Hace 10 años que Julio Veas vive en un pueblo de Chiloé y nunca había visto al gato silvestre más pequeño de América. Su primer encuentro, que fue en su gallinero, partió con una sensación de “rabia y pérdida” tras la cacería de sus aves, pero al rato lo aceptó: “Es parte de la naturaleza”, declara. Después se preocupó cuando algunos de sus vecinos le contaron que, a modo de represalia, habían matado a individuos de esta vulnerable especie. Aun con la “negativa carga cultural” que arrastra este felino, los expertos dicen que está “mucho más afectado por cómo estamos modificando el paisaje”.
No hubo cacareo ni revoloteo que lo sobresaltara durante la noche. Nada que le hiciera sospechar. Esa mañana del 28 de agosto, como era domingo, Julio Veas (33) despertó más tarde que de costumbre, tipo 10:00.
El suelo había amanecido húmedo.
Hace ya diez años que este profesor de Música se fue de vacaciones a Chiloé, y todavía no regresa, cuenta a La Cuarta. La calidad y costo de la vida allá le parecieron un lujo “impagable”, y encontró un lugar “tranquilo” para enseñar: una escuela artística rural. Se instaló en la aldea de Natri Bajo, comuna de Chonchi, en el sur de la gran isla, donde con sus alumnos ha podido estudiar las vocalizaciones de las aves nativas, sus cantos.
Pero esa mañana tocaba reponer energías. Al menos ese era el plan hasta que se levantó para darle comida a las gallinas, que parecían más silenciosas que de costumbre.
Cuando abrió la puerta del corral —el cual estaba forrado con latas para que las aves no escaparan (o entrara algún invasor)—, se encontró con siete cuerpos inertes de plumíferos, rodeados de blancas plumas salpicadas sobre el barro. Avanzó un poco hasta el gallinero y, apenas se asomó, arriba de una repisa, se topó con el responsable, que aún no terminaba de comerse a una de sus gallinas.
Aunque sabía de su existencia, esa era la primera vez que veía a una güiña (Leopardus guigna).
El incidente
La güiña es el gato silvestre más pequeño de América. Pertenece a la subfamilia de los felinos (Felinae) que en Chile incluye a especies como el gato andino (Leopardus jacobita), el de Geoffroyi (Leopardus geoffroyi), el colocolo (Leopardus colocolo) e incluso, como pariente un poco más lejano, el puma (Puma concolor).
El otro gran linaje, el de los panterinos (Pantherinae), engloba a los exponentes de mayor tamaño, como leones, tigres, leopardos y jaguares. Aunque ese es otro relato.
Este pequeño gato silvestre se encuentra desde la Región de Coquimbo, siendo su registro más al norte en el cerro Santa Inés, un santuario natural ubicado a 15 kilómetros de la localidad costera de Pichidangui. Mientras que hacia el sur vive hasta Los Lagos, en Chiloé, donde pesan algunos gramos más —en promedio— que sus símiles continentales; o sea, hasta 2,4 kilos los machos, y 1,7 las hembras.
Julio estima que esta cacería doméstica fue a eso de las 8 de la mañana, o incluso más temprano, aprovechando su buena visión nocturna, contrario a lo que pasa con las gallinas, que ven poco cuando la luz escasea.
Él, que vive en un sector rural, creía que este gato silvestre habitaba “más hacia los bosques”, admite. “Cuando lo vi, realmente me sorprendió mucho, quedé mucho tiempo mirando, para saber si era real o no”. El gato estaba donde dormían las gallinas, como a metro y medio del suelo. Se quedó atento, quieto y tieso, mientras observaba a Julio, quien le había interrumpido el desayuno.
“Ahí es dónde saqué la foto, pero no le pude tomar más”, relata. “Estaba muy fácil para que pudiera saltar encima mío”, ya que el felino se hallaba acorralado. De hecho, según le han contado algunos vecinos, “a la gente que se les ha acercado, el gato les salta, los muerde”.
Esta criatura gatuna, que es algo más pequeño que un gato doméstico, se había metido por una rendija de abajo en el corral.
Con los minutos, el profe empezó a ver su comportamiento. “El sonido que hacía, que no es igual que un gato, es un poquito más ronco”, describe. “Ahí me di cuenta de que era una güiña”. También se contactó con otras personas, entre ellas su amigo, Joel Peña, a cargo del medio de comunicación socioambiental Defendamos Chiloé, quien le confirmó sus sospechas.
Separados por unos dos metros, Julio lo fotografió con su celular y, luego, fue a buscar una cámara digital. Pero las capturas duraron hasta que empezó a “hacer unos ruidos medios raros; además, era salvaje”, remarca. Así que dejó que la güiña terminara de comer y volvió a su casa.
Pasó poco más de una hora y, al medio día, el animal ya se había ido.
“Después, corroborando la manera que ataca”, comenta, “no es que se coma las gallinas, las destroce y se coma la carne, sino que principalmente se alimenta de la sangre”. De hecho, agrega, “por eso muchas veces la gente acá culpa al chupacabras”, monstruo o criatura mitológica a la que, en ocasiones, se le atribuyen masivas matanzas de animales domésticos.
Era el final del encuentro… al menos por ese día.
Una panorámica
Así como los gatos domésticos (Felis silvestris catus) se presentan en distintas variedades, pero son una sola especie, algo similar ocurre con la güiña, que cuenta con dos subespecies. La que se identificó desde un principio se llama Leopardus guigna guigna, que se encuentran hacia la zona sur, inclusive al otro lado de la frontera, en Argentina.
Mientras que, hacia el norte, está la variedad Leopardus guigna tigrillo, siendo sus registros más nortinos en los bosques relictos de olivillo, es decir, que están en serio riesgos de desaparecer, por ahí por el Parque Nacional Bosque Fray Jorge, comuna de Ovalle.
Sin embargo, “en realidad es una sola especie”, declara Nicolás Gálvez, investigador del Laboratorio de Ecología, Vida Silvestre y Coexistencia en el Campus Villarrica de la U. Católica, a La Cuarta.
Según los últimos estudios de Constanza Napolitano, investigadora Ciencias Biológicas y Biodiversidad de la Universidad de Los Lagos, existe “flujo genético” entre ambos linajes, es decir, eventualmente se cruzan de forma natural entre sí. “Tienen una cierta separación, pero es una sola especie”, declara Gálvez.
Sobre las poblaciones de güiña en el centro-norte, “dadas las características del bosque y que efectivamente necesitan de las quebradas en las cordilleras de Los Andes y La Costa, están en una situación seguramente más compleja que las del sur, porque el hábitat se está viendo modificado; no solo por la densidad humana y el aumento de los cultivos hacia los cerros, también por la presencia de perros y gatos”, explica.
Además, remarca, la década de sequías que arrastran los bosques esclerófilos, es decir, de hojas duras y perennes, “obviamente va generando problemas de escasez de alimento y refugio”.
En total, se calcula que en Chile hay unos 10 mil individuos, aunque son estimaciones “súper gruesas”, advierte Gálvez.
Según la Unión para la Conservación Internacional para la Naturaleza (UICN) y el Ministerio del Medio Ambiente, entre Coquimbo y Los Ríos se encuentra en estado “vulnerable”, mientras que hacia el sur en “casi amenazado”.
El pasado 31 de mayo, apareció un video registrado en el camino de ripio de un camping ubicado al costado de la Carretera Austral, en Chaitén. Dos güiñas corrían y jugaban, hasta que se percataron de que se acercaban a la persona que los grababa. Ante eso, huyeron y desaparecieron entre la frondosa vegetación.
Junto con lo improbable del registro, destaca que ambas güiñas eran de colores muy distintos. “Hay dos fenotipos”, aclara Gálvez.
Uno de ellos se manifiesta en individuos moteados; o sea, con manchas y de fondo un pelaje que va desde el café al café grisáceo. El otro abarca a los gatos que tienen melanismo, exceso de pigmentos oscuros; también tienen manchitas, pero cuesta verlas al no haber contraste en ese negro manto de pelos. El mismo fenómeno se da, por ejemplo, con los leopardos en África y los jaguares en Sudamérica, que popularmente se les llama “panteras”.
“Puede ser que evolutivamente tenga alguna razón”, supone el investigador de la PUC. En general, estos pelajes oscuros suelen presentarse en güiñas sureñas; “dado que son bosques con más cobertura y oscuridad, el melanismo podría prosperar”.
Pero concretamente “no sabemos muy bien los porcentajes que hay en una población”. Eso sí, a modo de indicador, comenta que cuando los investigadores toman registros en estas zonas, “siempre oscilan entre el 20% o 30% de fotos de individuos melánicos”
De vuelta con la güiña que se comió las gallinas de Julio Veas, se trataba de un individuo de la subespecie Guigna guigna y, evidentemente, sin melanismo.
Problemas reales
“Conversando con los vecinos, me han relatado que la gente acá los caza, los mata, porque vuelven”, dice Julio tras el incidente.
Durante los días posteriores se comunicó con organizaciones como la ONG Chiloé Protegido, dedicada a la conservación y el patrimonio, y le dijeron que durante el invierno “baja la cantidad de presas que tiene porque, por ejemplo, las aves están anidando”. Por lo tanto su búsqueda de alimento se desplaza a asentamientos humanos, o sea, a las casas.
“Es difícil saber qué lleva a una güiña hasta un gallinero”, analiza Nicolás Gálvez. “Me imagino que en Chiloé no es un tema de escasez de alimento, sino más bien que son presas fáciles”, porque “muchas personas no tienen sus gallineros cerrados” y “una güiña puede pasar por un espacio relativamente pequeño”.
El académico hace un llamado en cuanto a políticas públicas, “para apoyar a las personas que tengan gallinas y mejorar sus gallineros y cierres”, y así evitar este tipo de interacciones con otras especies carnívoras, desde zorros hasta aves rapaces como peucos (Parabuteo unicinctus) y aguiluchos (Busardo dorsirrojo).
Tras la cacería de la güiña, se salvaron un gallo y dos gallinas, a las cuales “no las pude pillar porque estaban muy temerosas”, por lo que permanecieron en el corral, esquivas.
Y el gato silvestre regresó.
No se vino con pequeñeces y, una noche, cazó al gallo, que “dio la pelea”, porque Julio se encontró con varias plumas salpicadas por todo el recinto, rastros que interpreta como una señal de resistencia.
Ante aquel segundo ataque, decidió pasarle a una amiga las dos gallinas que le quedaron. O sea, ya no tiene ninguna.
Esas gallinas se dedicaban a poner huevos, y justo ahora se venía la “temporada alta” con el clima ya más cálido. “Tengo que esperar por lo menos un mes para que no vuelva la güiña, porque me decían que tiene la tendencia a volver”, algo que ya habría quedado en evidencia. Aparte, menciona, “me queda una gata doméstica, que ojalá no me la agarre, así que la estamos cuidando, poniendo ojo”.
Así y todo, admite, “no quedé tan afectado por la pérdida de las gallinas”; es más, “mucha gente me decía que lo lamentaba, pero yo finalmente estaba, de alguna manera, contento, porque esta tragedia pudo también convertirse en una oportunidad para este animal, que es el felino más chico de América y está en peligro de extinción”.
Aunque, en un principio sintió el “impacto” de que el pequeño felino se comiera a siete gallinas en solo una noche, después le vino una segunda etapa: “Reconocerlo, verlo de cerca, poder apreciarlo, tener esa oportunidad”, por lo que “me fui sensibilizando; e investigando más, me di cuenta del estado de peligro en que está”.
Ahora, más le preocupan los perros asilvestrados; de hecho, tiempo atrás tenía seis corderos y, uno por uno, fueron cazados y comidos por esta especie invasora, la misma que en millones de hogares ocupa el papel de mascota. “A un vecino le mataron 26 corderos en una sola noche”, agrega.
Aquel tema se vuelve aún más complejo porque los perros matan a criaturas nativas como el pudú (Pudu puda). De hecho, el 90% de estos ciervos que llegan a los de rescate es por ataques de estos animales, según Carola Valencia, encargada del Centro de Rehabilitación de Fauna Silvestre de la USS.
“El tema de los perros salvajes que forman jaurías es fome y, sobre todo, bien frecuente; con las gallinas no tanto, pero sí con los corderos”, lamenta Julio. “No es que maten uno y se lo coman, sino que matan todos los que pueden y empiezan a comer”.
Es decir, el ataque de la güiña sería algo más bien circunstancial, siendo, además, su protagonista una especie nativa del bosque chilote.
Desde el 2017, el centro de rescate Chiloé Silvestre acoge en promedio a uno de estos gatos silvestres al año. “Tenemos atropellos fundamentalmente”, dice el director del centro, Javier Cabello, a La Cuarta. “Pero todo se relaciona con la disminución del hábitat”, remarca. “Porque eso hace que las güiñas se acerquen más y pasen por las carreteras”.
¿Una moraleja?
“Interesante”. Esa palabra usa el investigador Nicolás Galvez para describir el caso de Julio y sus gallinas.
El académico de la PUC comenta que últimamente ha visto algunas noticias de sectores como San Antonio, hacia la cordillera de la Costa en la zona central, donde “las personas cuando han pillado güiñas en su gallinero han llamado a la autoridades para que se la lleven; efectivamente no han matado al animal”.
“Tal vez estamos viendo que en ciertos sectores hay algunos cambios culturales”, dice con optimismo.
A sus ojos, es difícil tener una respuesta de cuál es el impacto de la caza humana en las poblaciones de estos gatos silvestres. “Por lo menos en los estudios que he hecho en paisajes agrícolas de La Araucanía, los encuentros, ataques a gallinas y personas que han matado a una güiña, no son tan constantes”, dice. Por ejemplo, en un trabajo que realizó en 2021 en esa zona, entrevistó a 233 personas, “y menos del 10% dijeron haber matado a una güiña en los últimos diez años”, o sea, una cifra más bien “anecdótica”.
Aunque en su pueblo chilote, Julio tiene otra sensación ambiente.
Cuando relataba su episodio, “mucha gente me decía que varios de ellos habían matado güiñas”. Él piensa que, al ser oriundo de Santiago, en una de esas, “para mí es distinto ver un güiña viniendo desde allá, que alguien que creció acá y muchas veces la ha visto”.
Además, supone que ser profesor de música lo ha sensibilizado en su vínculo con la fauna: “Aprender de las aves te va generando eso”, por lo tanto, “creo a la gente le falta relacionarse más con el encanto de este tipo de cosas, de sorprenderse al ver un ave nativa, un pájaro carpintero, un martín pescador o un chucao, y ver la importancia que ellos tienen, porque son parte del equilibrio que nosotros tenemos”.
Sobre la güiña dice que, así como se comió a las gallinas, también puede seguir con su papel ecológico y, por ejemplo, aportar al control de roedores como el ratón de cola larga (Oligoryzomys longicaudatus), transmisor del virus hanta.
“Eso te hace reflexionar en ese momento de rabia y pérdida, porque no fueron pocas, y ahora es la temporada alta, iban a anidar, podría haber aumentado el plantel”, dice. “Sin embargo, es parte de la naturaleza” y “uno tiene que aceptarlo”.
Algo que juega en contra a la güiña es que “tiene una carga cultural muy fuerte”, plantea Nicolás Gálvez, porque “está normalizado que, si la güiña está en mi gallinero o en el sector, la voy a matar”.
El nombre de este gato deriva del mapudungún “wiña”, que significa “cambio de morada”, llevar una vida errante. Pero popularmente la expresión se usa para referirse a un “ladrón”, “oportunista” o, más bien, ambos conceptos juntos.
Lo “complicado”, dice el académico, es la carga que tiene el nombre de este felino, “y no es tanto por el daño que genera, sino que una percepción muy negativa en que se piensa que, si la güiña entró a tu gallinero, no te queda otra que matar al individuo”; ante aquel escenario, insiste, “lo mejor que uno puede hacer es generar la forma para que no existan esos encuentros”.
En otro ángulo, destaca Julio, esta experiencia “también nos llama a reflexionar de que se están talando más bosques, está perdiendo su hábitat, hay muchas menos especies de las que se puede alimentar”; le parece este es un primer paso para que “empecemos a vivir en armonía”.
En ese punto hace hincapié Nicolás Gálvez, por sobre la caza ilegal: “La güiña es mucho más afectada por cómo estamos modificando el paisaje, especialmente con temas de parcelaciones y aumento de la actividad humana”.
Ante aquel adverso escenario, igual este gato se las arreglaría para no quedar aislado, superando incluso barreras naturales. En los últimos años, se han registrado a individuos cruzando anchos flujos de agua, nadando con cierta calma; la más recientes de estas observaciones fue en julio del 2020, en el río Cholguaco, Región de Los Lagos. Incluso en 2019 se vio a un individuo comiendo cochayuyo en la costa chilota de Duhatao.
Contrario al prejuicio de que los gatos le hacen el quite al agua, la güiña demuestra su adaptabilidad.
Pero con eso no basta.
Como sea, dice Julio: “Hay que cuidarla, porque es parte de nuestro patrimonio, de nuestra identidad y quedan pocos ejemplares por este tipo de acciones de parte del ser humano”. Aunque le duelen las gallinas, estas “se recuperan”, algo no es tan sencillo con la güiña, que “no sé en qué condición estaba: si es que era la madre, si es que estaba alimentando a su familia”.
Por mientras, ahora su plan es reinventarse, cerrar mejor el corral, lo que implica “enterrar unas latas un poco más abajo”; en resumen, “tengo que hacer hartas cosas para poder estar tranquilo”.
Así y todo, tiene claro su balance:
—Estoy más agradecido que triste, porque, primero, pude verla, y es muy difícil que se deje ver. Y el daño ya está hecho, pero se pudo alimentar, y creo que podrá sobrevivir esta temporada, en septiembre ya tendrá mucha más variedad para comer.