El perro que cazó a un coipo pequeño: retrato del “problema tremendo” que ataca a la fauna nativa

Perro y coipo. ILUSTRACIÓN: César Mejías / @gatoncomic

En Talcahuano, Pablo Maass fue a tomar fotos al humedal cerca de su casa. De pronto, se topó con una escena de cacería que le dolió. “Hambre no tiene y tampoco es el depredador natural”, cuestiona sobre el can vago. Aunque el roedor mayor de Chile no está en peligro de extinción, el episodio grafica un drama mayor, protagonizado por estos animales domésticos: “Son una amenaza” y “las autoridades responsables deben dar una clara respuesta”, insisten los entendidos en conservación ante un oscuro escenario.

El atardecer se acercaba. Pablo Maass (37) había salido a tomar fotos con una amiga en el barrio de Brisa del Sol, en Talcahuano, Región del Biobío, a una cuadra de su casa. Caminaban, era lunes 24 de octubre y el reloj marcaba cerca de las 18:45.

Este sector se ha construido sobre el humedal Marisma Rocuant-Andalién. Aquella zona “es hábitat de coipos (Myocastor coypus) y de vida silvestre en realidad”, cuenta él a La Cuarta, de hecho, tiene registros de 70 especies distintas de aves que viven o migran hasta aquel húmedo ecosistema. “Es bastante abundante”, recalca.

Ambos se hallaban a un costado del canal Ifarle, mientras las aguas tranquilas reflejaban el anarajando cielo.

De pronto, en la otra orilla, la calma se quebró: un perro (Canis lupus familiaris) negro, grande y robusto salió del canal, y en su hocico tenía aprezado a un coipo “bebé”, relata Pablo, considerando que uno de estos roedores adultos llega a medir 50 o 60 cms de la cabeza al tronco.

El perro con coipo muerto. FOTO: Pablo Maass

“Es imposible confundirlo”, asegura él, por ejemplo, con un guarén (Rattus norvegicus) de gran tamaño, que es una especie introducida. El perro apareció de entre los juncos, que es la vegetación donde se esconden los coipos, “sobre todo los más pequeños”, remarca.

Por estos días, la especie se encuentra en periodo de crianza, antes de que sus crías alcancen la madurez sexual, lo que ocurre a eso de los seis meses, según el ecólogo Agustín Iriarte en Guía de los mamíferos de Chile (Centro UC, 2021).

“Lamentablemente, al estar en la otra orilla, no se lo pudimos quitar”, dice. Unos cinco minutos después, el perro incluso se acercó a ellos con el coipo entre los dientes, luego lo dejó en el pasto, le echó una olida, se chupó los bigotes y ahí lo dejó.

“Ya estaba reventado, fallecido”, lamenta el testigo.

Nacido y criado en Sudamérica

Los roedores son uno de los grandes éxitos entre los mamíferos, abarcando un 40% de las especies vivas de esta clase. De hecho, según la American Society of Mammalogists, del total de 6.596 que se conocen, 2.623 pertenecen a este orden que roe porque sus dientes no dejan de crecer.

Ellos llegaron en dos oleadas a Sudamérica. La primera de ellas —y es la que interesa para esta historia— ocurrió hace unos 30 millones de años, cuando arribaron los antepasados de los histricomorfos (Hystricomorpha), que actualmente han evolucionado a criaturas que van desde el pequeño degú (Octodon degus), pasando por la chinchilla (Chinchilla lanigera), hasta el capibara o carbunco (Hydrochoerus hydrochaeris), el roedor de mayor tamaño en el presente.

Según el registro fósil, su llegada fue cuando Sudamérica era una gran isla, ya sin conexión con la Antártica y Oceanía. En ese tiempo, el océano Atlántico era más estrecho, por lo que el continente estaba separado de África por varios kilómetros menos.

Un coipo en el pasto. FOTO: Pablo Maass

“La mejor hipótesis que tenemos, y es bastante robusta aunque parezca raro, es que llegaron a través de una balsa natural”, explicó Guillermo D’Elia, investigador y curador de mamíferos de la U. Austral, a La Cuarta. “Algo similar pasó con los primates no-humanos”, también conocidos como monos del Nuevo Mundo, entre los que se encuentran los capuchinos, los araña y los aulladores.

Pero para no desviarse, la cuestión es que dentro de los histricomorfos también está el roedor más grande de Chile: el coipo, la misma especie que está representada en “Forestín”, la mascota oficial de la Conaf (Corporación Nacional Forestal).

“En general, los roedores se adaptan muy bien a los diferentes ambientes, en especial en los acuáticos” y “no tienen problemas con la temperatura”, explica Alberto Duarte, veterinario y gerente de zoología del Buin Zoo. De hecho, al coipo se lo encuentra desde el sur de Brasil, pasando por Paraguay y Uruguay, y llegando hasta las tierras sureñas de Argentina y Chile. “Tiene una gran capacidad adaptativa”, remarca.

El nado de un coipo. FOTO: Pablo Maass

En Chile se le conocen al menos dos subespecies, “prácticamente sin diferencias” entre sí, detalla Duarte. La primera vive entre Coquimbo y Malleco, en La Araucanía, y se llama Myocastor coypus coipus. Hacia el sur, desde Cautín a la región de Magallanes, se halla el Malanops. En Argentina también hay una tercera variante que se conoce como Bonaerensis.

Su nombre, coipo o coipú, deriva del mapudungún “koypu”, siendo una especie que ya en tiempos precolombinos era usada tanto de alimento como de abrigo.

De hecho, en los tiempos modernos, a causa de su tupido pelaje, despertó interés dentro la industria peletera para confeccionar caros abrigos, por lo que fue introducida en Norteamérica, Europa occidental e incluso Asia. Como resultado, ha colonizado múltiples humedales alrededor del planeta al punto de estar incluida en la lista de las 100 de las especies exóticas invasoras más dañinas del mundo, según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN).

Coipo sale a la superficie. FOTO: Pablo Maass

“Todas las especies invasoras se caracterizan por su gran capacidad de adaptación a distintos ambientes y condiciones”, detalla Ezequiel Hidalgo, director de Conservación e Investigación del Buin Zoo.

Su estado de conservación se encuentra en “preocupación menor”, según la UICN. El coipo es autóctono de Sudamérica y, por lo tanto, en Chile está protegido por la Ley de Caza. Para poner en contexto, Hidalgo también enfatiza en que su situación es bastante distinta a la de otros como el pudú (Pudu puda) o el gato güiña (Leopardus guigna) que se encuentran en estado “vulnerable” o derechamente en “peligro de extinción”. Es más, agrega, “en otras partes del mundo sería equivalente a un jabalí (Sus scrofa) y a un castor (Castor canadensis)”, criaturas con fama de nocivas en los lugares donde son exóticas.

El castor se introdujo en 1946 en Tierra del Fuego, también con la intención de que fuera usado para la peletería. Pero hoy su población se estima en unos 300 mil individuos que, con los diques que construyen, causan estragos en el ecosistema local. Sin solución hasta ahora.

Un coipo a la izquierda y castor a la derecha.

En apariencia, el coipo y el castor son similares, por ejemplo, en el tamaño, en que ambos son herbívoros, en sus dientes son anaranjados y en que tienen membranas interdigitales que le permiten tener patas-gualetas. Pero hay algunas diferencias clave, como los bigotes notoriamente blancos de la especie sudamericana; además esta posee una cola redonda como la de un ratón, mientras que el castor la tiene palmada y aplanada.

Los coipos “tienen una capacidad de adaptación a ambientes muy antropizados”, agrega Hidalgo, pues se acomoda dentro de humedales ubicados en arroyos, ríos, esteros y lagunas. En general, mientras haya harta agua y los inviernos no sean demasiado gélidos, les va bien. A inicios de octubre, un peatón, Andrés Parker, caminaba por el lado del río Mapocho, a la altura del Puente del Arzobispo, en plena Providencia, cuando divisó a un coipo que caminaba por esas aguas cafés. El transeúnte lo grabó.

Si bien aún se desconoce qué tan común sería este roedor en aguas santiaguinos, aquella anécdota sería un reflejo de su cualidad.

En promedio, tienen camadas de seis crías. La madre, a diferencia del común de los mamíferos, posee las glándulas mamarias ubicadas a un costado, cerca de la espalda. Ello permite que sus retoños naden a su lado mientras toman leche.

No tienen tiempo que perder; los coipos viven alrededor de cuatro años.

“El coipo, tú te acercas a él y es una especie bellísima, lo ves nadando, compartiendo con las aves”, describe Pablo. Suelen ser social y se organiza en base a jerarquías. “Además cumple un rol ecológico importantísimo dentro de los ríos, porque su alimentación está basada en plantas acuáticas”, hábito que “impide que el agua se pudra cuando hay demasiadas algas”.

Primer plano de un coipo. FOTO: Pablo Maass

Un instinto

“Son abundantes los coipos, andan en familias y, durante un día normal, los puedes ver en el pasto, en el agua, descansando entre los juncos”, relata Pablo sobre este humedal de Talcahuano.

En tanto, sobre este perro que vive en las calles del barrio, comenta que “tiene un historial de coipos a su haber, no es la primera vez que tenemos registros de él”. Y remarca en que “estoy 100% seguro” de que lo cazó, porque lo vio saliendo del agua con el roedor en el hocico.

Pablo no es fotógrafo ni ornitólogo, trabaja en una empresa de transporte. Pero aun así le gusta recorrer con su cámara; incluso este año ha andado desde el Maule, pasando por Valdivia, Puerto Varas, Chiloé y hasta la Carretera Austral. Ha fotografiado a unas 160 aves nativas, registros que comparte en su cuenta de Instagram (@pajaritos_conce), además de algunos mamíferos como el pudú, el huemul (Hippocamelus bisulcus) y el propio coipo.

Es parte de una agrupación medioambiental de Brisa del Sol, y de otro grupo, Pajareros Biobío. En ambos hacen registros de fauna y educación ambiental en la zona, para así aportar “este granito de arena” a la conservación. Allá, algunos problemas son el tránsito de autos y motos en las playas donde aves como el pilpilén común (Haematopus palliatus) ponen sus nidos; también, en el canal Ifarle hay gente que, al pasar les tira pan, galletas y otros comestibles a la fauna del humedal, práctica que también es nociva.

“Es un constante tratar de educar a quienes cohabitamos, las personas y animales”, plantea, “porque finalmente ellos están en su hábitat y nosotros llegamos a quitarle un pedazo de espacio”.

El canal donde ocurrió la cacería del perro al coipo. FOTO: Pablo Maass

Y claro, Pablo también menciona el drama de los perros que andan sin correa o que derechamente son vagos, es decir, que están domesticados pero viven en la calle.

Sobre este problema, Ezequiel Hidalgo aterriza el tema. En un lado pone a los perros “como un factor del medio ambiente, específicamente de la fauna, porque la utilizan como presa, y se han ido expandiendo y la población ha aumentado mucho”.

Y en otra parte ubica la arista de los canes como un peligro para el coipo, que “no es una especie amenazada, a diferencia del pudú, el zorro chilote (Lycalopex fulvipes) y el huemul, que están en peligro de extinción”, plantea, por lo que en esos casos “los perros pueden ser un acelerador que termine inclinando la balanza hacia la desaparición de esas especies, de las cuales ya de por sí hay muy pequeñas poblaciones, fragmentadas y afectadas por otros factores”.

Un pequeño zorro chilote atacado por perros.

Pero “eso no pasa con el coipo”, remarca, ya que “poblacionalmente está super extendido, e incluso es plaga en otros países del mundo”. Por lo tanto, remarca, “si queremos partir de un punto de vista de conservación real, no podemos decir que su amenaza para la conservación de los coipos”; por lo tanto, no es que “tenga un riesgo de desaparecer porque uno, dos varios perros maten uno o más coipos”.

Eso sí, el conservacionista remarca que el registro de Pablo Maass documenta “un nuevo caso de una especie a la que los perros están causando mortalidad, que no es igual a decir que hay declinaciones poblacionales”, porque “para eso necesitaríamos muchísima más información”.

Tras la cacería, el perro abandonó el cuerpo del joven roedor. “Hambre no tiene y tampoco es el depredador natural, entonces finalmente no sé si es diversión o instinto; técnicamente no sé lo que es”, comenta Pablo, aunque sí tiene claro que “es algo que está mal”, porque “no está dentro de la cadena ecológica”.

Perros asilvestrados cazaron 14 llamas y alpacas de una familia en Colchane durante octubre.

María Ignacia Bueno, veterinaria de Talcahuano, explica a La Cuarta que efectivamente “cazan por instinto, al igual que los gatos (Felis catus), tienen el instinto de la depredación aunque no tengan ninguna necesidad; siempre está presente”.

En tanto, Ezequiel, del Buin Zoo, remarca que “estamos hablando de un cánido (Canidae), que no necesariamente todas las especies de carnívoros van a predar en el momento lo que cazan”. Además al tratarse de perros con dueño o vagos, “lo hacen por un instinto de cacería mal satisfecho al ser animales domesticados, no lo pierden completamente”.

“Pero es algo que está pasando de Arica a Punta Arenas”, sostiene.

Un quique (Galictis cuja) cazado por perros en 2018.

Según el español Jesús Gutiérrez, adiestrador y etólogo canino, este instinto se desata por estímulos internos como el hambre; y en otros casos, por estímulos externos como un olor, o ver a un pequeño animalillo en movimiento.

El instinto tiene una vertiente genética, es decir, hereditaria dentro de la especie, y otra que puede ser enseñada y aprendida por cada individuo; y a su vez, ambas se entrecruzan. Al menos así propusieron los investigadores Gene Robinson, del Instituto Woese de la U. de Illinois, y Andrew Barron, del Departamento de Ciencias Biológicas de la U. Macquarie, en la revista Science en 2017.

Como sea, y sin duda, no es fácil de controlar.

Perro ataca a un cisne coscoroba en Magallanes.

El retrato

Tras grabar el video, Pablo lo compartió a sus cercanos y lo publicó en Instagram; además se lo envió a quienes que se lo pedía para ampliar la difusión. Sobre la respuesta que recibió, “hay muchos que me mencionan que es el instinto del perro, que es lo que debería pasar”, mientras que otras personas “defienden la postura de la vida silvestre”.

Pero, para él, el problema realmente es “más macro”, porque “acá nadie está pidiendo que sacrifiquen al perro, sino hacerse responsables”, por lo tanto, “lamentablemente al perrito hay que reubicarlo en otro lado donde genere menos daño”. También, respecto al humedal, advierte que hay “gente que pasea a sus perros sin correa y lamentablemente también afecta a la fauna”.

El roedor más grande se alimenta en el humedal. FOTO: Pablo Maass

Si bien el caso de los perros y los coipos “no está tan bien documentado”, plantea Ezequiel Hidalgo, ”efectivamente en Chile los perros son un factor que está causando mortalidad de fauna”, y declara que, en algunas especies como el pudú y el zorro chilote, efectivamente “este factor es tan relevante como para ser una amenaza”.

De hecho, él se desempeña en la conservación de ambas especies y, por ejemplo, en el caso de este pequeño ciervo en Chiloé, donde se encuentra la mayor cantidad de individuos, los ataques de perros “se han disparado a unos niveles del 300%”, asegura sobre una amenaza que se suma a los atropellos y la destrucción del hábitat. “Podría estar provocando que llegaran a extinguirse o a unos números muy bajos”, advierte.

Sobre el caso puntual de este pequeño coipo, los distintos expertos consultados por La Cuarta coinciden en la realidad que representa.

Pudú cazado por perros. FOTO: Ramón Vidal (2019)

“Lo que refleja esa foto es que los perros son una amenaza para la fauna silvestre en Chile, causan mortalidad y en algunos casos están amenazando poblaciones puntuales”, dice Ezequiel. Y agrega que “el coipo también está siendo parte de ese grupo de especies que se están viendo afectadas como muchísimas aves marinas o mamíferos”.

Alberto Duarte, en tanto, remarca que “los perros, gatos vagabundos y asilvestrados representan un grave peligro para la fauna autóctona silvestre, no solo por la transmisión de enfermedades, sino también por su actividad predadora”.

Y la veterinaria Ignacia Bueno declara que este caso “representa mucho la indolencia de la gente, porque lamentablemente la cultura se enfoca en proteger a los perros y gatos, pero, con tal de eso, da lo mismo la fauna silvestre”.

Perro en busca de aves en Talcahuano. FOTO: Pablo Maass

Según dice, en varias zonas de Concepción, como el Alto BioBío y Hualqui, hay jaurías de perros, “y también en otros sectores de mayor área de protección biológica como Chillán”, en la Región del Ñuble, donde se ubica una aislada población de huemules. “Eso es un problema tremendo, porque ya tenemos un huemul que su hábitat está sumamente fraccionado”, manifiesta. “Hay pocos esfuerzos de la gente de querer entender, que los perros asilvestrados son un problema que está acabando con nosotros”.

“Todas nuestras acciones tienen un impacto directo en nuestro ambiente”, declaró en agosto la bióloga Kendra Ivelic, directora Refugio Animal Cascada, y detalló que entre el 30% y 40% de las criaturas que llegan a rehabilitación es por un ataque o enfermedad transmitida por perros o gatos. En septiembre Dominique Durand, directora ejecutiva de Proyecto Manku (dedicada a la liberación de cóndores), calificó a los perros asilvestrados como el “tercer mayor problema” para la fauna en Chile.

En 2019, una güiña se encaramó a los postes de luz, acechada por perros en Castro.

Poco margen

Durante el verano del 2015, alta polémica causó un decreto que se aplicó a la Ley de Caza, el cual incluyó a los perros asilvestrados o bravíos como especie dañina para el ecosistema y, por tanto, se permitía que fuera cazado. Sin embargo, la presión de distintos grupos animalistas hizo que el Servicio Agrícola y Ganadero (SAG) echara pie atrás en la medida.

“Teníamos un polo de personas que estaban en pro de proteger los perros, un poquito romantizando, porque no saben que un perro asilvestrado es como un lobo”, plantea la veterinaria. “No es el perrito que ves en la esquina o que le haces ‘hola’ con la manito y viene; es un perro que ataca personas, ganado y fauna silvestre”, porque “tiene cero improntación con las personas y son completamente salvajes, por lo tanto, lo que encuentran a su paso lo tratan de depredar”.

Perros hostigan a puma en 2019. FOTO: Miguel Fuentealba (@miguelangel_fuentealba)

Más tarde, en 2017, apareció la Ley de Tenencia Responsable de Mascotas y Animales de Compañía —más conocida como “Ley Cholito”—, la que con los años ha despertado críticas ecologistas en busca de una reforma, ya que esta legislación daría nulo margen de acción cuando son los perros o gatos ferales (sin vínculo con las personas) los que generan algún daño o “maltrato”.

“Las autoridades responsables del cuidado de la fauna deben dar una clara respuesta en la conservación de la fauna autóctona”, remarca Alberto Duarte.

Perros atacaron a guanaco en el Norte Grande en junio. FOTO: Conaf

Ezequiel, en tanto, más que los perros asilvestrados o los vagos, plantea que hay “una gran cantidad de perros con dueño que, como no tienen una barrera física que los contenga, cuando llega la noche o no son supervisados, salen y pueden cazar”, lo que ocurre por “la falta de prácticas de tenencia responsable por parte de la población chilena en general”.

Sobre los perros vagos, María Ignacia propone que “los municipios deberían tomar cartas en el asunto, con el establecimiento de caniles”. A sus ojos, suele darse el fenómeno de los “perros comunitarios”, a los que “los animalistas les colocan sus vacunas, los esterilizan, pero viven en la calle, y en sectores donde tenemos avifauna como Concepción, que está construida sobre un humedal, son muy problemáticos”.

Un sietecolores sobre una rama en el humedal. FOTO: Pablo Maass

Sobre los humedales, donde las especies suelen poseer habilidades acuáticas, Ezequiel plantea: “El tema de los perros no tiene un hotspot específico ni está caracterizado o restringido espacialmente en una zona”, porque “están muy disgregados, ampliamente distribuidos en distintos ecosistemas y hábitats, y lo que podríamos decir es que ni siquiera en los humedales se pueden salvar”.

“Ya prácticamente no hay ninguna especie que se pueda salvar”, declara.

En lo que va del año, Pablo cuenta que en el humedal cercano a su casa han aparecido fatales registros de un cisne de cuello negro (Cygnus melancoryphus), un pato real (Mareca sibilatrix) y un joven huairavo (Nycticorax nycticorax). “Ese también me dolió mucho, porque es un ave asociada a los humedales, a la playas, de un color azul muy intenso”, dice. “Son pequeñas garzas”.

Huairavo. FOTO: Pablo Maass

Y además de esas aves, han aparecido otros coipos muertos, a los que se suma este nuevo caso.

Aquella tarde, Pablo y su amiga dejaron los restos del pequeño roedor en el humedal porque, ese mismo día, encontraron a otro individuo de roedor sin vida que ya era comido por los carroñeros, los jotes, que al final, “dentro de la cadena natural, son los encargados de hacer la limpieza”, comenta.

El ciclo, por lo menos, se retomó en su último paso.

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