "Así es la vida. Ayer corrían a mi casa para tirarme flores y hoy ni siquiera se toman la molestia de contactar conmigo por teléfono, incluso sabiendo que necesito dinero", se quejaba en 1973.
El 1974, el deterioro del otrora héroe alertó a sus excompañeros de la selección, quienes organizaron un partido de homenaje en el Maracaná. Pero, aparentemente, era demasiado tarde. En 1976, Elza Soares se cansó de las peleas y se marchó, llevándose también al único hijo de la pareja, Manoel Francisco dos Santos "Garrinchinha".
Mané Garrincha, aunque querido, a esa altura ya estaba perdido. Inserto en una rutina cuanto menos autodestructiva no tuvo siquiera la intención de intentar una gambeta que lo alejara de su trágico final. El 20 de enero de 1983 dijo adiós: lo hizo consumido por una pancreatitis y pericarditis, derivadas del alcoholismo. Tenía 49 años. Ni siquiera llegó a enterarse que su hijo, "Garrinchinha", fallecería años más tarde en medio de un accidente en Portugal.