Antes que cualquier otra cosa, se define a sí mismo como un “amante de la literatura” y, al mismo tiempo, su vida es un poco la novela que anhela escribir. El también astrólogo y tarotista —hoy en Pedro y Pancha (TV+)— repasa su historia entrelazada con la muerte, hace un balance de su presente e imagina el futuro a sus 73 años: “La vejez es hermosa, poética”, declara a La Cuarta.
Ante los contratiempos de la lluvia, Pedro Engel Bratter (73) se las arregla para llegar con apuro al edificio del canal TV+ en Vitacura, y se disculpa por el retraso: “Perdón, perdón”, dice. Se sienta reposadamente y, aunque no trae puesta una de sus distintivas, simbólicas y coloridas bufandas, basta escucharlo con la serenidad que lo caracteriza para confirmar que, en efecto, se trata del reconocido astrólogo y tarotista.
Eso sí, ojo, porque Pedro antes que cualquier cosa se considera un amante de la literatura, de los grandes libros clásicos, lo que estudió en sus años universitarios hippies. Sus recuerdos poseen tintes novelescos. Todos sus parientes paternos murieron durante el Holocausto judio, “la familia se acabó completa”, relató alguna vez. “127 personas exterminadas por los nazis”. En 1938, sus padres alcanzaron a venirse a Chile y él ha vivido gran parte de su vida en una casa en La Reina, donde —cuenta— veía e interactuaba con todos esos ancestros que nunca conoció, como si de amigos imaginarios se tratase. Por eso, cuando recuerda su infancia la compara con el fantasmal pueblo de Comala, del escritor mexicano Juan Rulfo.
Así, ha convivido con la muerte desde muy pequeño, como un velo que todo lo cubre, y quizá sea esa razón para su comunión con la literatura, que durante siglos ha tenido a esta ineludible certeza como tópico central. A sus quince años, uno de sus hermanos murió en un accidente; más adelante, su esposa se suicidó, quedando él en este mundo con sus cuatro hijos muy pequeños; su mejor amiga desapareció durante la dictadura; uno de sus retoños se dedica al “buen morir”; sus padres, sí, también fallecieron… La muerte se entrelaza profundamente con su propia historia y por eso su óptica resulta, por momentos, poco convencional, pero también sanadora.
En conversación con La Cuarta, Pedro repasa distintos hitos y contingencias de su vida hasta el presente. En marzo volvió a la rutina televisiva, con el programa de espiritualidad Pedro y Pancha (junto a Francisca Merino), de lunes a viernes a las 17:30, donde se siente orgulloso de ser de los pocos rostros de la tercera edad en la pantalla chica. También, ya hacia el final, el escritor vislumbra con La Firme su futuro. Aunque el tiempo se acaba, se tiene que ir a grabar en vivo: “Si no, suspendemos el programa”, sugiere con humor, restando gravedad a los ritmos de la TV.
Más tarde, ya en el estudio, Pedro aparece con un chalequito negro y una bufanda estampada con figuras animales y vegetales que, por supuesto, hace juego con su atuendo:
—Muy buenas tardes —arranca él el capítulo—, qué rico estar con todo nuestro público, y nos vamos hacia nuestro interior…
LA FIRME CON PEDRO ENGEL
Tuve una infancia de cuentos en La Reina, donde todavía vivo, en la misma casa. Tengo la imagen en mi jardín, que era mágico porque me conectaba con mis ancestros, que ya no estaban. Como a los 5 o 7 años, tenía amigos imaginarios que eran todos mis muertos que no conocí; veía a los fallecidos, el espíritu de las plantas y de los árboles; desde pequeño tuve esa facultad. Veía seres que después entendí que eran duendes y hadas; y convivía mucho con la naturaleza, con las flores. En mi infancia tenía la cualidad de ver toda la naturaleza como la explicaba Walt Disney en Fantasía (1940), porque después cuando vi esa película dije: “Wow, es lo mismo que vi y sentí”. Pero, con el tiempo, esa facultad, cuando entré a la universidad, ya no la tenía.
Fue muy lindo cómo fui conociendo la historia de mi familia (paterna), porque cuando nací estaban todos muertos: mis abuelos, tíos y primos. Yo vivía entre los muertos y por eso, cuando descubrí a Juan Rulfo (particularmente su novela Pedro Páramo), me gustó tanto, porque sentí que mi infancia había sido como Comala (la vacía ciudad donde transcurre la trama, donde los vivos, en realidad, no lo eran, sino fantasmas del pasado), todos estaban fallecidos.
Conocí a Violeta Parra, porque tenía su carpa a pocas cuadras de la mía, a donde íbamos mucho. Era muy cariñosa y una mujer extraordinaria, tenía súper buena onda con todos nosotros los del barrio. Teníamos harta diferencia de edad, como 40 años.
Nunca he sido normal, jajaja. Nunca fui un niño —digamos— común y corriente. Jugaba con mis amigos del barrio, pero, por ejemplo, yo les veía a su abuelita que ya no vivía y les decía: “Mira, estás con tu abuelita”, y se reían. Después, en el colegio (Hebreo), tampoco fui una persona común, porque mis compañeros eran todos “normales”; o no todos, en mi curso había harta gente rara, jaja, por ejemplo, estaba Pritam Pal, que es un chico que ahora es sikh (del sijismo, religión surgida en el norte de India) y anda con turbantes, el cuñado de Don Francisco, y estuvo Sergio Melnick también como compañero, que también era medio psíquico. Éramos un curso bien especial.
Cuando tenía quince años, mi hermano del medio, David, sufrió un accidente automovilístico: fue la primera vez que vi morir a alguien. Tuvo un accidente fatal la noche de su despedida de soltero, ni siquiera estaba andando en el auto; estaba estacionado y, al frente, a un chico se le fue en collera el auto y se encapotó en el de mi hermano. Murió en mis brazos, en el Hospital del Salvador, y vi, por primera vez, cómo el alma salía del cuerpo, que quedaba como una especie de vestido, de traje; y el alma incluso era como de un color azul, que salía por su boca y su nariz. Quedé muy impresionado, porque me di cuenta de que algo de él seguía vivo en otro espacio. Y por muchos días tuve visiones de dónde estaba, y cómo era el cruce hacia el otro lado (no terrenal). Me conecté con él.
En Chile nadie habla mucho de la muerte. Por ejemplo, me ha tocado mucho asistir a los muertos, acompañar a morir; bueno, tengo un hijo (Simón) que se dedica al buen morir (con el Movimiento Positivo de la Muerte). Cuando alguien se está muriendo, nadie le habla de la muerte, todos tratan de contar un chiste, de hablar de cualquier cosa, menos de la muerte, no te dejan hablar de lo que tú quieres hablar, que es de tu duelo, del dolor y de la muerte. Por ejemplo, en Buenos Aires tenemos el cementerio (de la Recoleta) al lado de las heladerías, un niño se toma un helado y va a ver a los muertos. Aquí te mueres y todo (es) bien rápido, listo, y te despiden. Creo que tenemos una cultura que tiene que abuenarse con la muerte. La muerte también es como una madre que te acoge y abraza, y no esa cosa tan tétrica que tenemos de no hablar, no asumir que nos vamos a morir.
Tras la muerte de mi hermano, mi otro hermano se fue a Nueva York, así que no pescó lo que me tocó a mí. Quedé solo como el hijo cacho; primero que nada, porque mis papás, Benjamín Engel y Trudy Bratter, se sumieron en un duelo, y me quedé solo con ellos, que estaban muertos en vida. Y la época en que me tocó ser joven es la de los hippies, de Woodstock, de la “revolución de las flores”... y mis padres eso no lo entendieron. Teníamos unas diferencia muy grande y, al final, les pedí permiso y me fui a vivir en la casa de mi polola, Alicia (Isak, que era su compañera de curso). Fui un niño muy precoz, porque a los 15 años ya vivía con la mamá de mis hijos.
Si tuviera que aconsejar a un hijo cómo reconciliarse con un padre como regla general, ahora que soy papá y abuelo, la diría al joven: bueno, nadie nos enseña a ser papás, no hay un manual, y yo creo que todos los padres nos equivocamos y hacemos lo que podemos con las herramientas que tenemos. Entonces, que trate de mirar a su papá también viendo que no existen los padres perfectos, sólo los buenos papás.
Estudié Literatura en el Pedagógico de la Universidad de Chile. Hice mi tesis, pocos días antes del golpe de Estado, sobre la influencia de la Luna en la poesía de Federico García Lorca, a los 22 años. Miré en el Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot, que todavía existe, un gran libro donde salía una imagen que decía “La Luna”, y la encontré tan linda. Llegué a mi casa y le pregunté a mi abuela (Margarita Steinitz) si ella conocía qué era “tarot” y me dijo “sí, yo tengo un tarot”. Me trajo unas pinturas preciosas y grandes, envueltas en un pañuelo de seda también muy lindo. Pero no tenía idea que eso se veía o interpretaba. Mi relación con el misticismo no comenzó ahí. Siempre me consideré una persona espiritual y muy mística, y era lo que más me interesaba en la vida, los demás poco me interesaba. Pero el tarot sí apareció ahí, porque no sabía lo que era.
Un día una amiga, varios años después, llegó a Estados Unidos, y también estudiaba literatura y hacía su doctorado. Me dijo: “Tienes un tarot, qué lindo, ¿y lo lees?”. “¿Cómo que se lee?”, reaccioné, y me explicó un poco. “Wow, quiero aprender”, dije. Ese mismo día, en el diario del domingo, leí un aviso del profesor Basilio, y lo llamé; fue súper generoso, y me mostró las claves de tarot. Y después me di cuenta de que el tarot yo lo tenía en el alma, como todos lo tenemos: siempre le digo a mis estudiantes: “el tarot no se aprende, se saca de adentro”.
Me he rebelado contra muchas cosas. Ahora, de viejo, uno ya no se rebela tanto, jaja. Ahora miro a los jóvenes que se rebelan de las mismas cosas que yo me rebelé y digo: “Esto es más viejo que el hilo negro”, o sea al final, no era tanta la rebelión. Pero siempre he sido rebelde y no me gusta que la gente te ponga el pie encima.
Viví en Isla de Pascua un par de meses. De ahí traje a mi hijo mayor, Kabir, porque cuando llegamos la “Ali” estaba embarazada. Fue experiencia preciosa, una isla de Pascua que ya no existe. Conviví más con los pascuenses que con los blancos, que no habían tantos tampoco, y había un sólo hotel. Rapa Nui, para siempre en mi corazón. Nunca más volví, pero mis hijos han ido y, a través de ellos, la he revivido.
Hay dos cosas que me sacan de mi ser: el abuso y la traición. Ante esas cosas siempre me viene una especie de Robin Hood, de guerrillero, y me da mucha rabia. Curiosamente porque creo que es algo que uno trae de otras vidas, y son de las experiencias que más he vivido, la traición sobre todo, en el trabajo y en las amistades; uno a veces inocentemente se entrega a las personas, y después te das cuenta de que hace rato te estaban acuchillando. Pero a estas alturas que uno ya está tan cerca de la muerte, ni eso importa tanto, porque al final es la condición humana.
Al suicidio le quito dramatismo, a pesar de que viví un infierno (por el de su esposa, “Ali”, en 1980, cuando él tenía 29 años), porque me he conectado con el alma de muchos suicidas, y es algo cultural. En Japón pones en el currículum que tu pariente se suicidó, porque es como una experiencia de honor. Acá por mucho tiempo no te enterraban en cualquier lugar del cementerio, sino que había un patio para suicidas, y había mucha estigmatización para las personas que se suicidan. Pero una vez leí una frase maravillosa de Bert Hellinger (teólogo y espiritualista alemán) que decía: “Nadie se puede quitar la vida porque nadie tampoco se la puede dar”. Un suicidio es una muerte; como que te mueres de cáncer o te atropello un auto, te suicidas... Muerte. No hay que ponerle tanto estigma. Como que la gente siempre busca culpables, queda enojado con el suicida y siempre piensan que se suicidó por alguien o por algo... No lo veo así. No le busco explicaciones. La muerte es una sola.
Para atravesar el dolor a concho y a capela tuve la suerte de tener buenas maestras y maestros. De muy joven conocí a Tólita Albert (destacado escultor chileno de la “Generación del 28″ ) y también conocí a Lola Hoffmann (emblemática fisióloga y psiquiatra). Cuando la Lola me tomó, yo estaba con una depresión grande y me dijo: “Mira, yo te voy a acompañar durante tu depresión, y no sabemos a dónde vamos a salir, pero no quiero que vuelvas a ser el de antes, porque la depresión viene para transformarte”. Así me la pasé.
Nunca he tomado antidepresivos, no digo que no sirvan, o sea, cada uno sabe cuál es su camino. Yo me la he pasado a capela, rezando y entendiendo que la noche oscura del alma es algo que todas las personas que buscamos el camino de la dignidad debemos pasar: por el infierno, y nadie vuelve del infierno con las manos vacías. Uno llora y todo, el infierno es el infierno: mucha soledad, mucho frío, mucho juicio de la familia y de los amigos (en otras entrevistas Pedro ha contado que muchos cercanos de esa época se le alejaron tras el suicido, como atribuyéndole alguna responsabilidad). Pero al final es una gran escuela, uno aprende.
Durante la dictadura le pasé bastante mal, perdí familia y es un tema que tampoco me gusta hablar mucho, porque si uno sana ya no tiene por qué reabrir las heridas y retraumatizarse (Pedro ha contado que estuvo detenido e incluso su mejor amiga desapareció en ese periodo, y hace algunos años declaró: “Las heridas del 73 no estarán sanas si no salimos del juego entre víctimas y victimarios”). Pero creo que nos merecemos sanar como país, abrazarnos, reconocernos como chilenos, y dar un paso hacia la conciliación, y no seguir acusándonos de que “tú eres malo y soy bueno”, y los otros dicen “no, tú eres el malo y yo soy bueno”. Encuentro que eso lo tenemos nosotros no sólo desde 1973, (sino que) la historia de Chile siempre han habido bandos; y tengo la esperanza que un día nos podamos abrazar y unirnos a cuidar este país tan hermoso que Dios nos dio, en vez de seguir peleando.
Pensaba que mi público era “la dueña de casa”, me empecé a dar cuenta de que niños me pedían fotos, y después universitarios, y que incluso unas chicas lloraban (de emoción). Creo que lo que pasó con Pedro Engel es que es algo transversal. Al principio, en Bienvenidos (Canal 13) me tenían convencido que a mí me veían las señoras en la mañana. Pero de repente me empezaron a escribir jóvenes, y tengo muchos estudiantes en mis cursos, más que “señoras dueñas de casa”, que igual las adoro y que son también parte de mí... Pero no era sólo eso y me di cuenta de que había un despertar espiritual en los jóvenes, y que he recibido mucho cariño y apoyo; lo veo en las calles. Hay una relación muy bonita que es bien emocionante... Pedrito Engel, transversal.
“El chanta tiene libertad y es algo que siempre he tomado en mi vida, aunque haya tenido que pagar precios muy caros”, dije en el 2019. La gente típico que me dice “viejo chanta”, o sea, ¿qué chanta? Me da risa eso. Pero pienso en “El loco” del tarot y en algunos personajes de (William) Shakespeare que son como “El loco”, el que está fuera de los cánones; pienso que esa gente que te dice “viejo chanta” o qué sé yo. Hay mucha ignorancia en la vida; hoy día nadie lee, todos opinan y lo máximo que leen son un par de memes. Yo me considero, lo digo sin orgullo y sin ego, una persona que ha estudiado mucho y ha leído los clásicos. Para mí, la literatura me ha salvado siempre la vida. Entonces no me duele cuando me dicen “chanta”; al contrario, me da libertad, porque como dijo la Gabriela Mistral una vez: los especialistas me asustan.
Prefiero un chanta que a un especialista, porque el especialista ve el puntito del puntito del puntito; el chanta, por el último, como yo lo entiendo —que es como el loco o el vagabundo de los cuentos de hadas—, tiene una visión más amplia de la vida. Cuando me dicen “viejo chanta”, me da risa; pienso cuánto habrá estudiado esa persona en su vida; el insulto al aire es la solución más fácil, porque también ven en mí algo que desconocen o le tienen miedo, entonces es más fácil descalificar. Pero eso nunca me ha dolido, ni me ha tomado; al contrario, pienso: “Pobre gente”.
A la Panchita Merino la conocí en el Bienvenidos. Ella venía de un momento muy difícil de su vida (post estafa y quiebre matrimonial), y siempre le dije: “Panchita, el infierno transforma”, y ella vivió una gran transformación. Hicimos una amistad muy linda, que dura hasta el día de hoy, muy profunda y muy sincera, y no tan fácil de encontrar en la televisión, es raro; a pesar de que tengo buenos amigos en la televisión, pero también tengo algunos que, como dicen, uno ve caras y no corazones.
De la tele considero amiga mía a la Jacqueline Cepeda, que es una gran productora; Susy Fischkin, formadora de talentos televisivos; la Panchita; la Raquel (Argandoña), aunque no soy de su círculo íntimo, pero la adoro; también le tengo mucha estima a la “Pata” Maldonado, que me tocó trabajar con ella en Mucho gusto (Mega)... Tengo muchas personas que quiero en la tele y admiro; siento que tenemos cierto cariño y respeto. Tengo una persona que quiero mucho, que es Agustín (Romero), el chef del restorán Ana María. ¿Y la Tonka? La “Tonkita” es como mi hija po’, la adoro; es una hija putativa que tengo.
Pedro y Pancha surgió en TV+. Un día me invitaron (a otro programa, Tal Cual) y a la salida me pararon en la puerta y me dijeron: “Pedrito, ¿te gustaría ir a almorzar un día? Te queremos hacer una propuesta con la Pancha”. Era jueves, fuimos a almorzar y el lunes ya estábamos al aire. Al tiro me tincó porque me gusta la televisión, y no estaba teniendo un espacio como este. Estoy muy agradecido de expresarme y estar en la televisión. Me gusta la tele porque puedo dar luces de lo que hago, de mi vida espiritual, de la sanación, la esperanza, de los ángeles y de la medicina alternativa. Me gusta estar en pantalla porque creo que son temas que no se hablan en ningún lado.
Pedro y Pancha lo encuentro precioso dentro de mi rutina emocional, porque en la televisión somos pocas las personas de la tercera o cuarta edad, entonces también represento a los abuelos y a la memoria de este país, porque mucha gente no ha vivido 73 años y no ha visto todo lo que he visto de Chile. Encuentro lindo que también la televisión nos dé un espacio a los viejos, y esta dupla de Pedro y Pancha me gusta porque son generaciones distintas que se pueden amar.
“Tengo cero relación con la política ahora. Ni sé cuándo son las elecciones. No me interesa”, dije en el 2017. Fui muy político, pero a esta altura de mi vida, ya terminé con eso. La política divide y a mí lo que me gusta es que todos los seres humanos podamos relacionarnos con amor, y no en bandos diferentes. No me gusta estar en bandos, porque los del bando de acá se creen mejores que los del bando de allá, y los de allá se creen mejores que los de acá. Eso ya no me llama la atención, no me atrae.
El gobierno le puso urgencia al proyecto de Ley de la Eutanasia y me encantaría que se aprobara la eutanasia, porque a veces es cruel seguir vivo en condiciones que no corresponden. Creo que la eutanasia es un derecho que uno tiene a decir: “Hasta aquí nomás llego”.
No tengo idea lo que es ahorrar. Mi plata me gusta gastarla en mis hijos, en la familia y en libros. Yo creo que todo lo que gané lo tengo en libros, y en vivir. Traté de invertir en el tiempo que se ganaba más plata en la televisión... ¡Pésimas las inversiones! No, no, esta encarnación no fue la mía. Estoy regalando y vendiendo mis libros, he tratado de donar mi biblioteca. Le tengo mucho cariño a los libros. No sé lo que pasará con ellos cuando me muera. En algún tiempo me angustiaba con eso, porque le tengo mucho amor amor a los libros. Para mí, la literatura, los libros, escribir y leer es casi lo que me hace más feliz en la vida.
Ufff... He escrito como cincuenta novelas en mi cabeza, pero nunca he publicado ninguna, jajaja; pero he escrito casi 36 libros. Novela, no. Pero tengo varios talleres literarios que dirijo y me encantan; hago escribir a los demás, pero mi novela todavía está ahí (en la imaginación)... La imagino, pienso que (sería) autobiográfica, pero no real; la literatura tiene que tener ficción, sino es periodismo.
No me enfermo, nunca voy al doctor y no todavía no me sé el nombre de mi isapre, pero me resfrío. Nunca he tenido grandes enfermedades ni tomo remedios. Recién ahora, hace dos meses, empecé a tomar un remedio que me dijo por teléfono un amigo, porque me había subido la presión; nunca había tenido un problema. Me tomo media pastillita, es todo lo que tomo. Y tomo vitamina C, que Nicanor Parra me lo enseñó: “Si tomai hartas dosis de vitamina C vas a vivir más de 100 años”, y él vivió más de 100 años; y cuando me lo dijo debe haber tenido 50. Fue mi profesor en el Instituto de Literatura Chilena Comparada; un hombre maravilloso, y me decía: “Pedrito, toma, toma vitamina C, tómate veinte, treinta...”. Ahora he aprendido que ojalá sean liposolubles, no sé, pero yo veo vitamina C y al tiro digo: “Convídame”. Soy como adicto, jaja. Ese es mi único cuidado especial.
No tomo, nunca he tomado alcohol; lo encuentro fome. No fumo tabaco. Fumé marihuana cuando joven, y no tan joven también, pero ya a esta altura tampoco. Fui muy deportista. Ahora el deporte que hago es (bajarme) del auto hasta la puerta del canal.
Duermo poco. Me acuesto más o menos como a la 1:00 o 1:30 AM; leo mucho antes de dormir; una o dos horas; y a las 5:30 ya estoy despierto; ahí leo otro poquito. Me levanto me ducho y empiezo mi vida temprano, a las 6:30 o 7:00 AM ya estoy escribiendo los horóscopos, y empiezo a atender, mucha gente del extranjero, de Bali, Australia, Italia y Nueva Zelanda, que ahí son otros horarios. Después tomo desayuno, que me gusta mucho, y sigo trabajando hasta más o menos hasta las 13:30; escribo otro poquito o, si alcanzo, leo. Me vengo al canal, y me devuelvo; a veces me voy a hacer clases de análisis de sueños a otros lados, por ejemplo, trabajo en la Corporación Cultural de Las Condes. Y me vuelvo a mi casa y —si alcanzo— atiendo a alguna persona o hago alguna clase a algún grupo; y termino como a las 11 de la noche.
La vejez es hermosa, poética. Me encanta la soledad, pero no me siento solo para nada, porque tengo ese mundo interior que tenía cuando chico, que gracias a Dios lo recuperé, que veo a los muertos, las hadas y duendes, y converso con las estrellas, planetas, pajaritos, gatos y perros... ¿A qué hora voy a estar solo? No hay tiempo para estar solo. Y cuando tengo esa soledad, voy hacia mi mundo interior y lo disfruto.
No le temo a envejecer, para nada. Y siempre pienso en irme a una residencia, me encantaría, que ya le tengo echado el ojo a una, que me encanta, que queda en Ñuñoa, y tiene un nombre lindo, se llama “Amor de Dios”. Me iría feliz, a mi piececita, que tenga un lugar para mi computador y un par de libros, y no joder a nadie; porque no me gustaría pasar la vejez en la casa de un hijo; qué cacho, para las nueras o los yernos. ¡No! Cacho, cacho. Prefiero una residencia.
Mi hijo Esteban es un destacado bioquímico y me visitó (vive hace quince años en Estados Unidos, donde se desempeña como investigador de la Universidad de Princeton)… Qué lindooo, una visita sorpresa. Nunca he vivido ese choque entre la ciencia y el misticismo. Siempre he tenido amigos y alumnos médicos, biólogos y químicos. He sido amigos de grandes científicos de este país. Nunca he sentido ese choque, y siento que la ciencia y el misticismo están unidos, porque la ciencia, de por sí, es mística. Y si hay personas de la ciencia que chocan con mi filosofía, bueno, no nos tocará encontrarnos en el camino; uno se tiene que encontrar con las personas afines.
Nunca he tratado de convencer a nadie, porque quién soy yo para convencerte... ¡no, no no! No estamos aquí para convencernos, estamos pa’ dialogar. Quién soy yo para decirte que lo que pienso es la verdad. Quizá estoy súper equivocado y cuando me muera me dé cuenta que mi vida fue una lesera. Nunca he tratado de convencer a nadie.
Una vez el Profesor (José) Maza (Premio Nacional de Ciencias Exactas en 1999) me empezó a agarrar para el leseo y yo le dije: “Profesor Maza, yo lo adoro”. Me encanta el Profesor Maza, todo lo que ha hecho por este país y ha acercado la astronomía a los niños; a mis nietos le encantan sus libros y se los he regalado a mi hija, y yo también me los leo. No estoy en oposición con el Profesor Maza, lo adoro. Cada vez que está de cumpleaños le digo feliz cumpleaños. Bueno, y si al Profesor Maza no le gusta lo que yo hago, eso no significa que no podamos respetarnos y amarnos. Yo nunca he estado en pugna con él... No sé, él estaba como enojado con lo que yo hacía... pero bueno, si no le gusta, permiso, también tengo derecho de vivir mi vida, y el doctor Maza también a vivir la suya... A mí me cae la raja el Profesor Maza, lo encuentro fabuloso todo lo que hecho por Chile. No tengo ese conflicto.
La muerte la veo como una amiga y una madre, porque una vez soñé con ella y era muy linda. Me abrazó y me dijo: “No me tengas miedo, Pedro, soy tu amiga; y también, tu mamá”. Nunca he tenido ganas de morirme. Pero si llega, me gustaría que fuera de una, no soporto la idea de estar agonizando. Y lo que más me aterroriza es estar en un hospital, encerrado, sin ventana, porque soy ahogado, todo el rato quiero tener las ventanas abiertas. Le pido siempre a la muerte que me abrace de una, me bese y me lleve. Pero ganas de morirme no he tenido.
Me hace enojar la traición, la chuecura, el maltrato, el doble estándar... y encuentro que nos hemos vuelto tan pacatos en Chile; en la juventud está todo eso de la cancelación y de señalar con el dedo. Esa superioridad moral que nos ha venido me enoja un poco. Yo vengo de una juventud distinta, que éramos más libres. Ahora todo es como acusete. No veo que lo acusete sea con nosotros (los mayores), sino entre ellos mismos (los jóvenes); se acusan con esto y lo otro. Es una idea, quizá estoy equivocado. Pero creo que cuando yo era joven, que no estoy diciendo que éramos mejores, pero (éramos) sí menos pacatos. Pienso que Chile tuvo un destape sano, y que ahora nos volvimos un poquito mojigatos.
¿Sigo creyendo que moriré a los 93 años? Eso me dijeron una vez, que iba a morir a la edad de mi papá, y yo lo creí... No sé po’... capaz que el valor se vaya corriendo hacia adelante. No tomó decisiones en base a esos vaticinios. La muerte que venga cuando me toque. No tengo problemas en morirme. Me encanta la vida, no estoy cabreado ni aburrido, pero sí me gusta un poquito saber que ya me queda poco por cómo está el mundo... Digo: “Qué rico desembarcarse en este momento”, jajaja.
Me abuené joven con la muerte, al ver tanta gente morir, porque como soy un acompañante de moribundos, encuentro que la muerte es natural, y estoy preparado. Algo que me hizo mucho abuenarme con la muerte, y joven, fue la Jessica Lange, en una película maravillosa, All That Jazz (1979), que es la historia de Bob Fosse, un coreógrafo. Ahí Jessica Lange es una jovencita y preciosa, y era la muerte, que era una novia, y siempre estaba al lado de él: “Oh, Joe (el personaje de Fosse), no te apures”. Se sacaba un guante, después se sacaba otro. “Oh, Joe, no te hagas ni un problema, soy la novia que siempre te esperará”. Se levantaba el velo, se sacaba el sombrero... hasta que, al final, se va. Y siempre dije: “Qué linda la muerte como la Jessica Lange”... Debe ser linda... Después la soñé y ahí ya le perdí el miedo a la muerte, y me dijo: “Pedrito, tu muerte será caleidoscópica, no te preocupes; te abrazará y nos vamos nomás. Soy como una mamá, te acuno”. Ya, feliz.
Mi legado es el amor. Siento que he tenido una vida muy privilegiada, en que he podido amar intensamente a mis amigos y enemigos. Y eso lo he aprendido desde muy joven. Mi legado es lo que quedó en mis estudiantes, en mis hijos, nietos y la gente que me conoce... ¿Y qué más? Tampoco tanto legado. Como dice (Jorge Luis) Borges, cuando te mueres ya también quieres estar muerto, jajaja. No pretendo tener calles ni estatuas... nooo.
Cuestionario Pop
Si no hubiera sido astrólogo o tarotista, me habría dedicado a la literatura... No me considero, en primera instancia, astrólogo, para nada; astrólogo es como el número diez. Yo, primero, soy amante de la literatura; segundo, amante de la literatura; tercero, literatura... Y eso creo que es lo que más me define: escritor y lector.
En mi época de universitario era estudioso. Estudioso he sido siempre. Tengo todas mis papeletas guardadas, todos mis ramos eran con 7; una vez me saqué un 5 en gramática e historia con el profesor Rabanal. Era medio fanático del 7, y si no me sacaba el 7, botaba el ramo y lo hacía de nuevo. No soy perfeccionista, pero estudio mucho. Me gusta mucho estudiar, leer. Los 7 no venían de la exigencia; venían del amor a la literatura.
Un apodo es “Pillo”. Todos me dicen “Pillo”, como “El Abuelo Pillo”; porque inventé una vez un personaje, un niñito chico, que se llamaba “El Pillo”, y ahí quedé como “El Abuelo Pillo”. Pero no viene del “pillo” de “malandra”, sino que era un niñito.
Un sueño pendiente es hacer clases de literatura en la universidad... Hice clases un par de veces. Hago clases online a mis alumnos, pero me gustaría tener un lugar donde enseñar lo que sé de la literatura, que es una visión personal: la literatura es mi pasión, siempre digo que leer me salvó la vida. Y encuentro que la literatura es eso: salva la vida.
Una cábala es agradecer. Me levanto por la mañana y le agradezco a la vida: “¡Wow! Un día más”.
Una frase favorita: “No es para tanto”, que me la heredó mi abuelita materna, Margarita. Uff, fue muy influyente, en política, literatura y ética.
Un trabajo mío que no se conoce es que he sido mozo y chef... ¿Qué más he hecho? He hecho miles de cosas: vendedor de máquinas de escribir Olivetti, que es el único trabajo que no me gustado en la vida.
Mi primer sueldo lo gasté en libros.
Un maestro y maestra de mi vida han sido Tótila Albert y Lola Hoffmann.
Un libro favorito es Fausto, de Goethe; y El Quijote (de Miguel de Cervantes).
Creo en el horóscopo (evidentemente, a diferencia de entrevistados anteriores). La astrología guía bastante mis decisiones.
Un placer culpable es comer, de todo.
Si pudiera invitar a tres personas de la Historia a un asado... pucha, qué fome: Tótila Albert, a la doctora Hoffmann, a Cervantes, a (Franz) Kafka, a Goethe y a Juan Rulfo.
Pedro Engel es simpático, jaja. Me llevo bien con él.