Entre más famoso y entrado en edad, más excéntrico y pedigüeño el artista.
Madonna Ciccone es una de las que la lleva en este arte de exigir cuestiones raras en cada país donde sus conciertos la lleven. En su pasada por Santiago, la diva se puso tan cuática como de costumbre y eso que le dijimos que éramos humildes, pero honrados. Antes de llegar a estirar el cuerpo al Hotel W, sus asesores pegaron el manso grito a los capos del cómodo recinto, para que todas las dependencias por donde la rucia pasara estuvieran acondicionadas a su gusto. Su comitiva es capaz de echar una pieza entera abajo y enchularla con materiales y chiches que ellos mismos transportan. Lo más tirado de las mechas es que después de usar las intalaciones, estas deben eliminar cualquier vestigio de la reina del pop. Del guáter al velador los inmuebles son “eliminados” para que nadie se avive y llegue a quedarse con un recuerdito de la estadía de la cincuentona.
Para asegurarse que sus deseos sean órdenes cumplidas, los gringos que la cuidan hacen un contrato previo con los jefazos del hospedaje. En aquel documento queda marcado con plumón que ni un alma puede tirar las manos en las cosas de la cantante, tampoco andar hablando, ni dando entrevistas sobre qué hizo ella en calidad de visita.
A lo Luismi, ningún patudo puede hablarle ni mirarla, salvo que ella salude espontáneamente al personal, cosa que cercanos a la producción que la trajo aseguran que no es tan difícil que suceda. “Ella es bien simpática, sus guardias y la gente que la rodea es la que más dificultades pone”, sopla uno que cacha el mote.
El mismo informante pasa el dato de que en esta oportunidad la intérprete de “La isla bonita” anda trayendo sus propios cubiertos, para zamparse el menú ultra light con que se alimenta. Es escrupulosa parece.