En medio de su estreno en el Festival de Viña, su sueño por cierto, al humorista oriundo de Concepción lo cortaron en la transmisión televisiva. Mientras el Monstruo se reía de buena gana con su rutina, en sus casas el resto veía comerciales. ¿Qué pasó?
La inédita decisión editorial de suprimir el humor un año antes, supuso que la invitación cobrara otra magnitud. Hermógenes Conache, primer nominado para hacer reír a la Quinta Vergara, lo debía tener más o menos claro.
Para que puedan cerciorarse de que esto último no es ninguna exageración, basta con revisar lo que pasó después con Ronco Retes, otro de los humoristas incluidos en la parrilla, presa del capricho que define al público de Viña: no duró ni siquiera dieciséis minutos antes de tener que decir adiós por las malas.
Hermógenes Conache —Hermógenes Henríquez en realidad, comediante penquista, reconocido en el circuito sureño con casi una docena de años a cuestas— venía precedido por una exitosa presentación en el Festival del Huaso de Olmué de 1979 y sucesivas apariciones en TV. En efecto, sus tres noches sobre el Patagual le abrieron las puertas de la pantalla chica, con rutinas en los estelares de Don Francisco o en el Festival de la una de Enrique Maluenda, y eventualmente de Viña.
A Henríquez, aun antes de su debut en Hualpén, la Ciudad Jardín ya le parecía un sueño. En 1971, por ejemplo, vio allí al argentino Edmundo “Bigote” Arrocet arrasar. “Si él podía, ¿por qué yo no?”, se preguntó.
Inspirado en el uruguayo Juan Verdaguer, entonces echó a correr el doble sentido en su primer trabajo, el festival de Hualqui, que en sus palabras fue “como ir a Estados Unidos”, y después quemó las etapas necesarias hasta convencer en 1984 al famoso director de TVN Sergio Riesenberg de convocarlo.
El debut ocurrió el segundo jueves de febrero, segunda jornada de ese año. Su entrada, se desprende del poco archivo disponible, fue explosiva: una batería de chistes cortos le fue suficiente para echarse al público en el bolsillo. “Yo provengo de una familia muy humilde”, les comentó. “Mi madre era lavandera y mi padre mástil; somos diez hermanos, cinco hombres, cuatro mujeres… y yo”. Risas. “Y los diez hermanos dormimos en la misma cama todos juntos, tan apretados que todos soñamos lo mismo”. Más risas. “Y la cama es tan dura que a las cuatro de la mañana tenemos que levantarnos a descansar”, las risas ya van acompañadas de aplausos.
“Y somos pobres como ninguno”, retomó enseguida. “Como seremos de pobres que no teníamos ni hambre”. “La única vez que comí carne fue una vez que me mordí la lengua”.
Si la hubo, de seguro la respuesta del Monstruo ya le había quitado cualquier presión de encima a Hermógenes.
Pistolero de oficio, continuó: “El perro de la casa una vez ladró y se desmayó”. “Y la casa es tan chiquita, que tenemos que salir todos fuera para que el sol pueda entrar”. “Entre mis hermanos tengo un hermano tan pavo que cree que el sexo está entre quinto y séptimo”. “Un día subió 15 pisos buscando la bajada”.
Cada remate generaba exactamente lo que él buscaba. Nadie a esas alturas podía pronosticar que apenas en cuestión de minutos su rutina daría paso a una de las mayores polémicas de toda la historia del certamen.
Fue cuando el cómico desenfundó el relato de Soapisa, un afeminado vendedor de sopaipillas que promocionaba su mercadería de forma muy peculiar.
“En la estación, hay jóvenes que venden, en canastos, galletas, calugas”, dijo a modo de introducción, pero, acotó de inmediato, “éste era bien especial”. “Vendía sopaipillas, y lo hacía más o menos así”, anunció, antes de quitarse su chaqueta y dejarla tendida a un costado. Entonces retiró el micrófono del atril, se soltó un poco la corbata y se dejó poseer por el atrevimiento del personaje:
“¡Soapisa! ¡Soapisa! ¡Con ukelele, con huizipirizo y con…. ahhhhh!”, pronunció con tono afeminado y dando pequeños saltitos alrededor del escenario.
“Esto es broma, por si acaso”, se interrumpió Hermógenes casi como anticipando la jugada. “No lo vayan a tomar en serio”. Pero en corto enlazó, “que el otro día estuve en el casino y cuatro me persiguieron… con tan mala suerte que ninguno me alcanzó”. “Espero que ustedes sean mejores atletas”.
“¡Soapisa! ¡Soapisa! ¡Con ukelele, con huizipirizo y con…. ahhhhh!”, de vuelta los saltitos.
“Entra a un restaurant, ‘¡Mozo! ¿me da una Pepsi?’. ‘Ehh, ¿cola?’. ‘¿Y a vos qué te importa?’”.
“Salió del restaurant y empezó a caminar por la calle… ¡Soapisa! ¡Soapisa! ¡Con ukelele, con huizipirizo y con…. ahhhhh!”. El Monstruo festinaba la picaresca interpretación.
“Sube una micro, paga: ‘Estudiante’. ‘¿Cómo dijiste?’. ‘Escolar, sordo’. ‘¿Y dónde estudiái vos?’. ‘En la Escuela de Investigaciones’. ‘¿Y para qué?’. ‘¡Para que me hagan tira!’”.
Un plano al público tras ese último remate los muestra rendidos al comediante y su personaje, riendo de buena gana. No había modo de que esto saliera mal.
Entusiasmado, Hermógenes subió la puntería. Pero sin saberlo, a medida que las ocurrencias de Soapisa escalaban de tono, Sergio Riesenberg perdía la paciencia.
Hasta que sobrevino lo impensado: de golpe, el comediante salió de pantalla. En TVN resolvieron darle prioridad a una entrevista con el cantante Sebastián en bastidores y luego irse a una tanda de spots publicitarios. Es decir, mientras el penquista aún permanecía arriba del escenario de la Quinta Vergara, el resto de los chilenos que seguía el Festival por la señal estatal debió conformarse con varios minutos de comerciales. Una censura nunca vista en Viña.
Riesenberg defendió su postura. Dijo más tarde que la rutina había sido “grosera” y “de mal gusto”.
Desatada la polémica cuyo centro era él, algo confundido, con detractores de un lado y defensores del otro peleándose por medio de la prensa, se creyó que la carrera de Hermógenes Conache estaba sentenciada. Pero no fue así, al contrario: a partir de ese momento sus contratos para eventos se multiplicaron, permaneció como invitado en estelares de la pantalla chica —Éxito, La noche de Chile, Una vez más— y, por si fuera poco, su rutina completa en Viña en formato cassette se vendió como pan caliente en ferias y persas, dotándolo de mayor visibilidad. También grabó algún VHS, como el recordado ¡¡Soaspizaz!!
“Que me hayan cortado de la tele fue lo mejor que me hubiese pasado”, confirmó él años más tarde en una entrevista con el sitio Viva VHS.
Y entregó más pistas para completar el caso: “Lo que pasó fue que el director del programa del Festival de Viña, Sergio Riesenberg, recibió la orden de un milico de cortar la transmisión. Quizás fue Simón Varas, porque pensaban que iba a contar chistes de Pinochet”.
Pensaban eso, “porque la noche anterior yo me presenté en el Casino de Viña, y estuve como tres horas arriba contando chistes y después del Soapisa me largaba contando chistes políticos”. pero “la verdad es que nunca hubo guión, me lo pidieron, pero yo no les entregué nada”. “Recuerdo que fue Pedreros a pedírmelo, y después Sergio Riesenberg, y les dije: no tengo y además mi patrón es la Municipalidad, no el canal”.
De todos modos, Hermógenes Conache tuvo dos comebacks en la Ciudad Jardín. El primero de ellos, en 1991, es considerado una de las mejores rutinas humorísticas del certamen, con inéditos seis bises, y el segundo, en 2013, él mismo lo definió como “un regalo de Dios”. Se retiró con antorchas de plata y oro.
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