La nueva película del director de “No” juega en un terreno complicado, no por su temática, sino porque solo un puñado de producciones de este tipo han conseguido dar el golpe de estaca certero.
Tras una vida de asumir ignorancia sobre el invento de los derechos humanos creados por los marxistas, y alimentarse con uñas y colmillos de su auto-definición como el general de los pobres, creando su propia Versalles en una dictablanda, Augusto Pinochet está decidido a arreglar sus asuntos, despedirse de los pocos que aún están con él y dejar de una vez a esa supuestamente ingrata larga y angosta faja de tierra.
Lo anterior no es algo que concreta en diciembre de 2006, que fue cuando sus detractores salieron a las calles a celebrar, sino que en el aquí y en el ahora. Mal que mal, aún sigue vivo y la sangre en Santiago inevitablemente volverá a correr por su obra y gracia, ya que el dictador es en realidad un vampiro de origen francés, alguna vez enojado con el vulgo que le cortó la cabeza a María Antonieta, que hoy está más cansado de ser tratado de ladrón que por ser un anciano.
En ese escenario, tras atrincherarse en un lugar que controló de tal modo que ninguna hoja se movía sin que él la estuviese moviendo, lo único claro es que hay un par de cosas que el militar aún puede hacer. Pero ahora que ha estado alejado de la sangre, y no puede confiar ni siquiera en su rastrero sirviente de apellido Krassnoff, tendrá que sacar cuentas con su propia familia, incluida su esposa que ya no lo excita ni sus hijos que solo están detrás de las migajas que hábilmente escondió, mientras la tentación de la sangre fresca golpea en su puerta.
Esa es la premisa base de El Conde, la nueva producción de Netflix dirigida y co-escrita por Pablo Larraín (Tony Manero, No) que juega en un terreno en donde muy, pero muy pocos han sido exitosos: golpear en el subtexto a la hora de cuestionar un poder estatal o uno fáctico.
El caso más emblemático es y siempre será el de “Saló o los 120 días de Sodoma”, una realización de Pier Paolo Pasolini que, a través de metáforas y simbolismos, puso en el foco al poder político, militar, eclesiástico y judicial de Italia para vomitarlos sobre la alfombra de la obra del Marques de Sade. Y en el camino, disparó hasta contra la comida realizada en serie. Una mierda literal.
La propuesta de El Conde obviamente juega en otro terreno, pero está emparentada de forma lejana y es ahí en donde tiene un claro problema: su resultado, pese a ser una muy buena idea y tener un par de momentos que logran pegar justo en el mentón, carece del enojo, la tirria, la animadversión textual de Saló.
Menos logra llegar al nivel de astucia de otra de sus símiles, “La Muerte de Stalin” de Armando Iannucci, y mejor ni saquemos a colación al Dr. Strangelove de Stanley Kubrick, pues basta con decir que esta película se queda más en las intenciones que en la propia mordida que su propuesta esboza.
En esa línea, el problema es que a El Condé, más allá de estar bellamente fotografiada y contar con un Jaime Vadell en un nivel superlativo, así como un elenco de secundarios que en su mayoría está muy bien, se le nota una gran falta de calle.
Es decir, que probablemente su director jamás se comió una sopaipilla en un carrito es apuesta ganadora, pero la película refleja la falta de un pie más aterrizado que no solo supiese dónde pegar, y Larraín al ser un Larraín Matte lo tiene más claro que probablemente la mayoría, sino que también en cómo hacerlo. Y para saber cómo pegar se requieren no solo de experiencias de mundo que claramente aquí no estuvieron, sino que también más sorna y, por sobre todas las cosas, rabia enconada.
Al mismo tiempo, como se extraña aún más ridiculez en el texto, y definitivamente aquí falta tanto una daga en la extrema derecha del pecho como una luz del sol que se abriese paso en medio de la oscuridad más oscura de este país, los puntos altos de su propuesta terminan más como una anécdota que como un punto de redención a todos los bajos, partiendo por la impericia de reflejar el rol eclesiástico en esta historia.
Solo queda remarcar que El Conde obviamente no es una comedia, y queda clara que la idea fuerza en su revisión es que la esencia de Pinochet sigue viva, pero la gracia de golpear a alguien como el dictador no solo debiese quedarse en la reinvención de palabras, yayitas impositivas o la relación con el dinero de la familia Pinochet Hiriart. Y en ese sentido, el decorado refleja que, a pesar de que la idea y la forma están muy bien, estos colmillos en el fondo se quedaron cortos para llegar a la yugular.
El Conde se estrenará este 15 de diciembre en Netflix. Hay disponibles algunas funciones en cines de Santiago, como el Cineplanet del Costanera Center y el Biógrafo.
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