La otrora actriz y hoy devenida en "royal" y "celebrity", la estadounidense Meghan Markle, celebró ayer sábado sus 37 años.
Junto a Enrique de Inglaterra, la actual duquesa de Sussex festejó "un año más, cuántos se han ido ya" y sin dar la noticia que más de alguien esperaba: la buena nueva de su maternidad, especialmente ante las recientes declaraciones de que "formaremos una familia dentro de poco".
Les cuento que ha sido su primera celebración como una más de la familia Windsor. Reluciente, asistió anoche a la boda de unos amigos. Hoy, despertó convertida en la mujer más elegante del reino; una que, el año pasado, en plena sabana y bajo la luz de las estrellas, celebraba un años más con un safari en Botsuana.
Que la vida de Meghan ha dado un giro de 180 grados desde que se casó el 19 de mayo pasado, es innegable. Hoy es uno de los rostros más populares de la monarquía británica -dada su naturalidad y sencillez-, es todo un ícono de moda y ya pasaron al olvido los argumentos que pretendieron discriminarla: figurita del espectáculo, mestiza y divorciada.
Meghan es consciente de sus desafíos y de ser presa del escrutinio público. Ha sabido interpretar su nuevo papel de "royal" en este mundo mediatizado que, impío, crucifica.
Fue llegar a la familia real, sonreír y mostrarse tan cercana como afectuosa, para erigirse en una marca fresca, a cuyos pies muchos han caído rendidos.
La duquesa sortea, sin menoscabo para su imagen, cada uno de los recurrentes ataques mediáticos. Sabe que guardar silencio es un arma eficaz que no la baja de las nubes de la popularidad.
Silente ante las salidas de libreto de su padre ávido de cámaras, uno que no sólo no fue a la boda por supuestos motivos de salud, sino también la acusa de tenerlo olvidado.
Tampoco responde a las bravatas de sus hermanitos, quienes no se resisten a las fauces mediáticas a cambio de un dinerillo: éstos la han descrito como una escaladora que busca figuración, pompa y boato.