En 2019, Luis Martínez quiso empezar otra vez. Arreglar los problemas del pasado, saldar sus deudas y mirar a la cara a quienes defraudó. Volvió a Chile, agarró un carro de maní, como en sus inicios, y se instaló en Las Condes a vender con la intención de recuperar algo del imperio que alguna vez ostentó. El estallido social y la pandemia amagaron con impedirlo. De hecho, tuvo que desprenderse de casi todo. Pero hoy, de nuevo la historia está de su lado. Desde Nueva York, Estados Unidos, el Conejo relata aquí cómo se gestó su última resurrección.
Es el penúltimo miércoles de marzo de 2019 y el encuentro con Luis Guillermo Martínez Moreno, un nombre que pasó a segundo plano desde que alguien en el colegio le puso Conejo por el tamaño de sus dientes incisivos superiores, estaba pautado a las once de la mañana, en Rosario Norte 90, al costado de la clínica Pura Vida. Pero él había llegado unos minutos antes y lo encontré detrás de su carro de maní, con el ánimo de siempre, el ánimo que ni siquiera perderlo todo pudo modificar, dispuesto a iniciar la jornada laboral.
Era su primera semana en Rosario Norte: allí se instaló con dos carros. También había ubicado estratégicamente otros dos en el Subcentro de Escuela Militar. Por entonces, el Conejo tenía la idea de volver a tener varios carros, como hasta hace algunos años, pero con la novedad de que ahora, además del maní confitado, incluiría a la ecuación mote con huesillos, completos y sopaipillas. Delicias chilenas que, además, pretendía exportar a Estados Unidos. Eso fue parte de lo que me contó en poco más de dos horas.
Lo demás, fue su historia: cómo fue que logró construir un imperio del maní confitado tras estudiar minuciosamente el negocio en Nueva York. Mientras hablaba, conté a cuatro personas que se acercaron para pedirle una selfie y otra decena que lo saludó por su apodo o le preguntó qué hacía de vuelta en Chile. El Conejo entonces me lo explicó: volvió para partir de cero.
—Me hice un pedazo de vendedor, a los cuatro meses ya dejaba la cagá. A todos los hueones en la calle los veía como si fueran un dólar —relató con entusiasmo esa vez, y luego guapeó—: era un artista, me conocía todas las mejores esquinas de Nueva York, vendía más que todos, era el uno. Me sentía un deportista de élite, un manicero de élite.
Desde que aterrizó en Estados Unidos por primera vez en marzo de 1991, el Conejo siguió de alguna forma el camino del héroe. Empezó “caminando” caballos en el Belmont Park, tuvo un paso como dry cleaner en la Trump Tower y luego un chileno le enseñó sobre el negocio del maní. Se interesó y pronto, en octubre, consiguió una licencia a nombre de un puertorriqueño, de modo que pudo debutar en las calles de Manhattan. Entendió la importancia de las esquinas y que el movimiento era clave para vender. Así, en tres años amasó una pequeña fortuna para la época: 13 mil dólares, y decidió volver a Chile cansado de extrañar. Pero en su fiesta de despedida se enamoró a primera vista de Carrie Bernstein, una expolicía de Chicago. La suerte siguió del lado del Conejo y logró conquistarla. Se casaron y fruto de la relación nacieron Ash, Luke y Eliana.
En su mejor momento, el Conejo Martínez llegó a tener 18 carros —10 legales y 8 ilegales, sinceró— en Estados Unidos y manejaba cifras que nunca imaginó. Su caso llegó a Chile mediante un reportaje de Contacto y después, como rockstar, se presentó en la Teletón del 2000. Aprovechó el viaje para instalar su primer carro en el país, en Las Condes. El negocio estaba en su peak. Y acá, la gente lo adoraba.
Pero toda buena historia necesita de un antagonista, y Luis Guillermo Martínez Moreno, el propio Conejo, se convirtió en el enemigo de la suya: se vino a Chile con su familia, al barrio de La Dehesa, pero al poco andar engañó a Carrie, ella se fue con sus hijos de vuelta a Estados Unidos, se divorciaron, el Conejo no estaba preparado para la soledad y se refugió en amigos, amigas, hueveo y caballos. Dilapidó buena parte de su fortuna entre fiestas y apuestas. Además, en una visita al Passapoga embarazó a una de las bailarinas. Tuvo que vender sus autos y un departamento para solventar las deudas. Volvió, finalmente, a Estados Unidos.
Pero ahora, un miércoles de marzo de 2019, estaba de regreso.
—Estoy repitiendo mi historia, tengo el mismo sueño. Pero ahora es distinto: antes me farreé todo y ahora me estoy asesorando bien. Quiero enmendar mis errores —se sinceró ese día el Conejo.
En cualquier caso, a su película, la que todavía no se graba, le hacía falta una parte del guion.
La leyenda del Conejo que no muere
—¿Cómo estái, compadrito? —se escucha al Conejo Martínez del otro lado del teléfono, con el mismo tono amable y la voz rasposa que hace dos años y medio—: puta, acá uno cagao de frío.
Basta con darse una vuelta por su cuenta de Instagram para constatar que desde hace unos meses vive nuevamente en Estados Unidos. Sus publicaciones, una compilación de selfies junto a sus tres hijos, videos caminando las calles de Manhattan o el Belmont Park, lo delatan. Eso sí, aún falta descubrir el porqué: ¿qué le habrá pasado en todo este tiempo, que de nuevo tuvo que volver? Se lo quiero preguntar. Pero antes, con su entusiasmo en piloto automático, me cuenta que los últimos días habían sido muy buenos para el negocio, que la gente está volviendo a las calles y que incluso abrieron los teatros en Nueva York. Pero que el sábado pasado llovió, cayeron granizos y “cambió toda la hueá”. También aprovecha para quejarse del frío de noviembre y reconocer que no lo aguanta como antes. Recién entonces, retoma la historia desde 2019:
—En Chile tenía deudas pendientes, ¿te acordái que te dije? Quería dar la cara. Por ejemplo a la mamá de la hija que tuve. Deudas que no había podido pagar. Iba todo bien…, hasta que vino octubre, hueón.
Desde marzo, la última vez que lo vi, y hasta septiembre de ese año, el Conejo calcula que entre los carros de Rosario Norte y uno que logró ubicar en un supermercado Jumbo de La Florida, vendía casi un millón de pesos diarios. Una cifra que se acercaba bastante a lo que pretendía cuando volvió a abrir el negocio en el país. De hecho, como tenía otros carros cerca del Mall Alto Las Condes, dejó la casa de Padre Hurtado donde vivía hasta entonces y se arrendó un departamento en calle Las Verbenas. Pero, como me dijo unos minutos antes, llegó octubre, y con él el Estallido Social, que trastocó cada uno de sus planes: modificaron los horarios del Metro, y los viernes, por las movilizaciones, no podía trabajar. Se configuró el peor escenario posible. Las ventas comenzaron a bajar de manera dramática, y de golpe el Conejo ya no era capaz de pagar las deudas que arrastraba. Tuvo que pensar en una solución rápida.
—Pesqué los dos carros, cerraron el Jumbo, cerraron Rosario, y me fui a Codegua, a La Punta.
Su madre era de allá, de La Punta San Francisco de Mostazal. El Conejo no iba hace años, pero su hermano tenía una casa en el sector y le ofreció una pieza para quedarse. Así pasó los primeros meses de la pandemia.
—Había un supermercado Gamovi —explica—. Me paré afuera todos los días con el carro.
Vendía entre 40 y 50 mil pesos diarios. Nada en comparación a lo que conseguía unos meses antes, pero no le quedaba de otra. Entonces, la suerte —el Señor, arriesga él— golpeó otra vez a su puerta: una tarde de julio una camioneta se estacionó cerca de su carro y de ella bajó Iván Martínez, empresario puentealtino líder en el rubro de las funerarias. El Conejo no lo conocía más allá de su nombre, pero cuando el tipo le ofreció iniciar una sociedad e instalar cien carros de maní en Santiago por fin tomó el peso de quien tenía enfrente. La semana siguiente, como prometió, el zar de las funerarias lo fue a buscar y ultimaron los detalles de su empresa. Por sus apellidos, la llamaron Martínez y Martínez.
—Increíble lo que pasó con el Iván. Siempre que hablamos, le digo: “compadre, vos no me enterraste: vos me resucitaste, resucitaste a un muerto”.
Pero en esos primeros meses, el negocio no avanzó de acuerdo a las expectativas. A las bajas ventas, se sumó un altercado con Mallplaza. En palabras del Conejo, la cadena de centros comerciales les jugó chueco y los hizo perder varios millones de pesos. Eso repercutió en el ánimo de Iván Martínez, a quien ya no percibía con el entusiasmo inicial. Por el contrario, lo veía desinflado y sin energías, de modo que el manicero, podemos imaginar que viéndose reflejado en esa situación, le propuso sumar un socio al proyecto para que pudiera recuperar algo de dinero y aliviar sus cargas. Finalmente no fue uno sino que sumaron dos nuevos socios: Emanuele Mauriziano y Andrés Palomino. La repartija quedó así: Luis Martínez, Iván Martínez y Mauriziano se quedaron con un 30% cada uno, mientras que Palomino completó el 10% que faltaba.
—Les dije que Andrés manejara todo, que no se iba a mover un maní sin que él no sepa... ¡dicho y hecho, hueón! El cabro es transparente a cagarse, con respaldos, no como cuando estuve yo en mi primera vez. Ahí todos los hueones eran abusadores, veían el árbol y no veían el bosque.
Esa decisión, dice el Conejo, les permitió modelar una bodega con 50 carros, de los cuales 14 están en funcionamiento actualmente. Además lograron alianzas con más de 260 almacenes repartidos entre las comunas de Recoleta, Independencia, Huechuraba, Quilicura y Vitacura. De esa forma, cuando tuvo la seguridad de que Santiago estaba bien, el Conejo quiso volver a Estados Unidos a reunirse con su familia. Ese era el plan inicial: ver a sus hijos después de tanto tiempo. Pero cuando en junio llegó a Nueva York, notó que “la calle estaba tirada” y que el control de los policías no era el mismo que durante la gestión de Donald Trump. Tanto así, que invitó a Emanuele Mauriziano por unos días y le propuso levantar By Conejo en el país americano. En cuestión de días, Luis Martínez estaba en las calles con dos carros. Se le sumaron algunos chilenos, a los que intentó enseñarles su secreto: ser “un vendedor de ataque”, estar en constante movimiento y buscar él a sus potenciales clientes.
—Fui hace como un mes, para mostrarles, y vendí 404 dólares, así que ahora me despierto cuatro días a la semana a las 6 de la mañana y me voy al Belmont Park. Vendo muy bien. 300, 400 dólares diarios.
Su idea es quedarse allí, vendiendo hasta el 22 de diciembre, y luego pasar las fiestas de fin de año junto a su familia en Springfield, Illinois. A su regreso, debe tomar una decisión: volver a Chile o viajar con sus carros a California, San Diego, para arrancar del frío. Por ahora, a las cinco de la tarde de un martes, lo único que tiene claro el Conejo es que, pese a los dolores de rodilla o de espalda que lo suelen aquejar producto del ineludible paso del tiempo, seguirá en lo suyo: detrás de un carro.
—Cada uno de nosotros viene con un talento. Lo mío es la calle, lo mío es vender.