En su nuevo libro, Juro que es verdad, el cronista Gabriel Zanetti trae un repaso autobiográfico con una veintena de textos —algunos publicados en La Cuarta— que evocan la infancia y las memorias de juventud. Acá, un adelanto del volumen publicado por el sello Aparte.
En Bilbao con Los Leones había una fuente de soda sin nombre. Lugar insólito con una terraza a la antigua, de schop rubio y negro de Escudo y Cristal, un listado con sánguches chilenos sin innovación, colaciones en la misma tecla (pollo con agregado, asado a la olla, porotos con rienda, etc.), baños pasados a cloro. El bar estaba fuera de la realidad en todo ámbito: la esquina, las meseras cincuentonas, la decoración (unos cuadros de caballos y paisajes imposibles de describir) y sobre todo el dueño: Lorenzo Alessandri.
Descubrió mis orígenes cuando me vio leyendo a Montale –quien sigue siendo uno de mis referentes clave–, me dijo algo en italiano que no recuerdo, y yo respondí que era Zanetti, que parte de mis antepasados eran de Venecia, que uno en específico, Arturo Zanetti, era aviador y había peleado en la Primera Guerra Mundial. Me agarró un cariño distinto de ahí en adelante. Lorenzo era genovés, me enseñaba xeneize. Algo queda en la memoria: dinero se dice palanche, tío barba, puta soccola. Recuerdo un lío de cuentas en una mesa. Una vez me dijo: “Se necesitan dos judíos para estafar a un genovés, la palanche é la palanche”.
Cultivaba cierto racismo: “Una vez me ofrecieron administrar un restaurante de dos puertas en Lima, pero para seguir viendo más indios, mijo...”. Yo le seguía la corriente. Solía rellenarme el schop y le gustaba prepararme los sánguches, lo que me hacía recordar los que hacía mi abuelo Héctor: sánguches de viejo, en marraqueta. Comencé a llamar como tantos otros a la fuente de soda “El italiano”. Cada vez que quería tomar cerveza y leer terminaba ahí. Había parroquianos de toda índole. De obreros a ejecutivos.
Me fui a Europa en 2009. Cuando regresé, al italiano le había dado el llamado viejazo. Aunque se acordaba perfectamente de mí, andaba melancólico y confidente. Admitió con desagrado que había tenido que contratar un ayudante de caja, porque su mujer estaba enferma y debía cuidarla. “Me roba este huevón, me roba mijo”, decía. Yo le pregunté por qué no se iba a Italia donde la seguridad social existe a diferencia de aquí. No me dijo nada. Semanas después me contó una historia. Lorenzo estudiaba medicina veterinaria cuando joven. Por puro hacer el tonto se subió a una moto del ejército, así como para sacarse la foto: “Me vieron y comenzaron a perseguirme. Me dispararon, pero no me dieron. Entré a un burdel que conocía, subí al tercer piso. En la casa del lado había varios perros bravos. Por mis estudios sabía que el olor de los humanos queda impregnado en la ropa, que si uno se desnuda los perros no te atacan y eso hice, me tiré desnudo desde el tercer piso y logré arrancar. Con el dinero que tenía, al otro día estaba arriba de un barco en el puerto de Génova. Estuve un rato en Argentina, luego vine a Chile, me casé y aquí estoy. Hace unos años el gobierno de Italia me ofreció una pensión muy buena, pero como requisito debía estar un año en Italia. A los dos días me devolví a Chile, no lo soporté”.
Calabrese (desconozco el nombre de pila), quien era el ayudante de caja, le compró el negocio. Lorenzo solo aceptó si eran socios hasta que él muriera. Una tarde fui como siempre a leer y tomar cerveza. Al rato pregunté a Calabrese por don Lorenzo. Acongojado y sincero, me dijo: “Murió unos días después que su esposa, ambos en Semana Santa y, como sabes, si mueres en Semana Santa te vas directo al Paraíso”. No sé si eso es verdad ni entraré a desarrollar un texto sobre mi fe personal, pero me dio alegría que su deceso haya sido durante esos días.