En esta región de Chile se lo considera en peligro de extinción. Durante los últimos años, a través de un proyecto liderado por Rewilding Chile, buscan salvar a la especie en el Parque Nacional Patagonia. Con un pilar en la crianza y liberación de individuos, ya han pasado de 15 a 70 ñandúes libres. Pero ha sido una pega de años: “Hay que ser constante”, declara el director, Cristián Saucedo. “Hay un factor de mortalidad que debemos asumir”. La meta es ambiciosa y, a pesar de todo, cuentan con aliados, como los machos de la propia ave no voladora, que adoptan a charitos recién nacidos.
Lo aprendieron sobre la marcha. Se trataba de un puñado de huevitos de ñandú (Rhea pennata) que incubaron artificialmente en el centro de reproducción de la fundación Rewilding —legado de Tompkins Conservation Chile—, ubicado en el Parque Nacional Patagonia, en la Región de Aysén.
“Sacamos los charitos [polluelos] y nosotros los criamos”, recuerda su director de vida silvestre, Cristián Saucedo, con La Cuarta. “Eso generó un proceso que no es muy bueno, la impronta, que hace que se identifiquen demasiado con nosotros y sean muy dependientes del ser humano”.
Era esa, hace ya algunos años, la primera gran lección.
Así que hicieron un experimento con la siguiente generación: que los machos adultos del centro adoptaran a los retoños con tan solo uno o tres días de nacidos. En esa primera etapa, los charitos emiten “un silbido largo”, describe el también veterinario, “que es como una alarma de ayuda al papá”, ya que en esta especie es él quien se dedica por completo a la crianza, en solitario.
Lo metieron a los corrales donde cada macho se encontraba separado, pudiendo tener uno, dos, diez o hasta veinte charitos propios. Procedieron a poner a los recién nacidos uno por uno en el lugar: “Ellos lo empezaron a llamar, el macho se aproximaba y sus propios hijos venían y se mezclaban con los otros”, explica. “Él no hace distinción individual, su instinto protector es hacia el grupo de charitos”.
En tanto, los pequeños comenzaron a seguir a sus nuevos hermanos. “Nos valemos de esa cosa conductual para que sean fácilmente aceptados por el macho”, dice. Habían encontrado la fórmula óptima.
El ñandú, en vez de los cuidadores, era quien quedaba a cargo. “Lo único importante el primer día de adopción es asegurarse que los pequeños duerman bajo el macho, porque son súper dependientes en la temperatura, no pueden dormir a la intemperie, se mueren de frío”, explica porque de pequeños aún no desarrollan su plumón y, por lo tanto, “el calor es 100% proveniente del padre”, remarca.
Con esta técnica “se integran muy bien y así logramos mantener todo el patrón conductual que requieren, y evitamos el tema de la impronta”, declara. “Es una vía excelente”.
Primeros picoteos
Durante el 2012, en Rewilding Chile empezaron con algunas medidas para proteger la alicaída población de ñandúes en lo que —desde 2018— es el Parque Nacional Patagonia, 28 kms al norteste de Cochrane; quitaron cercos y pusieron guardafaunas. Por aquel entonces, solo había quince individuos en la zona. De hecho, en Aysén la especie está clasificada en “peligro de extinción”, según el Ministerio del Medio Ambiente, por lo pequeño y fragmentado de sus poblaciones.
Dos años más tarde, a fines del 2014, partieron con el centro de crianza. Dos charitos huérfanos fueron rescatados por Carabineros en un retén fronterizo. Un par de meses después, llegaron otros diez de un criadero comercial de tierras magallánicas; es decir, genéticamente compatible con las aves del parque. Esos pequeños crecieron, se convirtieron en reproductores y, eventualmente, en padres adoptivos.
Así tomaba forma el programa “Conservación y Recuperación del Ñandú”, con la guardería y el centro de reproducción en 2015.
El origen de los retoños de centro “siempre es distinto”, cuenta Saucedo. En este semi-cautiverio a veces nacen charitos dentro del propio recinto, tras ser incubados artificialmente; pero también otros provienen de espacios silvestres, específicamente de predios privados que aportan con “genética nueva, sangre nueva”, destaca, dándole más variedad a la población del parque. Algunos, ya juveniles, llegan desde la Reserva Quimán, en la Región de Los Ríos, donde viven “un proceso de aclimatación y luego son liberados” en el Patagonia.
La primera liberación fue en 2017 y, en el presente, han logrado que hallan unos 70 ñandúes adultos y libres por el parque. La misión es llegar a los 100 individuos. Aun falta camino. “El número es para tener un indicador”, aclara. “Pero el otro elemento importante es que puedan ocupar áreas que están disponibles en el parque como hábitat” y, de hecho, “tenemos una mayor superficie del parque ocupada por la especie”.
El escenario luce alentador.
La cuestión “es aportar individuos al medio silvestre”, no solo en cantidad, sino en variedad de genes, dice. Pero, en paralelo, se han empeñado en remover cercos —que limitan sus desplazamientos—, erradicar amenazas como los perros, censar y monitorear la población con las quince cámaras-trampa que han instalado durante estos años.
Esta temporada, para los huevos que incubaron en el centro no tenían un macho disponible que criara a los charos; por lo tanto, los enviaron hasta Reserva Quimán, donde sí contaban con adultos “aptos conductualmente para recibirlos en adopción”, lo que implica que esté “clueco”, es decir, con disposición a empollar; “incluso la situación ideal es que esté con otros charitos que él haya incubado”, explica. “De esa forma son muy llanos y tienen un instinto muy grande de cuidar a los polluelos”.
El padre “clueco”
El ñandú es el ave más grande que habita Chile (mide entre 93 y 100 centímetros), y pertenece al orden de los ratites o estrucioniformes (Struthioniformes). Ninguna de estas aves puede volar. Algunos integrantes de este gran grupo son el avestruz, el emú, el casuario y el kiwi. Eso sí, pertenecen a distintas familias, separadas por un largo trecho de evolución.
Al hilar más fino, estos plumíferos exclusivos de Sudamérica pertenecen al linaje de los réidos (Rheidae), del cual los registros más antiguos datan de finales del Paleoceno, es decir, hace unos 56 millones de años, encontrados en lo que hoy es Argentina y Brasil.
Actualmente existen tres subespecies de esta ave que gusta de las planicies y alcanza los 70 kms/hr en carrera. Una de ellas es el ñandú común, (Rhea pennata pennata), Suri (R. p. tarapacensis) y ñandú cordillerano (R. p. garleppi); a las dos primeras se la halla en territorio chileno.
En total, se considera la población total de este linaje como “preocupación menor”, según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), debido a su amplia distribución en la pampa patagónica de Argentina.
En Chile el escenario es más delicado. Al ñandú común se lo encuentra principalmente en la Región de Magallanes, donde las poblaciones se concentran en los parques nacionales Torres del Paine y Pali Aike, y en algunas otras áreas. Y en Aysén, claro, la situación es más complicada.
Estas aves tienen un estilo de vida “polígamo” y “poliándrico”, plantea Saucedo. Distintos machos y hembras se aparean sin pudores entre sí. Los varones establecen un territorio para atraerlas a ellas, “cantando, haciendo un poco de show y galanteo”, describe. Ahí las hembras depositan los huevos —de colores blancos, amarillos y verdosos— en el nido que él cuidara. Una vez que ellas ponen a los futuros retoños, la madre “no tiene ni un rol en la crianza y puede aparearse con dos o tres machos más”, explica.
Los padres son muy celosos con sus nidos, ubicados en el suelo. Ante la mínima sospecha de un invasor lo abandonan porque “es muy alto el riesgo” de que sean depredados. Así que “se guardan” para la temporada siguiente. De hecho, remarca Saucedo, por eso en Rewilding evitan monitorear o simplemente buscar los nidos del parque, para que no desconfíen.
Lo que sí hacen en este proyecto es tomar algunos huevos de la estancia Baño Nuevo, ubicada unos 50 kms al noreste de Coyhaique —tras conseguir los permisos respectivos con el Servicio Agrícola y Ganadero (SAG)—, para luego incubarlos artificialmente en el centro de reproducción. Solo intervienen en uno o dos nidos del sector, y se llevan todos los huevos, ya que de todos modos el macho los abandonará. “Tiene mucho más sentido técnico, biológico y ecológico”, argumento sobre esta población que es más numerosa, al abarcar unos 300 ñandúes.
A pesar de que pertenecen a mamás diferentes y ser puestos en distintos días, de alguna manera los charitos se las arreglan para eclosionar en horas similares; o sea, el 80% 0 90% de los huevos nace en un periodo de 24 y 36 horas.
“Eso es importante”, remarca el veterinario, porque tras los primeros nacimientos el padre no permanece demasiado tiempo echado; dependiendo de las condiciones, en algún momento se levanta y se va con sus pequeños retoños. “Son nidífugos, nacen y se mueven”, define. “No son nidícolas, no se quedan esperando a que el papá les traiga comida”.
Así, los recién nacidos empiezan a seguir a su papá a todos lados e, instintivamente, a picotear todo en su entorno; son omnívoros, ya que comen todo lo que pillan, pasto, hierbas, arbustos, bichitos o lo que sea.
Mientras, los no nacidos, se convierten en alimento fácil para cóndores (Vultur gryphus), armadillos y zorros. “Es parte del ciclo natural”, dice.
Un nido puede tener entre 20 y 30 huevos, de los cuales entre 15 y 20 se convierten en charitos que andan tras su papá. Con el paso de las semanas en lo salvaje, “la mortalidad natural es relativamente alta”, advierte. Ya con tres o cuatro meses de vida, entre enero y febrero, se independizan de su progenitor.
Al final, los que llegan a adultos solo son entre tres y cinco ñandúes. “Se producen pérdidas en el medio natural, no es un sistema cerrado”, dice. “Hay un factor de mortalidad que debemos asumir”.
En esta etapa, distintos jóvenes se agrupan entre sí, y algunos incluso se acercan inocentemente (aún) a las hembras.
Crecer para sobrevivir
La crianza en el centro de Rewilding es algo distinta al entorno natural; aunque intentan que “sea lo más similar”, plantea Saucedo. “Tratamos de intervenir lo menos posible”. El compromiso llega al punto que si notan a algunos charitos “más chiquititos y debiluchos” dejan que la selección natural haga su pega: que sobrevivan los mejor adaptados.
“Los primeros años interveníamos, pero nunca sacamos ninguno adelante”, argumenta. “La lección es que tenemos que aceptar algunas pérdidas que se producen en cautiverio”. En lo nutricional sí se preocupan de darles suplementos como pellets, fardo, hojas de trébol, para que “tengan un crecimiento más rápido, y que lleguen en buena forma para ser liberados”, detalla. Los charitos se encuentran en corrales junto a su padre adoptivo, infraestructura que cuenta con cercos eléctricos para, por lo menos mientras dure el cautiverio, protegerlos de zorros y pumas (Puma concolor).
A medida que crecen “todos son diferentes”, describe Saucedo. “Unos son más altos o bajos; otros tienen la cabeza más chata o redonda; el pico medio curvo o chueco”. Sucede que “se pueden distinguir”, pero “no es fácil porque hay que verlos de cerca”.
Las liberaciones suelen realizarlas en abril, los meses previos al invierno, cuando los machos empiezan a hacer sus primeros cantos territoriales con miras a una nueva temporada de apareamiento.
El director y su equipo saben que ha llegado el momento de la libertad cuando los padres “ya no pescan” a los retoños, mientras que los jovencitos ya están bien emplumados y hacen su vida “independiente”. Ahí agrupan a los juveniles de las distintas camadas, incluidos los provenientes de Reserva Quimán, para abrirles las puertas.
En general, debido a la “selección natural” que se produce durante su desarrollo, los que llegan a edad suelen estar preparados para adentrarse en la vida silvestre. En el peor de los casos, simplemente hacen dos grupos de liberación “entre los más adelantados en relación a lo físico”; mientras a los demás “los dejamos dos o tres semanas más para que salgan más gorditos y con desarrollo de plumaje”, explica.
Al ser liberados varía bastante la reacción de los distintos ñandúes. Algunos simplemente se quedan comiendo, tranquilos, dentro del encierro. Otros salen corriendo y vuelven durante la tarde. “Por lo general, se da una liberación blanda, gradualmente aumentan sus distancias de exploración”, resume. Solo una vez les ha tocado que los individuos vuelvan en busca de algún bocado, ya que generalmente “pareciera que la comida de afuera es mucho más interesante que la que les entregamos”, plantea. “Eso ayuda a que no vuelvan”.
Saucedo dice que estas aves son " naturalmente desconfiadas, y si ven alguna amenaza o algo raro, van a correr”. Aunque como ocurre con pumas y guanacos (Lama guanicoe) en Torres del Paine, “si tienen buenas experiencias se produce una especie de habituación; entonces los animales tienden a ser más mansos”.
Tras la liberación, algunos plumíferos se muestran “mucho más exploradores y ariscos, y otros son más confianzudos y curiosos”, aunque advierte que es difícil generalizar. Como suele ocurrir entre las aves, tienen una gran visión y, por lo tanto, “todo lo que les parezca raro del entorno, los va a poner saltones, y estimular a que corran”. Es más, si ven que un colega herbívoro como el guanaco aprieta cachete, ellos hacen lo mismo.
En resumen, algunos más rápido que otros, todos van perdiendo contacto con el corral y “llega un momento en que los vemos muy ocasionalmente”, concluye. Con el paso de las semanas, estos jóvenes interactúan e, incluso, se integran con los ñandúes silvestres.
—Es toda evidencia que nos hace seguir en este esfuerzo —remarca—. Vamos por buen camino. Estos programas son de mediano y largo plazo; los resultados no los ven en un par de temporadas. Hay que ser constante.
Antes, unas temporadas atrás, las liberaciones las hacían cuando los juveniles ya tenían un año cumplido, y habían alcanzado su tamaño adulto. Antes de soltarlos, les ponían un collar numerado para seguir sus pasos en la vida silvestre. Pero eso cambió. Con el tiempo “nos dimos cuenta que era mejor liberarlos a más temprana edad”, cuenta. “Hacía que tuvieran una flexibilidad conductual y de exploración mucho mayor”. El problema de eso fue que, al ser más nenes, aún no alcanzan su tamaño total y, por eso, no les pueden poner nada en la pata o el cuello. “Hemos sacrificado ese dato y nuestro indicador ha pasado a ser el conteo”, dice.
Aquellos censos, destaca Saucedo, “marcan una seria tendencia al aumento”. Y no todo es números, porque cada vez se topan con más machos con charitos silvestres. Es decir, se estarían reproduciendo por cuenta propia, “lo que podría traducirse en un mayor número de individuos”, adelanta.
Así y todo, estiman que en el parque la mortalidad es de un 50%, lo que “nos obliga a mantenernos liberando animales en el medio silvestre, porque la población tienen que alcanzar un nivel numérico en que sea capaz de absorber la depredación de buen forma, sin que la población disminuya”, plantea. “Tratamos de empujar a una población que venía muy deprimida”, pero “tampoco les podemos enseñar en cautiverio cómo eludir (los peligros); tienen que aprenderlo en el medio silvestre”.
Finalmente, entre esos diez o quince individuos que liberan cada año, son ellos mismos quienes deben arreglárselas y así, con un poco de astucia y suerte, perseverar.
O sea, vivir entre once y trece años. Nada mal.
Síntomas de recuperación
El plan es “generar un flujo de individuos y genes, tanto con Reserva Quimán como con nuestro centro, y ojalá otros centros que se puedan formar en el tiempo, y se genere una red de colaboradores”, declara, porque “no es ideal que solamente se reproduzcan los mismos” entre sí. Es más, se encuentran en gestiones con el Ministerio de Agricultura, Conaf y SAG para traer individuos silvestres desde Argentina, algo que hace cientos de años ocurría de forma natural entre los ñandúes, y que permitía un intercambio constante de genes.
Ya hacia el mediano o largo plazo, la meta “es en algún momento dejar de insertar individuos”, vislumbra, y que la población del parque se sostenga por sí misma.
Cuando solo quedaba una quincena de estos plumíferos en el Patagonia, “originalmente todos eran consanguíneos”, o sea, “estaban emparentados en mayor o menor grado”, plantea. Con tan pocos genes a disposición, esos ñandúes tenían poco futuro para perseverar con el paso de las generaciones, al tener pocas chances de adaptarse a los cambios del entorno.
—Considerando el hábitat disponible —propone—, definimos arbitrariamente a estos cien individuos como una primera medida, pensando que es una buena base numérica, y que genéticamente habrá genes que no estaban antes.
Además, al salvar a los ñandúes de esta zona, también se contribuye a recuperar su rol dentro del ecosistema como dispersor de semillas. El ciclo se completa.
Aparte, son una presa frecuente del puma. De hecho, en lo silvestre estas aves “se asocian” con los guanacos en la estepa, en pleno campo abierto, donde puede estar al acecho el gran felino de Los Andes. A medida que crecen sus poblaciones se mantienen cerca de estos grandes camélidos, “y de esa forma aumentan sus chances de escapar de depredadores en el medio silvestre”, relata. “Es una vigilancia doble o triple, se multiplica, porque son muchos más ojos pendientes de qué sucede en el entorno”.
El director plantea que es una “asociación primigenia”; o sea, que ocurría naturalmente en el pasado, pero “que se perdió cuando las poblaciones de ambos herbívoros disminuyeron”. A medida que ambos habitantes comienzan a repoblar el parque, esta dinámica se restituye. “Es como si estuviera en el disco duro de ellos”, comenta. “Entre más nos defendemos y cachamos mejor qué pasa alrededor”.
—Llena de alegría ver que todo ese trabajo va dando frutos, y que estos pajaritos se van integrando al medio silvestre —dice—. Inyecta energía para seguir trabajando, porque a veces no es fácil: hay que alimentarlos, cuidarlos del cerco eléctrico, limpiar los corrales y preocuparse de su agua. Es un trabajo muchas veces un poco anónimo, pero que busca recuperar a esta especie, y que junto a los guanacos vuelvan a correr en las estepas del Parque Nacional Patagonia.