Este roedor subterráneo se extiende de Patagonia a la austral Tierra del Fuego. Es un animalito que no ha sido demasiado estudiado: “Si entras a hilar fino, sabemos poco y nada”, dicen los entendidos sobre estos pequeños mamíferos. Sin embargo, es un territorio que desde el siglo XX ha sido alterado por la ganadería: “Hay bastante información como para empezar a tomar decisiones”, dicen sobre su conservación en medio del cambio climático. “Que vivan bajo tierra los hace más difícil de estudiar”, declara una joven investigadora, “pero hace que uno quiera estudiarlos más”.
En agosto de 1833, un veinteañero naturalista inglés, un tal Charles Darwin, quien había llegado a Sudamérica a través del Atlántico en el Beagle, recorría la amplia pampa argentina siguiendo el río Colorado.
Antes de emprender un largo trayecto de mil kilómetros hacia Buenos Aires, pasó algunos días excavando algunos valiosos huesos de mamíferos fósiles para enviarlos a Inglaterra. Tras conseguir caballos y los respectivos permisos, se mandó a cambiar y siguió con su largo viaje —marítimo y terrestre— que eventualmente lo llevaría hacia Tierra del Fuego, Chiloé, Valdivia, Talcahuano y, sin escatimar esfuerzos, hasta Copiapó.
Pero en aquel recorrido por suelo trasandino, según constató en El viaje del Beagle (1839), llamó su atención un pequeño roedor, conocido como tuco tuco debido a un sonido que emitía similar a un “tuc-tuc”. Sobre estos animalillos incluso se animó a decir que no tenían cola y que casi no podían ver, como si de topos se tratase, criaturas de una rama evolutiva distinta a los roedores, los eulipotiflos (Eulipotyphla), que engloba también a erizos y musarañas .
“En el tucutuco, que creo que nunca sale a la superficie del suelo, el ojo es bastante más grande, pero a menudo queda ciego e inútil, aunque aparentemente sin causar ningún inconveniente al animal”, escribió él.
El caso de estos roedores le resultó intrigante y, eventualmente, le sirvió para respaldar un punto clave en su teoría de la evolución, la que plasmaría en su obra que marcaría un antes y después en el pensamiento científico, El origen de las especies (1859). Resulta que, para él, los grandes ojos de estos pequeñines subterráneos solo tenían sentido si sus antepasados (no muy lejanos) provenían de una vida en superficie.
Por lo tanto, pensó, la selección natural en el futuro favorecía a los individuos que desarrollaran cierta protección para su visión —como alguna membrana—, si eventualmente requerían los ojos para sobrevivir. Sino, según postula su planteamiento sobre los órganos que caen en desuso, se volverían cada vez más rudimentarios hasta casi desaparecer.
Así, con su aparición en uno de los párrafos de Darwin, el tuco tuco veía inscrito su nombre en las páginas doradas de la ciencia.
Sin embargo, aquella era apenas una tímida —y algo errónea— pincelada.
El viaje del ancestro
El último antepasado común entre el Ser humano (Homo sapiens) y el tuco tuco vivió hace unos 75 millones de años, según el biólogo británico Richard Dawkins; es decir, en el último tramo del Cretácico, cuando los dinosaurios aún dominaban plenamente la Tierra, a sus anchas.
Ahora, los roedores representan uno de los grandes éxitos entre los mamíferos, al contener un 40% de las especies vivas de esta clase, según el conteo actual de la American Society of Mammalogists.
“Me gustan los roedores principalmente porque, si tuvieras que elegir un mamífero que poner en el arca de Noé para que se preserve y represente a todos los mamíferos, tiene que ser un ratón”, plantea Enrique Rodríguez, ecólogo de la U. de Concepción, a La Cuarta. “Son los mamíferos por excelencia, los más exitosos de toda la evolución mamiferiana”.
Los tuco tucos son parientes más bien lejanos de los impopulares guarenes (Rattus norvegicus) y ratas (Rattus rattus), que fueron introducidas cuando los colonos llegaron en barcos a América; ambos linajes pertenecen a la familia de los múridos (Muridae), que evolucionó durante millones de años en el “Viejo Mundo”, o sea Eurasia y África.
En cambio, este roedor subterráneo ha seguido un camino evolutivo distinto, muy sudamericano.
Hace unos 30 o 40 millones de años, arribaron sus antepasados histricomorfos (Hystricomorpha), que hoy en Sudamérica también están representados por criaturas como el pequeño degú (Octodon degus), la chinchilla (Chinchilla lanigera), el coipo (Myocastor coypus) y el carpincho (Hydrochoerus hydrochaeris), el roedor de mayor tamaño en el presente.
Según el registro fósil, su llegada fue cuando Sudamérica era una gran isla, ya sin conexión con la Antártica y África. En aquel tiempo, el océano Atlántico era más estrecho, por lo que el continente estaba separado de suelo africano por varios kilómetros menos. La hipótesis más aceptada es que, con un poco de fortuna, arribaron a través de una balsa natural, para luego expandirse por el continente.
Al hilar más fino, los caviomorfos (Caviomorpha) son los histricomorfos del “Nuevo Mundo”, o sea de América, por lo que “es una agrupación más restringida”, detalla Guillermo D’Elia, investigador y curador de micromamíferos de la U. Austral, a La Cuarta, al compararlos con sus ancestros africanos.
En concreto, los caviomorfos se diferencian de otras ramas de roedores, “porque presentan una anatomía altamente modificada en una parte del cráneo, en el rostro”, explica Enrique sobre esta variación que implica “una configuración en la mandíbula para que los músculos de la masticación tengan una forma distinta de hacer fuerza”. Aquella modificación habría ocurrido cuando el ancestro del tuco tuco aún se encontraba en África, hace unos 50 millones de años.
“Son un grupo muy antiguo que se tomó Sudamérica, tal cual lo hicieron los capibaras en los ambientes acuáticos, los puercoespines, otros trepadores y otros que son como ciervos como las maras argentinas (Dolichotis patagonum), detalla el biólogo de la U. de Concepción. “Han alcanzado tanta diversidad de formas”.
Uno de esos estilos es el fosorial, o sea, adaptado a la excavación y a la vida subterránea, con cuerpos fusiformes y equipados con garritas y dientes útiles para ese mundo bajo tierra. Y así, en algún momento, apareció el género los tuco tucos (Ctenomys), actualmente compuesto por unas 66 especies.
Se estima que el ancestro común de todos esos animalitos vivos se remonta aproximadamente unos 6 millones de años atrás, a finales del Mioceno, cuenta el investigador de la U. Austral. Su linaje “hermano” son los octodóntidos (Octodontinae), familia que en el presente incluye a criaturas como el degú común (Octodon degus) y el cururo (Spalacopus cyanus), que también lleva una vida subterránea.
Así, dentro de los tuco tucos se encuentra el magallánico (Ctenomys magellanicus), que es el más austral y el único que llega hasta Tierra del Fuego. “Podemos creer que es un animal algo sujeto a amenazas grandes, porque está en un ambiente cuyas características ambientales son particularmente limítrofes con respecto a todo el resto de los tuco tucos”, advierte Enrique.
Aunque se habla de que el tuco tuco de Magallanes se divide, a su vez en varios linajes, Guillermo advierte que “no está muy claro cuántas son, porque los esquemas taxonómicos de subespecies, por lo general, son un poco viejos y se han usado medio por inercia, sin que nadie haya evaluado mucho”.
El investigador de la U. Austral también menciona que hay un grupo del “tuco tuco magallánico”, pero que realmente no son lo mismo, a pesar de estar estrechamente relacionadas “filogenética y evolutivamente”. De hecho, durante el 2020, junto a otros colegas describieron a dos nuevas especies que se encuentran en la Patagonia argentina, y pronto vendrán más, según él mismo adelanta.
Por ahora, se pregunta: “¿Qué poblaciones consideramos qué pertenecen a qué especie?”, ya que “eso determina la distribución de cada especie”.
Hoy, el consenso es que el tuco tuco magallánico habita en el extremo sur de Argentina y Chile, desde el centro oeste de la provincia trasandina de Santa Cruz, y centro de Aysén, hasta Tierra del Fuego, tanto del lado argentino como chileno, e islas adyacentes del “fin del mundo”.
En algún momento, hace ya varios miles de años, todo este desmembrado territorio fue “invadido por tuco tucos ancestrales”, relata. Guillermo quiere saber qué procesos geológicos permitieron que los distintos linajes divergieran entre sí. En el periodo Pleistoceno —que empezó hace unos 2,6 millones de años— hubo al menos cinco glaciaciones, etapas en que el nivel del mar bajó y, por lo tanto (y en teoría), estos roedores habrían migrado en esos intervalos de menos agua. Además, “los Ctenomys no están adaptados para nadar, por su forma y su pelaje”, agrega.
Ya en tiempos más recientes, con la llegada del humano a este aislado suelo, los selk’nam (onas) usaban pieles de tuco tuco para hacer quillangos (vestimenta), y también se los comían; de hecho, hay registros arqueológicos de pequeños huesos cortados y quemados.
La vida bajo tierra
Son precavidos, evitan mostrarse. “Hay ocasiones en que no se ve el tuco tuco como tal, sino la acción; empiezan a reacondicionar sus cuevas y se ve constantemente que salta tierra”, cuenta Nicole Williams, quien lleva semanas instalada en la Reserva Natural Pingüino Rey, en la gran isla de Tierra del Fuego, a La Cuarta. “Uno ya sabe que está ahí, y que está trabajando y no está teniendo problema”.
Ella, que se encuentra en su etapa final para convertirse en técnica veterinaria en el Instituto del Medio Ambiente (IDMA), se halla en tierras fueguinas haciendo dos investigaciones sobre este animalillo subterráneo, analizando su alimentación y parásitos que lo pudiesen afectar.
Aunque en ese sitio protegido la popularidad la ostenta el pingüino rey (Aptenodytes patagonicus), según ella, estos roedores “cada vez se ven más a pesar de que hayan turistas, como que se están adaptando”, asegura. “Se han adaptado a la presencia de gente”, sobre todo en horarios crepusculares, es decir, muy temprano o bien entrada la tarde, tal como ya han descrito otros autores.
Con algo de paciencia, “si uno se queda mirando un buen rato, asoman su cabeza hasta la mitad del cuerpo”. Luego retoman su pega. “Es como una especie de monitoreo de alerta”, comenta, ya que deben estar atentos a depredadores como zorros, caranchos (Caracara plancus) o cernícalos (Falco sparverius).
Incluso a veces migran, se van para asentarse en otro lado. Aquel proceso, agregan Enrique y Guillermo, suele ocurrir de noche.
Hace poco, a Nicole le tocó ver a uno que salió de su galería subterránea, aunque no se alejó demasiado: “La otra vez vi uno y era más pequeño de lo que se describe”, cuenta. “Tengo la hipótesis que pudo ser un juvenil, que quizá exploran un poco más, como ocurre en la mayoría de las especies”.
“Es súper difícil de estudiar, pero las manifestaciones secundarias de sus procesos vitales nos ayudan a entenderlo o percibirlo”, plantea Enrique sobre cómo estos animalitos moldean su hábitat.
Eso sí, precisa, no siempre es necesario estar en el sitio de los sucesos… al menos él.
Para una investigación en que guio a Daniela Lazo, quien buscaba optar a su doctorado, se aliaron con gente de la Conaf que tiene contacto diario con la especie desde Aysén, pasando por Torres del Paine, hasta Tierra del Fuego: “Generaron los datos primordiales de este trabajo, a través de evaluar galerías activas”, explica. “Ves las entradas de estas galerías, donde ellos acumulan la tierrita y hacen unos cerritos”.
Ese material terroso se refresca constantemente mientras el animal está ahí. “Y cuando ya la abandonan simplemente se va compactando ese cerrito hasta que se erosiona y no queda ninguna señal”, agrega.
En ocasiones, para hacer ciertos estudios, hay que pillarlos. Y no es una pega simple.
Aunque son herbívoros que quizá irradian cierta ternura, él los califica como “bien salvajes”, porque “tienen reacciones violentas”. Para su captura utiliza un cepo que los agarra de los pelos. Cuando cae uno, el investigador “tiene que correr a sacarlo, porque sino se muerden la pata y se la arrancan”, asegura. “Prefieren perder una pata”. Hay que estar atento.
Con algo de suerte, “les tomas las muestras, los mides, (les revisas) el estado reproductivo, le haces un cariño, le das una manzana y lo mandas de vuelta a su galería”, detalla.
Guillermo coincide en que es clave identificar las madrigueras o “tuqueras”. Ahí reside la ventaja. El tuco tuco suele mantener cerradas las distintas entradas, explica, pero “en un dos por tres las abre para ventilar y mantener el CO2 [dióxido de carbono] a los niveles aceptables”. Aquel sistema de galerías es “complejo”, describe, “con varias ramificaciones”. Estos roedores abren y cierran las entradas, así regulan la temperatura de su hogar y que el aire se mantenga fresco.
A veces, se asoman a la exterior y emiten sus vocalizaciones, un sonido que él define como un “tucutú”, que es “muy seco y retumba”.
Para capturarlos, relata, el animal nota que se abrió una de las entradas y de inmediato va a arreglarla, momento en que caerá en la trampa. El modus operandi es distinto al que se aplicaría, por ejemplo, con un ratón cualquiera, que implica simplemente dejar la trampa durante la noche y revisar al día siguiente si cae alguno.
En cambio, dice, con los “Ctenomys es un poco más activo, colocamos a las trampas, terminas de colocarlas y a la media hora volvés a la primera porque normalmente, si están activos, pasan pocos minutos para que vaya a solucionar esa ruptura” en su madriguera.
“Que vivan bajo tierra los hace más difícil de estudiar”, expresa Nicole, “pero hace que uno quiera estudiarlos más”.
Incertidumbres
Tanto Guillermo como Nicole y Enrique coinciden en que el tuco tuco magallánico es una especie “poco estudiada”, tal como ocurre con “la mayoría de los micromamíferos”, agrega el académico de la U. Austral. En tanto, la joven investigadora plantea: “Cuando uno trabaja con fauna silvestre, lo más fácil es centrarse en las especies que están descritas o que son más emblemáticas; a veces hay que visibilizar especies que también son súper importantes”.
Pero, así y todo, hay algunas certezas.
“Sabemos un poco de su variación geográfica, a nivel morfológico y genético”, aunque “tenemos dudas de su distribución” dentro de toda la zona austral chileno-argentina. “Hay muchas áreas que no están exploradas”, remarca.
“Tenemos muy poca información, aunque tenemos algunas buenas informaciones”, añade Enrique, quien, por ejemplo, menciona que estos roedores tienen “un grado de diversidad (genética); no tanto como otras especies que no son del género Ctenomys, pero tampoco es que tenga una diversidad muy pequeña”. Dicha característica les daría más chances de adaptarse a futuros cambios en su ambiente.
Sobre su vida social también hay más dudas que claridad. En otros tuco tucos hay registros de que “viven agrupaditos, familia o individuos que no son del grupo familiar”, plantea Enrique. “No es una vida social con divisiones de labores, pero sí gregaria, se agrupan”. Eso podría dar algunas luces sobre el magallánico, pero “falta mucho por estudiar”. En cualquier caso, de este linaje puntal se cree que salvo excepciones, son solitarios, dice Guillermo, a menos que estén en época reproductiva o crianza, cuando tienen un par de crías por temporada.
“Pero si entras a hilar fino, sabemos poco y nada”, admite.
Estos pequeños herbívoros van desde el café hasta tonalidades grisáceas. “Se tienen que camuflar entre la tierra y la arena”, detalla Nicole, “porque parte del suelo que buscan es seco y arenoso”. A pesar de su vida subterránea, sus ojos “no son pequeños”, dice Guillermo, “lo que hace pensar que la visión es un órgano que usan bastante”, contrario a lo que en su momento pudo haber supuesto Charles Darwin, quien los asimiló a los topos.
Nicole también remarca que poseen “un rol ecológico muy importante”. Primero, dice, cumplen una labor de “ingeniero ecosistémico”, ya que las galerías que construyen, cuando las dejan de utilizar, les sirven a otros animales como, por ejemplo, las aves: “Les facilita a otras especies el refugio y el anidamiento”. También, con los hoyos que hacen en la estepa permite que se “renueve la tierra”, y así “se airee y circulen los nutrientes para que la flora se mantenga como tal”.
“Hay poca gente interesada en micromamíferos y, sobre todo, en el sur del continente”, supone Guillermo, curador de estos pequeños animales, en busca de razones sobre la falta de conocimiento. Sin embargo, aquel panorama, dice, puede variar de golpe, porque basta con que algún investigador se instale en Punta Arenas o en Río Gallegos, Argentina, y se meta de cabeza en el tuco tuco magallánico, “y te cambia radicalmente el conocimiento”, plantea.
Por ejemplo, la propia Nicole se encuentra en la reserva del pingüino rey en Tierra del Fuego, donde antes predominaba la ganadería con ovejas y, por lo tanto, un intenso pastoreo; ahora este roedor “se está restableciendo nuevamente” y “apareciendo con todo de nuevo”, cuenta. Todos los días se ve alguno, asegura.
Entre enero y marzo trabajará en la toma de muestras de caca de estos roedores y así determinar si tienen parásitos de origen antrópico, es decir, provenientes de personas o animales domésticos. En caso de que se detecte la presencia de microorganismos, habrá que ver “qué tipos de parásitos son y generar hipótesis de por qué podrían estar esos parásitos en los tuco tucos”, plantea. Y en caso de que no pille nada, será un antecedente por si alguna vez aparecen, y así “se sepa que antes no había”.
La otra indagatoria en la que participa busca describir la dieta del tuco tuco magallánico en la reserva, “porque acá tenemos distintos sectores que tienen distinto tipo de vegetación”, explica; por lo tanto, considerando esta variable, buscan determinar si “se alimentan de los mismo” o no.
Una Patagonia alterada
Estos roedores como género han sabido adaptarse a ambientes extremos. Sin ir demasiado lejos, está el caso del tuco tuco de Atacama o chululo (Ctenomys fulvus), que habita en el Norte grande del país a alturas que rondan los 4.000 metros.
“Pero la diferencia es que el de Magallanes, además de tener esta característica de ambientes extremos, está sometido a la presión antrópica brutal que es la ganadería de ovinos, los famosos corderos magallánicos”, plantea Enrique.
Es más, hay una subespecie de este tuco tuco, denominada C. m. dicki, que se la considera extinta en la austral Isla Riesco, 100 kms al oeste de Punta Arenas, donde sus madrigueras habrían sufrido los estragos del ganado bovino: “Imagínate las vacas, que son animales pesados, de más de 600 kilos, pasando sobre el sistema de galerías, obviamente aplastan bichos, rompen y pasan a ser directamente áreas de pastoreo; se produce la reducción grave del hábitat”, advierte.
Tanto el Ministerio del Medio Ambiente como la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) consideran a este tuco tuco en estado “vulnerable”.
Enrique, en tanto, con miras al futuro, piensa que el tuco tuco “está bien amenazado”.
Ante una eventual entrada del “hidrógeno verde” en la Patagonia, manifiesta su preocupación: “Aunque suene cruel, no existe la energía limpia, porque siempre habrá alguien que pague las consecuencias”, considerando que “todo eso destruye y altera”, sobre todo si se toma en cuenta la vida subterránea de este roedor.
El cambio climático es otro tema que lo inquieta, de hecho, de eso trató la investigación en que guio a la zoóloga Daniela Lazo, en la cual buscaba “entender cuánto rango de distribución se podría perder, según las variables ambientales que más le importan al tuco tuco de Magallanes”, explica. Así se podría proyectar su futuro en base a escenarios más benignos o catastróficos, con y sin el aumento de los gases de invernadero en la capa de ozono.
“Explicamos dónde estará la especie de aquí a finales del siglo XXI y, de acuerdo a esos modelos, los lugares donde no permitiremos que aumente la ganadería; debiésemos pensar en parque binacionales, donde las barreras geopolíticas no existen”, propone sobre los territorios australes de Chile y Argentina.
El estudio arrojó los sitios donde perseveraría el tuco tuco de aquí al 2080. Uno de ellos es en el Parque Torres del Paine y el límite hacia tierras argentinas, “que es la extensión de la estepa patagónica que se mete en Chile hacia ciertos puntos”, detalla. Otra zona donde debiese sobrevivir es a lo largo del eje central de Tierra del Fuego, especialmente en la parte sur, donde se halla el lago Fagnano.
Con el foco de proteger a la especie, el académico de la U. de Conce plantea: “Necesitamos más estudios de su vida social, sus requerimientos energéticos y cómo pasan inviernos tan duros”. Sin embargo, también destaca que “ya tenemos información suficiente como para decir ‘por acá no más de estas actividades (productivas), mejor hagamos estas otras con buenos réditos económicos’ como el turismo.
“Hay bastante información como para empezar a tomar decisiones”, dice. “El problema es que la gente que toma decisiones no lee estos estudios”.
En tanto, Guillermo propone determinar si es un hecho que se encuentra extinta la subespecie de Isla Riesco, ya que posiblemente “era endémica de una isla de Chile”. También considera central “definir bien cuál es la distribución del animal, y eso obviamente tiene implicancias directas para el estado de conservación”.
—A principios del siglo XXI, la industria ovina impactó mucho —destaca—. Ahora, la Patagonia está caminando bastante rápido, y la estamos alterando bastante.
Y Enrique remata:
—Tenemos que ponernos a estudiar este bichito, porque es el caviomorfo más austral. Y va a estar permanentemente afectado, con la ganadería más intensiva, por los cambios cada día más acentuados que está sufriendo la Patagonia.