La felicidad de sentirse inteligente

Hay chistes sencillos, como el del perro que se llamaba Calcetín, que salió a la calle y… se lo pusieron. Eso es divertido y, a la vez pueril, básico, simple. No requiere un mayor razonamiento, a diferencia de las rutinas de Coco Legrand.

No es lo mismo reírse del Che Copete tirándose un flato que gozar con la ópera. No es lo mismo disfrutar de "Yingo" que de un interesante documental sobre la Segunda Guerra Mundial. Todo es válido, pero el consumidor de la cultura superior podrá disfrutar de ambos espectáculos mientras que el otro se aburriría de puro leso.

El viejo artista anoche no nos ofreció la cena servida. Su gracia es que nos entregó ingredientes para que nosotros armemos el chiste en la cabeza y eso es lo bonito, porque así nos sentimos más inteligentes que antes de pagar la entrada.

El placer de sentirse inteligente es un deleite que no se saborea a cada rato. ¡Es más! Algunos no lo experimentan nunca en la vida y bueno, esos son tan idiotas que son felices de puro lesos. Hay otros más tontos aún que cuando van a ver una película de cine arte (más fome que bailar con mi hermana) se ríen de cualquier cosa para parecer interesantes, como si sólo ellos se dieran cuenta de la gracia. ¡Pedantes de mierda!

Coco ofreció una rutina probada, cuyo aplauso general fue un trámite. El compadre ha presentado mejores y peores espectáculos. Reclamó contra ladrones sin dar nombres y… ¡felicitó al papá de Marcelo Ríos por la educación que le dio al tenista!

El show tuvo momentos bien buenos, pero hace rato perdí la capacidad de asombro. Fui ingenuo: Esperaba sangre, violencia y poesía al mismo tiempo como en La Naranja Mecánica, que habría inspirado al humorista, quien sólo ofreció un espectáculo para todo espectador.

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