Nada de calabazas, nada de disfraces llamativos, nada de dulces. La celebración —cada vez más presente en nuestro país— conserva poco —siendo generosos— de lo que originalmente suponía. Aquí, cómo se originó y por qué razón.
De seguro cuando alguien lee o escucha algo acerca de Halloween, a estas alturas lo primero que viene a su cabeza es dulces, caramelos, calabazas de adorno y con muecas de todo tipo, niños felices, fiestas de disfraces, mucho negro y anaranjado por doquier. Digamos, todos de una u otra forma símbolos o costumbres heredadas de la difusión norteamericana. Por las noches, en especial a partir de los últimos años, la joya de la corona: monstruos, hadas, payasos, superhéroes, futbolistas, cosplays de animes, desfilando por la ciudad. En resumidas cuentas, cualquier disfraz que la imaginación —y la economía— permita.
Lo más llamativo de todo, sin embargo, es que esa sinopsis de más arriba que se conoce a día de hoy como Halloween, no guarda ninguna relación con su verdadero origen.
Las raíces de “la noche de brujas”, de hecho, devienen desde una celebración celta conocida como Samhain o Samagín, donde los druidas solían rendirle culto al dios de la muerte mediante barbarie y crueldad. Una serie de ritos tan macabros que, una vez las legiones romanas llegaron a Britania, resolvieron prohibir una buena cantidad de ellos.
De ahí se explica en parte que esa primitiva fiesta, con el paso de los siglos y un sinfín de transformaciones, obtuviera su carácter actual, mucho más festivo.
Aunque no hay demasiadas certezas, porque existen decenas de versiones sobre lo que ocurría en antaño, lo que sí está claro es que en aquel entonces los druidas perpetraban sacrificios humanos con motivo de adivinar el futuro. “Consultaban a los dioses en las palpitantes entrañas de los hombres”, exclamó en sus escritos el historiador Cornelio Tácito.
Los druidas
De entrada, hay que aclarar que se desconoce la fecha exacta en la que el Samagín comenzó a festejarse. Pero sí se pueden inferir algunas cosas: se sabe, por ejemplo, que sus protagonistas eran estos hechiceros británicos y que se llevó a cabo antes de la conquista romana, que comenzó a gestarse con la llegada de Júlio César en el año 55 a.C. y se materializó en definitiva con Claudio en el 43.
Sobre los druidas, en cambio, “era un pueblo que practicaba las artes ocultas y adoraba a la naturaleza, a la que atribuía cualidades animísticas o sobrenaturales”, los definieron los autores John Ankerberg y John Weldon. En tanto el arqueólogo e historiador Henri Hubert los describió como “una clase de sacerdotes expresamente encargados de la conservación de las tradiciones”. Se sabe, también, que habitaban el norte de Francia y las Islas Británicas.
Se cree que los druidas, además de su relación con las deidades, eran los médicos del lugar. Es decir, se preocupaban de curar a sus pacientes con rituales, y de acuerdo a historiadores, inclusive completaron cesáreas y trepanaciones.
El Samagín
Los celtas solían dividir el año en dos grandes épocas: el invierno y el verano. Para ellos, el primero representaba la muerte y el segundo, la vida. Así las cosas, de modo de conmemorar el paso de un ciclo estacionario a otro, celebraban dos fiestas en honor a cada uno de sus dioses representativos. A saber, adoraban al dios del sol, Belenus, el 1 de mayo en Beltane; y luego, el 31 de octubre festejaban a Samagín, dios de los muertos.
Esto último es, en esencia, el origen de Halloween.
Un reportaje realizado por el medio español ABC, sugiere que el festival de Samagín se extendía por tres días y tres noches. Implicaba el comienzo de la estación en la que, según ellos, “campos y seres vivos dormían a la espera de la próxima primavera”.
Para los druidas, durante la noche del 31 de octubre, Samagín permitía a los muertos volver a la vida, dependiendo de su comportamiento: aquellos que habían respondido a sus expectativas podían regresar con su forma humana y visitar por algunas horas sus antiguos hogares antes de que los convocara nuevamente la muerte. Los que no, reencarnaban en animales tras el ocaso.
“Era, en definitiva, una jornada mágica en el sentido más literal de la palabra, en la que el miedo a los muertos se mezclaba con la esperanza de recordar a un familiar que hubiese dejado este mundo”, sostiene el medio citado.
Los rituales macabros y su final
Durante estas celebraciones se realizaban toda clase de rituales. Acaso el más clásico haya sido el de apagar todos los fuegos encendidos en las casas; primero, para conmemorar la llegada de la “estación muerta”, y segundo, para evitar a toda costa que los espíritus considerados malos entraran a las viviendas.
Los pueblos, entonces, se quedaban a oscuras, apenas iluminados por hogueras que los druidas construían en las colinas. Esas fogatas se encendían mediante la recolección de toda clase de objetos. Una tradición que a día de hoy se mantiene: iban de puerta en puerta pidiendo materiales. Les parecerá conocido, ¿no?
Lo que por suerte no permaneció en el tiempo fue otro de los ritos, considerado el más brutal de esta época.
En principio los habitantes consideraban esta fecha ideal para rezar por los espíritus de los fallecidos, pero también para practicar magia y artes adivinatorias. En ese ítem, los druidas ofrecían seres humanos a los dioses con tal de averiguar el futuro.
La “barbarie” se mantuvo hasta la llegada de los romanos, quienes se encargaron de erradicar esta macabra costumbre. Los condenados, en primera instancia, pasaron a ser efigies. Después, vino el festival de Pomona y, más adelante, la intervención de la Iglesia Católica, borrando “de un plumazo” las creencias celtas.
La fiesta de los mártires cristianos se llamó la celebración que instauró, en el año 610, el Papa Bonifacio IV con fecha 13 de mayo. Sin embargo, en el siglo VIII d.C. el Papa Gregorio III resolvió cambiar la festividad al 1 de noviembre, para hacerla coincidir con el Samhain. ¿Un intento de “cristianizarlos”? Probablemente, porque desde entonces convivieron tradiciones.
La doctora en historia Margarita Barrera Cañellas sostiene que por esos años se cambió el nombre del festival a All Hallow’s Eve —día de todos los santos—, término que devino finalmente en Halloween.
¿Y cómo llegó a Estados Unidos?
Se cree que el momento crucial que supuso la llegada de esta festividad a Norteamérica fue la Gran Hambruna en Irlanda, período entre 1845 a 1849, cuando más de un millón de personas emigraron hacia ese destino.
Y claro, llegaron con su historia y tradiciones bajo el brazo. De hecho, las primeras menciones de Halloween en Estados Unidos llegaron justo después de ese éxodo.
Según un artículo de BBC, en 1870, una revista para mujeres describió Halloween como “un día festivo inglés”. Es el antecedente que se maneja.
Cuando los estadounidenses acogieron la celebración, su primera versión era idéntica a la del campo británico. Sin embargo, pronto hubo algunos agregados que cambiaron la historia: la introducción de un espantapájaros, por ejemplo; las calabazas en reemplazo de los nabos, o la ya reconocida frase de “dulce o truco” —trick-or-treat en inglés—.
La festividad, según historiadores, cobró mayor importancia tras la Segunda Guerra Mundial, acabado el racionamiento de alimentos, momento en el que fue esparciéndose a otros lugares.