Es un ave oceánica que pasa buena parte de su vida en alta mar, pero que pone sus nidos “perdidos en el desierto”; así que las crías caen encandiladas por el alumbrado de las urbes nortinas como Antofagasta. El documental El Nido de la Golondrina, dirigido por José de la Parra, se adentra en la odisea de estos sitios de nidificación, para así proteger a la especie, una apuesta llena hondos cuestionamientos.
Se volvió cada vez más frecuente toparse a unas singulares aves, en el suelo, aturdidas, paralizadas a causa del alumbrado de la ciudad nortina de Antofagasta durante los 1980. Se trataba de individuos pertenecientes al orden pelágico de los Procellariiformes, y que son conocidas como “golondrinas de mar” o “petreles tormenta”. El problema iba al alza con el crecimiento de las urbes. Y se intensificaría con el aumento de las luces LED, frías y blancas, que complicarían más el escenario a estas criaturas, en especial para las más jóvenes, aún inexpertas en el oficio de volar.
Eran aves oceánicos y que, por lo tanto, suelen pasar su vida lejos de la costa, adaptadas a vivir en alta mar, de hecho, son poco hábiles, torpes caminantes. Su regreso al continente sólo se concreta en época reproductiva, cuando ponen sus nidos en el desierto, desde junio en adelante. Por eso resultaban plumíferos lejanos al entendimiento humanos, agrupadas en especies pertenecientes a las cercanas familias Oceanitidae y Hydrobatidae, siendo una de ellas parte de este último linaje: la enigmática golondrina de mar de collar (Hydrobates hornbyi).
“La gente la empezó a encontrar en la calle, no muerta, pero sí aturdida, y a llevar a la universidad, a hacer registro y algunas investigaciones”, relata el cineasta José de la Parra, quien dio con la historia en el el Centro de Rescate y Rehabilitación de Fauna Silvestre de la Universidad de Antofagasta, a cargo del académico Carlos Guerra.
José se vio atraído por las con las “contradicciones” del caso, es decir: “Si bien la vemos caer en cantidades importantes justo en este periodo, entre mayo y junio (de hecho, Jorge debe estar recogiendo golondrinas en estos momentos), la cantidad de nidos registrados no tienen comparación con la cantidad de caídas”, plantea a La Cuarta. “Es una información importante a la hora de establecer una iniciativa de conservación”, y al mismo tiempo bastante esquiva.
¿El problema? “Los nidos están perdidos en el desierto”, admite José. “Se han encontrado algunos, y ahora se están encontrando más”, pero siguen siendo muy pocos, en relación a la cantidad de golondrinas jóvenes que caen en las calles de Antofagasta.
“Se sabe menos de la golondrina de mar de collar que de otras golondrinas de mar que habitan el Norte Grande”, explica el ornitólogo especializado en aves marinas, Rodrigo Silva, de la Red de Observadores (ROC), a La Cuarta. “Es una especie que, hasta donde sabemos, no forma colonias densas sino que anida de manera más bien dispersa”, siendo “menos abundante que la golondrina de mar chica (Oceanites gracilis) o negra (Hydrobates markhami)”.
Así, los nidos podían estar en cualquier parte de esa tierra tan árida como infinita: “La búsqueda misma se convierte en una en un ejercicio medio imposible, como buscar una aguja en un pajar”, grafica el cineasta. Aquel “conflicto” se convirtió en la “semilla” para la historia del documental El nido de la golondrina, que podrá verse de manera gratuita del 9 al 13 de mayo por santiagowild.com.
Perdidos en el desierto
Jorge Páez, investigador del centro de rescate, es el protagonista de este relato “más real sobre la ciencia, en que los científicos a veces tienen poca certeza, más riesgos y trabajan más con su intuición, y su emocionalidad se ve más involucrada en este juego”. Más encima: “¿Qué pasa con un trabajador de la conservación en Chile cuando no está apoyado por grandes instituciones o fundaciones?”, agrega el director.
Una mitad del documental independiente transcurre en la ciudad, grabado en mayo, que es cuando los inexpertos voladores caen en las calles nortinas por las luminarias: “Tienen el mismo efecto que en las polillas, que se ven atraídas por las luces y se desorientan”, explicó el experto Ronny Peredo tiempo atrás a La Cuarta. “Se quedan quietos ahí nomás, no hacen nada, son súper inofensivas, uno las pueda tomar fácilmente”, siendo “súper vulnerables”.
El otro tramo de la historia sucede en el Salar de Navidad, unos 40 kms desierto adentro desde la ciudad, donde se han encontrado “algunos nidos”, según Rodrigo Silva, e insiste que dentro de la zona siguen siendo “pocos” al comparar con “a la cantidad de volantones que caen cada temporada”.
El director, el investigador y el resto del equipo estuvieron una semana “perdidos” entre la aridez, sin señal ni sin agua, sólo provistos de lo necesario. “Fue un poco como ir al planeta Marte”, compara José. “No sé si era peligroso”, pero sí había momentos que resultaban “impactantes”, recuerda, como la noche: “Era el silencio que te llegas a escuchar a ti mismo”, mientras que durante el día predomina el sol y en la tarde el viento arrecia con fuerza, lo que hacía muy difícil grabar; para luego, con la oscuridad, “ser testigo del vacío”, asegura. “Eso lo intentamos reflejar en una secuencia de la película”, adelanta.
Mientras transcurría la búsqueda liderada por Jorge, que de día resultaba especialmente compleja, ya que consistía en encontrar “las formas del desierto más propicias, que se han encontrado en otros lados, que son intersticios en rocas y en los cascotes de sal”, describe. Pero la parte fuerte era de noche, a través de “escuchas nocturnas”, porque “las aves sobrevuelan a baja velocidad y se escuchan zumbidos, y de ahí se va a buscar los distintos puntos”. Estas golondrinas son poco parlanchinas, pero en la época reproductiva la cuestión cambia. Según describe Daniel Martínez en su Guía de Aves de Chile, “se pueden oír fuertes cacareos y arrullos”.
Por momentos, “estábamos completamente a oscuras, haciendo estas escuchas; pero para las aves, no”, recuerda José, “porque la contaminación lumínica es tan intensa en la ciudad que llega incluso 50 o 60 kilómetros adentro”; aunque “nosotros ya no percibimos con nuestros ojos, pero para la sensibilidad de otros animales, y para las cámaras y visores nocturnos, de repente que estaba todo iluminado”, asegura.
El ejercicio era meterse en el interior de los petreles: “Siendo oceánicos, la percepción que tiene del espacio es completamente distinta, es muy amplia”, asegura. “Cuando pensamos en un ave gregaria, que nidifica en bandada, el estar cerca para ellas puede significar estar a uno o dos kilómetros, dado que su hábitat natural son cientos de kms”. De hecho, “las golondrinas de mar de collar pueden navegar por todo el Pacífico Sur, no hay ningún problema; tienen otra concepción del espacio, y es súper interesante de indagar y conocer”, destaca sobre esta especie que, en Chile, se la encuentra desde el extremo norte hasta Antofagasta, y errante hasta Coquimbo.
Las grabaciones también incluyeron una salida mar adentro, frente a Antofagasta, donde vieron golondrinas de mar.
Aquella navegación José califica como “interesante”, pero que “no es el corazón del documental”. Dentro del cine de historia natural o vida salvaje, donde predomina la naturaleza “en primer plano”, acá, como contraparte, “está la idea de que el animal no está relajado, no se nos regala”, declara, al punto que “el único momento en que vemos a las golondrinas cerca es cuando están relativamente sufriendo, aturdidas en el centro de rescate”, porque su “hábitat es lejano para nosotros, es un sistema natural que no está acoplado al ser humano; no es un avecita que nos conozca, que tenga alguna relación con nosotros, a diferencia de una gaviota o un pelícano (...) Está en otra frecuencia, y a nosotros nos parece que está bien así; el momento en que nos encontramos es justo en el de los problemas (para ellas)”, así que “nos pareció interesante establecer esa distancia natural con las aves”, dice.
Igual, durante la navegación, pudieron ver a algunas golondrinas de “cerca”, a puntos 200 metros, particularmente de las especies negra y peruana (Hidrybates tethys). “Las vemos chiquititas, y para nosotros está bien”, dice. “Esa distancia es parte del asunto, está bien tener a la naturaleza cerca, porque cuando la tenemos dentro más la moldeamos a nuestra pinta: la tratamos de antropomorfizar, y es justamente lo contrario: salir de lo humano”, que es lo que “tienen que hacer los científicos para encontrar a la golondrina”, reflexiona.
“Más lejos que nunca”
El nido de la golondrina también se adentra en la mente del investigador: “Estás en el desierto en la mitad de la nada, y además te gastas plata, tiempo y tienes que elegir un lugar”, dice José. Aquel escenario era tan complejo que “Jorge no podía mentirle a la cámara, lo cual era genial; era la sensación de que estabas haciendo algo que valía la pena, y en algún momento de que estabas completamente perdido”. Porque, según relata, cada sitio en que podría haber nidos es, ante todo, una “apuesta”, basada en mapas e imágenes satelitales. “Vas para allá, te gastas 250 lucas para llegar donde está o no está; ahí hay una inversión emocional de los científicos”, describe.
Una vez en el sitio, “se activan toda una serie de recursos que ya no son tan de la metodología científica, sino con la intuición, con habilidades tácitas que tienen los científicos de terreno para desenvolverse e identificar en las señales más sutiles”, describe sobre pistas que pueden ser rocas, plumas, heces o restos de pico.
Si bien en la exploración no encontraron nidos, siempre aparecían indicios, “que no son para engañar a nadie, son bastante concretos, y que quedan en cámara: ruidos o qué sé yo”, relata.
José comenta que “la mayoría de los nidos de golondrina de mar que se han encontrado han sido por encuentros casuales”, por personas que andaban en otra labor. “Esa es una identidad que los científicos muchas veces no quieren reconocer, pero que es elemental dentro de la búsqueda científica, y se habla sin tapujos en nuestro trabajo”, recalca.
Hay zonas donde se han encontrados más nidos; por ejemplo, el misterio “me parece que está relativamente resuelto en Iquique, porque hay un sector de cascotes en Alto Hospicio”, hallazgo en la Región de Tarapacá que se habría dado gracias al olfato de perros, por el muy fuerte olor almizclado de los hogares temporales de estos plumíferos. La fragmentada información que se recolecta se suma al plan de Recuperación, Conservación y Gestión de Especies (RECOGE), del Ministerio de Medio Ambiente, para ayudar a tomar medidas de conservación.
Rodrigo Silva complementa que en la región hace unos años se descubrió un sitio de nidos en el sector “Serranías del desierto costero”, camino al “Geoglifo de Raúl Zurita”, unos 60 kms al suroeste de la capital antofagastina. “Allí la golondrina de mar de collar nidifica en quebradas rocosas; un hábitat novedoso para la especie”, remarca. “Es probable que esta situación se repita en otras quebradas de Antofagasta; ahí podrían estar naciendo los ejemplares que luego caen por luces en la ciudad”, sugiere.
Se ha estimado que, en total, la población de estas aves de es unos 670 mil individuos según la Guía de Aves de las Costas y Mares de Chile, de Pedro Pablo Rosso y Jaime Álvarez, “pero esta es una aproximación demasiado gruesa”, advierten en el libro. En el 2023, la Unión Internacional para la Conservación de la Naturelaza (UICN) la puso en la categoría “Casi Amenazada”.
A ocho años de haber partido con el documental que hoy compite en el Festival Santiago Wild en la categoría largometraje de “Nuevas voces latinoamericanas” —enfrentándose a producciones financiadas por Disney—, al director José le queda una gran intriga que, como humano, sólo puede imaginar. Como estas aves oceánicas nidifican lejos del mar, los padres se turnarían para buscar comida en las aguas saladas, “probablemente unos 300 o 400 km al día, y en una noche completamente desierta, en un sitio que vemos completamente homogéneo, la golondrina es capaz de reconocer un hoyito de unos pequeños centímetros de diámetro”, destaca. “Te habla de que tienen una percepción del espacio, una manera de entender la realidad que es completamente distinta a la que uno”.
“Después de investigar y de terminar de contar la historia, sentí a la golondrina mucho más lejos que nunca, y sentí que eso era genial, que ahí había avanzado”, reflexiona. “No sentí esa empatía que por lo general se siente como: ‘ah, la golondrina, cuida a sus hijitos igual que la mamá y el papá de los humanos. Al contrario: la sentí como un extraterrestre y encontré que era mucho más interesante”.