Teníamos algunas botellas que se terminaron rápido como siempre. Un sujeto que se autodenominaba "Pollo Fuentes" tenía una movida clandestina.
La primera vez me impulsó el poeta Víctor Campbell. Estábamos de brazos cruzados afuera de una casa quien sabe dónde, probablemente el año 2004 o 2005, sopesando la sed de una fiesta que se acabó. Una especie de rapto a la chilena "vamos a un lugar hermoso, yo pago el taxi" y de repente íbamos como siete arriba de un Nissan V-16 que nos dejó en Recoleta. Caminamos echando humo y vapor por la boca. Aparecimos en una calle congelada hablando con unos vagabundos. Supongo que eran como las tres o cuatro de la mañana, aún había noche y era impensable que se acabara como en estos días de pandemia.
Teníamos algunas botellas que se terminaron rápido como siempre. Un sujeto que se autodenominaba "Pollo Fuentes" (nos cantó varias canciones destempladas) tenía una movida clandestina. Hicimos unas monedas y al rato volvió con vino y nos quedamos ahí, intercambiando ideas como viajeros del tiempo. Había más hombres y la polola de uno de ellos, pero solo recuerdo al ya mencionado, y otro tipo que hablaba inglés, francés, italiano, portugués con una fluidez impactante. Este iba y venía del grupo que paleaba el frío alrededor de un basurero en llamas, tenía brotes de ganas de socializar y de recluirse debajo del techo donde dormía. Los otros decían "este huevón es cuático, una vez llegó con un maletín con muchos dólares, olvídate la farra".
La aventura extrema era seductora. A la segunda o tercera, con otros amigos evité a los del estacionamiento principal de La Vega. Era imposible seguir el ritmo. Como si fueran manejados por una fuerza extraña perdían de golpe la conexión a la realidad y se iban a otra dimensión, cada uno a su manera. Suprimí esa parada para a ir directamente al Pasaje Rosas donde hay un bar sin nombre que abre a las cinco de la mañana. Hoyo de camioneros, peonetas, patos malos instalados en mesas y sillas con publicidad de cerveza Escudo o en la barra que siempre estaba repleta porque nadie servía en las mesas y había que pedir ahí.
Recuerdos en ese boliche: en una tele de 14 pulgadas uno de los partidos de dobles de Massú y González de las olimpíadas de Atenas; me regalaron unas de litro por andar con abrigo de poeta -creyeron que era un inspector atento a camiones mal estacionados-; con unas amigas vimos caminar a un minusválido en silla de ruedas -era su personaje para pedir monedas-; relatos insólitos sobre asaltos -uno dijo haber asaltado la misma farmacia tres veces con un revólver de fogueo-. Nunca me sentí confiado, de hecho, evitaba ir a mear, aunque era inevitable. El baño era el sector más peligroso. No todos entraban y salían. Había como tres cabros choros de punto fijo vendiendo drogas.
Estaba en el meadero cuando entraron los tiras. Uno de civil gordo enloquecido se metió al baño para acorralar a los narcos y apurarlos. Me subí el cierre y me dispuse a salir. El tira me tasó de pies a cabeza, me dejó pasar. El poeta Campbell estaba como si nada en la barra. Me dijo que le cuidara el puesto mientras iba al baño. "Paguemos y meamos afuera", le dije, a lo que se negó en primera instancia fiel a su estilo provocador. Lo convencí. Salimos, ya era de día en el pasaje. Sale el tira, camina a Recoleta y desaparece. Divisamos a los narcos, se acercan, nos tratan de sapos, sacan cuchillos. Corremos. Vienen detrás de nosotros, al rato los perdemos. Adrenalina total. Dejamos de correr, nos sale una risa de no sé dónde. Sin hablar volvemos a correr hacia Santa María para escapar de una vez del peligro. Unos veguinos nos tiran unas zanahorias, después pedazos de brócolis y rábanos, como cuando le tiran flores a los vates muertos camino al Cementerio General.