Para dar mi amor no tengo barreras. Me gusta probar poses, juguetes cochinos y dejarme querer donde me baje la pasión.
Para empezar, perdí la flor en el vagón de un tren. Otra vez incursioné en un cerro, otra en el baño de un bar y una vez detrás de una puerta en la casa de un pololo de juventud.
Pero el sitio más insólito donde alguna vez probé las artes amatorias fue en la copa de un árbol. Claramente era joven, flexible y liviana como primate.
Estaba de vacaciones en el campo de un tío, con mis primos y amigos de éstos.
Entre el lote hubo un espinilludo que me desordenó las hormonas y con el que me arrancaba al río para retozar entre los juncos.
Una vez estábamos de lo mejor jugueteando en la arenita hasta que llegaron todos mis primos chicos a jugar al río y nosotros, que estábamos medios piluchos, nos montamos en un sauce pa’ pasar piolitas.
Como estábamos más calientes que piedra de curanto, no nos aguantamos las ganas y entre las ramas terminamos lo que habíamos comenzado en la orilla.
Lo malo fue que mis primos no se fueron nunca del río y tuvimos que esperar tres horas para bajar del sauce, por lo que la anécdota nunca se me olvidó.