Pescar era una fiesta

Hago la pregunta de rigor y me responden: “No está picando nada, estuve toda la mañana pa’ ese lado de allá, mejor se va a su casa”. No me dejo parar. Comienzo a recorrer el río.

Para colmo, el mal tiempo. Camino donde desemboca el río Rapel en el océano Pacífico. El viento es parte de la vida en la comuna de Navidad, hoy es en extremo fuerte. Parece tener una dirección constante: hay enormes pinos peinados para el mismo lado, quizás en cuantos años quedaron así. Son dos semanas sin pescar en el río. Pensaba haber agotado los lugares hasta que me encontré con Jorge Montecinos en Las Brisas, habitual pescador de corvinas.

Me dio las indicaciones: camino a La Boca, doblar hacia Licancheu, ahí derecho hasta un letrero que dice “CUIDADO CON LOS LOTEOS DE SITIOS ILEGALES”, ahí a la izquierda. Me dio más señas, las olvidé, entonces me guié por la intuición, unas pocas señaléticas y un abuelo que no escuchaba nada casi llegando. A gritos desaforados nos comunicamos ¡sí, pallá está el río!

En la zona hay esperanzas de que se reactive la pesca en el río Rapel (incluso los pescadores artesanales no sacan nada) después de que abrieron la compuerta de la central hidroeléctrica que además de agua extra acarreó un montón de chépica que enreda el hilo y las aspas de las lanchas. Incluso llegaron hasta el mar. Me animé a ir, el relato de Jorge era idílico: además de pejerrey asegura haber pescado róbalo (lo último que saqué en el muelle de la zona turística de La Boca) y la mítica corvina roncadora.

Después de caminos de tierra y caseríos llegué a El Bajío. De unos matorrales aparecieron dos lugareños sacados de un cuadro del siglo XVIII con hondas en las manos, unos conejos y pájaros muertos. Hago la pregunta de rigor y me responden: “No está picando nada, estuve toda la mañana pa´ ese lado de allá, mejor se va a su casa”. No me dejo parar. Comienzo a recorrer el río. Mi vista aprecia el agua, tres cisnes de cuello negro, sauces chicos, espinos y barro. A lo lejos piños de no sé qué pájaros parados, como yo, a la orilla esperando pejerreyes. Lo que venga, en realidad.

De golpe comienza el festival del salto de la lisa chica. No pica con nada, solo se puede extraer con red, igual me da un golpe de entusiasmo. Es increíble, hasta bíblico observarlas. Tiro y tiro con tebo, me engancho, pierdo un plomo, pongo otro, camino, camino, atravieso un riachuelo, encuentro un sector muy profundo donde saltan aún más las lisas. Es un castigo vital que no piquen, casi una medición de controles propios de frustración. Pasa un lugareño a caballo. Le pregunto dónde pica el pejerrey. “En todos lados, pero últimamente no sale”, dice, escucho esquivando las babas de su animal que volaban con el viento, al parecer había tomado agua hace nada. Trato de preguntarle más y me dice: “¿Ha visto unas vacas por acá?” y se va. Es una expedición para dos, el sector tiene algo de peligro, mucho barro y no hay absolutamente nadie. Mientras pensaba en qué hacer si me resbalaba y quebraba una pierna me pareció extraordinario que el río lleno de agua y de pastizal electrifica parte de la ciudad, la misma que dejé porque ya no me siento parte de ella.

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