Aunque estas trampas —usualmente destinadas a la caza de conejos— están “prohibidas”, su uso continúa. Y el cánido nativo más grande de Chile es una de sus víctimas recurrentes. Semanas atrás, en la Región del Biobío, uno de ellos llegó al centro Ñacurutú, donde fue operado de urgencia para salvar su vida, cuenta el veterinario Cristian Herrera. “Uno no entiende cómo puede ser tan irracional el ser humano”, dice. Debieron amputar parte de su patita y, con ello, su destino quedó en puntos suspensivos.
Fue una operación de urgencia. Un joven zorro culpeo (Lycalopex culpaeus), de unos dos o tres años, estaba al borde de la muerte en Ñacurutú, centro de rehabilitación de fauna silvestre ubicado en Tomé, Región de Biobío.
Aquel 26 de diciembre del 2022, el animalillo había llegado al recinto luego que alguien lo encontrara en el sector de Salto del Laja, 25 kilómetros al norte de Los Ángeles. Había caído en una trampa de alambre, popularmente conocida como “guache” o “huachi”.
Cuando la víctima pisa el alambre, queda cautiva de una de sus extremidades e, instintivamente, al intentar tirar para liberarse, el alambre cada vez se le incrusta más en la piel, convirtiéndose en una suerte de herramienta de tortura que, por supuesto, también puede afectar a mascotas, fauna nativa, e incluso personas.
A pesar de que la Ley de Caza permite usarlos “para la captura de conejos, liebres y castores”, los “huachis” no discriminan entre especies introducidas y nativas del ecosistema.
Ahora, le había tocado a este zorrito macho.
La persona que lo encontró se puso en contacto con el Servicio Agrícola y Ganadero (SAG) de Los Ángeles, tras lo cual funcionarios de la institución llegaron al lugar. Si bien lograron trasladarlo hasta Ñacurutú, “cuando llegó donde nosotros venía con el alambre todavía incrustado en la pata”, cuenta Cristian Herrera, veterinario y director del centro, a La Cuarta.
“Obviamente debe haber permanecido por lo menos un par de días en esa trampa, por el nivel de heridas que tenía”, agrega sobre su crítico estado.
Viaje al ancestro
El ancestro común entre el Ser humano (Homo sapiens) y el orden de los mamíferos carnívoros (Carnivora) —el cual engloba a felinos, nutrias, osos, focas, comadrejas y por supuesto cánidos—, vivió hace unos 85 millones de años, según el biólogo británico Richard Dawkins, o sea, en el último tramo del Cretácico, cuando los dinosaurios aún dominaban cómodamente la Tierra, y las plantas con flores ya habían hecho su aparición en la Historia.
Los zorros pertenecen a la familia de los cánidos (Canidae) —surgida unos 40 millones años atrás en Norteamérica—, que también abarca a lobos, chacales, coyotes, licaones, perros salvajes y domésticos, entre otros. Entre ellos se encuentran los vulpinos (Vulpini), que en Chile están representados por el culpeo, el chilla o gris (Lycalopex griseus) y el chilote o de Darwin (Lycalopex fulvipes).
El inicio de la trama de los vulpinos en Sudamérica se remonta a unos 3 millones de años atrás, con el “gran intercambio faunístico” que se dio con el surgimiento del istmo de Panamá, que permitió que distintos animales, como ciervos, camélidos, felinos y, claro, zorros cruzaran hacia el sur del mundo.
Si bien pertenecen a los carnívoros, los cánidos suelen adaptar su dieta según lo que hay disponible, por lo que tienden a la vida omnívora. Su evolución les ha dado un olfato muy avanzado, aunque también tienen buena vista y audición.
Además, son digitígrados, o sea, apoyan solo sus dedos al pisar, lo que les da una gran resistencia a la hora de perseguir presas, según el paleontólogo Gabriel Carrasco, en Mamíferos fósiles de Chile (2009). Por lo tanto, a diferencia de los felinos —hábiles en carreras cortas—, los cánidos son mejores en las largas distancias.
El zorro culpeo es el más grande que habita en Chile; puede llegar a medir un metro y pesar hasta siete kilos. Posee una amplia distribución a lo largo de Sudamérica, ya que abarca desde el norte de Ecuador hasta los confines de Magallanes. Es posible verlo hasta a 4.500 metros de altura.
Es más, su hábitat más austral se encuentra en la isla de Tierra del Fuego, al otro lado del estrecho de Magallanes, donde vive la subespecie que se conoce como zorro fueguino (Lycalopex culpaeus lycoides), que alcanza hasta los tres kilos.
“Puede tener el porte de un perro danés, es gigantesco, y está bien amenazado, y se encuentra más hacia el sur, por acción del zorro chilla”, dijo Carlos Zurita, ecólogo en la U. Católica, a La Cuarta. “Antes lo encontrabas en toda la isla”, agregó haciendo alusión a su pequeño pariente que fue introducido ahí en 1951.
Los culpeo se alimentan generalmente de pequeños mamíferos, como ratones, liebres, conejos, vizcachas y degús, y no le hacen asco a bichos, aves, huevos y frutos.
“Son animales muy astutos y saben que, de repente, del humano pueden obtener alimento”, explica el veterinario Cristian. “Muchas veces esperan a que les den de comer”, por lo que no es raro verlos en las orillas de caminos o cerca de los sectores donde la gente se alimenta en algún parque natural. A veces, agrega, “van a lugares donde hay basura, donde saben que pueden obtener alimento, o donde hay gallinas porque les es más fácil que andar cazando un conejo en la naturaleza”.
Por regla general, son de hábitos crepusculares, es decir, están más activos temprano en la mañana o hacia la tarde. Son solitarios y oportunistas cuando se trata de pillar su comida. Muchas veces los recursos no abundan. El periodo de gestación dura algo más de dos meses, y tienen entre tres y cinco cachorros por camada, siendo criados generalmente por ambos padres, según el biólogo Agustín Iriarte en su Guía Mamíferos de Chile (2021).
A la especie se la considera en estado de “preocupación menor”, de acuerdo al Ministerio del Medio Ambiente y la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN). Eso sí, al linaje de Tierra del Fuego se lo ubica en situación “vulnerable”.
Horas críticas
Apenas llegó al recinto en Tomé, a eso de las 14:00 horas, ingresaron al zorrito a pabellón para operarlo y “hacer todo lo posible por salvarlo”, cuenta Cristian. En esas dos horas, lo primero era extraerle el huachi de su pata trasera. El alambre ya se encontraba muy incrustado, le había cortado la circulación hace ya buen rato y, por lo tanto, la extremidad había empezado a necrosarse, a morir.
Pero ese no era el único drama.
El individuo fue hallado sumamente deshidratado y, además, “lleno de heridas”, detalla, “como seguramente se estuvo revolcando y mordiendo, desesperado, para zafarse”. Así que, en paralelo, la pega era hidratarlo con suero y medicarlo para, ojalá, “sacarlo adelante”.
En tanto, durante la operación, no quedó de otra que amputar la parte de la pata ya sin vida, es decir, los dedos y parte del pie. “Hay que evitar las hemorragias, suturar y coser”, precisa, sobre todo porque “por varias partes tenía hoyos y heridas”.
Luego, sobre las lesiones le pusieron un spray antibiótico, que es de color negro, según se observa en los registros. “Quedó con hartas partes manchado, porque tenía heridas, muchas heridas en el cuerpo, las cuales se las hace él mismo al revolcarse y morderse”, remarca.
El momento crítico no terminaba, al menos hasta que se cumplieran las primeras 48 horas, periodo en que “uno ve si el paciente va a salir adelante o no”, dice. Lo tuvieron hospitalizado en la UCI, en una jaula, con suero y la temperatura regulada.
—Enfermo que come no muere —comenta el veterinario en alusión al popular dicho.
“Cuando el animal empieza a comer, a mostrarse más activo, uno tiene más certeza que el animal va a salir adelante”, relata. “Los animales silvestres son bien demostrativos; si el animal silvestre no quiere comer y ya está súper botado, es porque no quiere nada con la vida y se está dejando morir”.
En ese caso, el zorrito, lentamente recuperó su fuerza. De hecho, él mismo mordió la manguera del suero, la cortó y se la sacó. Buena señal.
Por aquel entonces, le daban un alimento alto en calorías para entregarle energía y que, además, recuperara su peso; estaba muy flaco. Tras diez días en la UCI, sin demasiado espacio para moverse, con muchas revisiones diarias y dándole antibióticos mientras cicatrizaban las heridas, fue derivado hacia afuera, a una jaula, donde tiene más espacio para moverse.
Ahora, en Ñacurutú le dan una mezcla de carne y algunas latas “de buena calidad” como a los perros. También, al alimento le agregan proteínas a base de insectos.
De a poco recupera su peso y se encuentra “súper activo”, ya que las heridas se han sanado “súper bien”, cuenta Cristian. “Tenemos que esperar a que recupere más fuerzas”.
Mejoría
Aún cojea. A veces, se afirma del muñón de su pata trasera; otras, no. “Le falta un punto de apoyo”, comenta el veterinario. “Aunque se pega sus trotes rápidos, no es un animal lento, y da unos saltos bastante altos en la jaula”. Es más, cuando alguno de sus cuidadores entra a su cautiverio, prácticamente llega al techo en el esfuerzo por escapar.
Si bien es joven, también ya alcanzó la adultez, por lo que “reconoce a su especie, se crio con ella”, lo que implica que “sabe que somos invasores”, cuenta.
En lo que a este zorro respecta, “es bastante mañoso, nos tenemos que acercar poco, porque al tiro empieza a gruñir, como que te quiere atacar, y muerde fuerte”, relata. Cristian lo ha comprobado por experiencia propia. Le dan agua, comida y rápidamente salen de la jaula para que no se estrese ni desespere.
Cada especie implica una dificultad. En el caso del culpeo, plantea, “es un animal que te puede hacer daño, morder fuerte o incluso contagiar alguna enfermedad o germen a través de la mordida”. Por eso cualquier manejo se hace con el individuo bien anestesiado, dormido.
Todo indica que la primera misión está cumplida: salvarle la vida.
Y de inmediato surge la pregunta: ¿Qué va a pasar con él? En esa pega entra el SAG, institución que deberá determinar cuán factible es liberarlo en lo silvestre o, en el otro caso, destinarlo a un centro de exhibición como un zoológico o granja educativa.
Cristian se muestra optimista: “Hay experiencias de animales que pierden extremidades y sobreviven, pero tiene que ser en un ambiente, de alguna manera, controlado”. Es decir, plantea, su liberación tendría que darse en una zona lejos de asentamientos urbanos, donde sea menos probable que se tope con trampas o perros.
Como sea, “será difícil que sobreviva bien, porque estará constantemente acosado o tendrá que competir con otros animales y, de alguna manera, en desventaja”, dice, al considerar que su cojera le impedirá correr “bien”. Debe adaptarse para cazar, acceder a presas más chicas como bichos, ratones y pajaritos. “Un conejo será difícil que lo pueda atrapar; no tendrá la velocidad de antes”, advierte.
Lo incierto
En el último año, a Ñacurutú han llegado tres zorros por lesiones con guachis (incluido este). Los dos anteriores llegaron en peores condiciones: “Los encontraron muy tarde y estaban totalmente deshidratados, ya débiles y desgraciadamente no se pudieron salvar”, recuerda; de hecho, uno de ellos, que era hembra, también tenía sarna, enfermedad que contagian los perros.
—Claramente me da una sensación de rabia, de angustia, por todo el rato que el animal estuvo así atrapado —declara el veterinario—. Da rabia porque la gente no entiende que hay cosas que no deberían hacer, que están prohibidas por algo. Todavía persiste la gente porfiada. Uno no entiende cómo puede ser tan irracional el ser humano.
Por mientras, el zorrito en su jaula espera.
Los incendios en el centro-sur persisten y allá, en Tomé, el viento envuelve un intenso calor que viene y va. El humo cubre el sol, lo vuelve anaranjado. En un aire y tierra enrarecidos, el individuo se pone más “gordito” y se fortalece para, con algo de suerte, en marzo saber hacía dónde irá su destino.