La chilena que persiguió chimpancés bonobos en el corazón de las tinieblas

Isabel Behncke junto a dos pequeños bonobos.
Isabel Behncke junto a dos pequeños bonobos.

Hace más de una década que la primatóloga Isabel Behncke partió con su mayor estudio sobre uno de nuestros parientes vivos más cercanos, parecido al chimpancé pero más “hippie”. Emprendió vuelo al Congo, donde las guerrillas han sido frecuentes hace décadas. Se instaló en una aldea en medio de la jungla, sin luz y vulnerable a la malaria. Allí salía a las 3:30 de la madrugada en busca de estos simios dados al sexo y el juego. “Por supuesto que la idea era no morirme”, dice a La Cuarta. “Pero igual había mucha incertidumbre”.

Fue un largo día. Pero la avioneta al fin había aterrizado, en medio de un potrero, en el corazón de la selva de Djolu, tras un vuelo de ocho horas desde Kinshasa, la capital de República Democrática del Congo.

Era mayo del 2009. Y a chilena Isabel Behncke Izquierdo aún le restaba un largo trayecto en tierra para llegar al centro de investigación fundado en 1974 por el primatólogo japonés Takayoshi Kano, ubicado en la aldea de Wamba, donde viven unas dos mil personas.

“Cuando todo va bien, y las comunicaciones funcionan, te coordinas con gente que va con sus bicicletas para poder hacer el transporte”, relata ella a La Cuarta sobre ese último tramo que demoró días.

Ese era el final del viaje.

Sin embargo, antes, la chilena debió enfrentar “muchas complicaciones prácticas” para llegar a estas tierras que alguna vez fueron conocidas como Congo Belga o Zaire.

Entre sus cercanos, lo primero que surgió fue preocupación. Con 32 años, ella estaba haciendo un doctorado en Antropología Cognitiva y Evolutiva en Oxford University, por lo que debía seguir el protocolo de la Oficina Inglesa Internacional, institución que calificaba al Congo como un destino no recomendado por estar en “conflicto permanente”.

“Por supuesto que la idea era no morirme”, recuerda ella, “pero igual había mucha incertidumbre”.

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Isabel solo tenía 23 años y estudiaba zoología en la University College de Londres cuando los “descubrió”. Eran los Pan paniscus, más conocidos como chimpancés bonobos. Ahí supo de esta especie de simio que fue descrita por primera vez en 1929 por el alemán Ernst Schwarz.

Eran muy parecidos a los chimpancés comunes, tanto que los científicos tardaron años en notar que no eran el mismo mono: de menor estatura y vivían al sur del río Congo, a diferencia de sus parientes. En cualquier caso, los humanos compartimos con ambas especies casi un 99% del ADN; tenemos un antepasado común que vivió hace solo unos entre 5 y 7 millones de años.

No obstante, ambas tienen estilos de vida muy diferentes.

Bonobo
Bonobo en la selva. FOTO: Isabel Behncke.

Por aquellos años universitarios, Isabel se había interesado en entender “por qué nos comportamos cómo nos comportamos”. Supo que existía un campo de estudio enfocado en los animales vivos más parecidos al Homo sapiens: el grupo de los denominados antropomorfos, compuesto por estas especies junto con gorilas y orangutanes.

Empezó a leer sobre estos “primos medio desconocidos, que nadie sabía tanto, y que eran además primos bastante ‘cool’, como entretenidos, ‘hippies’”, recuerda Isabel, que hoy integra el Consejo Asesor Presidencial del Ministerio de Ciencia y Tecnología, Conocimiento e Innovación, organismo autónomo —presidido por Álvaro Fischer— enfocado en la elaboración de políticas públicas a largo plazo. “Estoy muy feliz de participar”, expresa.

Pero en lo que a los bonobos respecta, menos estudiados que los chimpancés, tenían “cosas misteriosas” en relación a otros primates, como que las hembras lideraban los grupos, y prácticamente no se conocían infanticidios ni homicidios: no se mataban entre sí.

Los partió estudiando en el Twycross Zoo, en el condado de Leicestershire, donde tenían grupos de bonobos y chimpancés. Es más, hizo su magíster en Conducta Social, en la University of Cambridge, comparando ambas especies.

Junto con parecerse físicamente, ambos son animales profundamente sociales, construyen vínculos a largo plazo con amigos y familiares: tienen conflictos, cooperan y juegan.

Pero “los chimpancés son más políticos, maquiavélicos; los machos están siempre haciendo alianzas y se cambian e intercambian favores”, describe. “‘Esa parte de la familia la reconozco’, dice uno como humano, totalmente”.

En cambio, los bonobos tienen una estructura distinta, en que son las hembras quienes arman las coaliciones. “Y lo que a ellas les importa es que no haya agresión contra los infantes, que no les peguen o los maten”, explica. “Son muy eficientes en eso”.

Ello ayuda a que en los grupos “haya menos agresión y el ambiente sea más pacífico”. Claro, los conflictos están, “pero de mucho menos graves consecuencias que los chimpancés”.

Pero quería saber más.

Isabel Behncke
Isabel Behncke cargando a un bonobo de un centro de rehabilitación en la capital Kinshasa.

Cuando vino el doctorado, eligió estudiar a estos “monos hippies” en su hábitat natural porque “entiendes muchas cosas que, si lo estás mirando encerrados en una jaula, no se pueden ver tan claramente”.

Y llegó el momento de comprar los pasajes: República Democrática del Congo.

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Como el avión de Kinshasa a Djolu era pequeño, debía llevar consigo solo lo necesario. Cuadernos para anotaciones. Cámara de foto. De video. Cajas de plástico y mucha sílica (para resguardar los equipos electrónicos de la humedad). Remedios contra la temida malaria. Antibióticos, porque no había hospital ni médicos en la aldea de Wamba. Un par de chocolates Trencito, para darse un gustito. Charqui: saludable, liviano y durable. Sopas para uno. Y merkén, para aliñar porque allá comería todos los días lo mismo.

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Con 2,345 millones km² de territorio, es un país casi del porte de Europa Occidental. En el Congo hay conflictos históricos sin resolver, particularmente al este donde limita con Ruanda y Uganda. Ser un país rico en recursos minerales como cobre, oro y diamantes, más que proceso le ha traído corrupción y pobreza.

Tomó un vuelo que sale desde París, Francia, hacia la capital del país africano, Kinshasa. Desde ahí aún faltaban más de mil kilómetros para llegar a destino.

Tenía dos opciones. Una, navegar contra la corriente en el gran río Congo, el más profundo del planeta, lo que implicaba entre dos o tres semanas de viaje por sus aguas. “Además es bastante peligroso, porque hay muchas cosas que te pueden pasar en el camino”, comenta.

Isabel Behncke
Isabel Behncke en la selva cercana a la aldea de Wamba, en Congo.

Y la otra opción era volar en un pequeño avión desde Kinshasa hasta un claro en plena selva. Coordinar ese vuelo fue complicado, porque las opciones eran los pilotos congoleses o rusos que operan en el área: “Pero es mejor no ir con ellos, porque tienen una tasa de accidentes grande”.

Le sugirieron ir en los vuelos de misioneros norteamericanos que “son ingenieros y que tienen un buen récord de seguridad”. Pero para pillar uno de esos aviones debía esperar a que alguno regresara desde la jungla.

Como si eso no bastara, debió quedarse más de lo pronosticado en esa capital de más de ocho millones de personas: dos semanas extra. Habían identificado un posible brote de ébola, en Djolu, el lugar donde aterrizará la avioneta. “Fregamos”, pensó. “No podré volar”.

Así que esperó en Kinshasa, “una ciudad dura, ruidosa, muy contaminada, pobre, como en decadencia”, recuerda la primatóloga chilena.

Sin embargo, al final, el temido brote de ébola resultó ser otra enfermedad, causada no por un virus sino que por una bacteria.

El viaje seguía en pie.

Ya cuando aterrizó en Djolu, no había chance de encontrar un auto o algún vehículo de cuatro ruedas. El Congo se independizó de Bélgica en julio de 1961 y, desde aquel entonces, las guerrillas han sido una constante que ahuyentó a los misioneros europeos.

Los caminos han sido abandonados, tragados por la selva.

Continuó en moto el trayecto restante hasta Wamba, mientras que su equipaje fue llevado por tres personas en bicicleta unos días después. Muy atrás había quedado la gris Kinshasa. Aunque “eso cambia cuando estás seis meses en la selva y vuelves”, porque “agradeces las cosas más básicas”, como que “salga agua de la llave, aunque esté sucia”.

En total, Isabel repitió dos veces más aquel viaje, en 2010 y 2011. Cada vez iba por un periodo de entre cuatro y seis meses: “Te quedas harto tiempo porque es muy difícil llegar y armar una expedición a un lugar tan remoto”.

Isabel Behncke
Isabel Behncke junto a una moto en el Congo.

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Se levantaba a las 3:30 de la madrugada en la aldea de Wamba. A las 4:00 horas, se alimentaba con su única gran comida de la jornada. Luego, con linterna en mano, salía en dirección a la selva profunda. Acompañada por dos trackers locales —pisteros o guías—, empezaba la caminata hacia el punto de observación.

Debía llegar antes de que amaneciera, a las 5:30.

Los bonobos, al igual que las personas, son animales diurnos, por lo que a esa hora amanecen, comen algo y empiezan a viajar por su territorio.

“Como investigador quieres llegar al sitio donde ellos duermen”, explica. “Ellos hacen camas, nidos, todos los días en distintos lugares arriba de los árboles”. Si se llega más tarde al lugar, los monos ya se habrán ido. “Y es difícil pillarlos después, porque tienes que empezar a revisar las ramas y las pisadas”, comenta.

El seguimiento debe ser completo, sin perderles la pista: desde que despiertan hasta que se acuestan.

En esas excursiones son clave los trackers, con quienes Isabel se comunicaba, chapurreando, con una mezcla de francés y lingala, lengua que se habla en el noroeste del país. Ellos son congoleses de la aldea que trabajan en eso, por lo que conocen la selva “como la palma de su mano”. Igual a veces le perdían el paso al clan de bonobos, porque cruzaban un río o un pantano.

Ella cargaba sus binoculares, una cámara, libreta para anotaciones y grabadora si requería tomar apuntes rápidos.

Observar es una labor que requiere de todos los sentidos. Aun así, había ratos de descanso en que, por ejemplo, los bonobos se echaban una siesta. “Ahí te pones a escribir, a mirar los pájaros, a conversar con los pisteros”, recuerda. “Esos momentos eran muy buenos, reírse, echar la talla” sin importar el idioma.

En la jungla la humedad siempre es alta, pero el calor no es tan grande porque los enormes árboles —que pueden alcanzar los 40 metros— cobijan con su sombra. La vegetación es tupida y cuesta ver. Ahí el oído era importante: “Es un ejercicio interesante en ese sentido, de aprender a escuchar”.

Isabel Behncke
Isabel Behncke bajo la sombra de un enorme árbol.

Eso sí, “apenas salían del bosque, donde los árboles están cortados, el calor es abrumador”. Eran duras las largas caminatas al volver.

Quería pasar la mayor cantidad de tiempo con los bonobos, por lo que, de ser posible, Isabel iba los siete días de la semana a observarlos. Pero a veces las lluvias eran torrenciales, superaban los dos metros, y debía quedarse en el campamento.

En cualquier caso, a los bonobos tampoco les gusta la lluvia. Cuando el agua cae del cielo, estos simios se sientan, “medio amurrados”. “Es divertido mirarlos”, comenta. Algunos incluso, diestros en el uso de herramientas, cortan una hoja grande y robusta que pillen, y la usan como paraguas.

Y esperan. Que termine luego el chaparrón.

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En un día cualquiera de su vida, un bonobo se levanta, come algo y luego viaja con el grupo por su territorio. Se alimenta otra vez y después se da un tiempo para sus compañeros. “Tienen una hora de socialización que es como un carrete a una hora y en un lugar, al igual que nosotros”, explica. Buscan algún espacio en un claro de la selva y se instalan. Y más tarde, cuando se acerca la noche, arman sus nidos y duermen.

En el mejor de los casos, pueden llegar a vivir unos 50 años, aunque no está del todo claro ese número en la vida salvaje

Cada grupo suele tener, más o menos, 30 individuos. Cuando ya superan los 60, “como una célula”, estas comunidades se fragmentan.

En general, no tienen mucho qué temer a los depredadores porque la caza ilegal ha mermado el número de leopardos en la zona.

Disfrutan comiendo verduras y frutas, algunas de las cuales los “ponen muy felices”, de hecho, cuando la comen hacen ruiditos de alegría tipo “m-m-m”. “Era como una pariente de la chirimoya”, describe la investigadora sobre este fruto llamado bolingo. Pero “es más grande, amarilla y cítrica que una chirimoya”.

Isabel Behncke
La primatóloga chilena comiendo bolingo.

A veces les da por cazar. Cada grupo de bonobos tiene distintos gustos, como buenos animales “culturales” que heredan los aprendizajes. En el caso de la comunidad que estudió Isabel, gustaban de las ardillas voladoras.

“Se volvían locos, encontraban que era un manjar exquisito”, recuerda. “No sé por qué: es un bicho bastante chico, no tiene tanta carne... pero bueno, es lo que hacían ellos”.

Para desplazarse tienen dos opciones: ir braquiando por los árboles, o caminar, ya sea en cuatro patas, apoyando sus nudillos, o con dos si necesitan cargar algo con las manos.

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“Es esencial poder reconocer sus caras, si te pasas mucho tiempo con ellos”, dice Isabel sobre los bonobos, aunque es un proceso demoroso.

Dicho grupo ha sido estudiado desde la década de 1970, siendo los científicos japoneses pioneros en esta zona. Ello ha permitido que exista gran cantidad de datos sobre esta comunidad a lo largo del tiempo, “en su medio natural sin molestarlos o ponerles chip, sin interferir con su vida”.

Para que estas investigaciones sigan, hay que respetar algunos protocolos, como mantener la distancia.

Igualmente, los bonobos “se acostumbran, son animales inteligentes: te conocen y saben que no les causarás daño”. Igual lo ideal es que el investigador se “transforme en lo más fome que hay, ser invisible”. Así, con algo de suerte, podía estar a tan solo siete metros de ellos.

A veces las crías del grupo, curiosas, se le acercaban a Isabel. “Ahí el protocolo es súper difícil, porque uno quiere interactuar, son bichos chicos”, comenta. No queda otra que darles la espalda.

Bonobo
Cría de bonobo. FOTO: Isabel Behncke.

De hecho, una vez que se encontraba con unos científicos japoneses, asustaron al pequeño con un:

—¡Buu!

No es que los asiáticos fueran mala onda, simplemente “a los animales tampoco les hace bien ser tan confiados con la gente”.

Tuvo la suerte de ponerle nombre a una de las hembras recién nacidas. La condición era que empezara con “N” en vista de que el de la madre ya era con “N”. La llamó “Nadir”, porque “es como lo opuesto a la cima, nadir es lo más bajo, lo más profundo del lazo evolutivo que tenemos con los bonobos”.

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No los encontraba. Isabel los buscaba en la selva, amparada en sus binoculares, pero no había caso. Le dolía el cuello de tanto mirar para arriba, hacia las copas de los árboles… Los oía reírse entre las ramas, cada vez con más fuerza. La risa era cada vez más fuerte. Cansada, de repente, mientras el follaje se movía, recuerda que “me pregunté si se reían de mí, de nosotros los seres humanos”.

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Pero, ¿cuál era el gran porqué para ir tres veces al Congo, caminar más de 3 mil kilómetros en total y pasar doce horas al día observando bonobos?

Los tres viajes, entre 2009 y 2011, tenían un mismo objetivo, que se volvió más ambicioso con el tiempo. Primero, solo quería saber si era posible ejecutar su estudio.

Una vez definido eso, su plan general era “entender mejor” cómo funcionan socialmente los bonobos, en específico, “hacer un estudio de la conducta de juego, cómo jugaban; porque sabemos que el juego es súper importante para el desarrollo de los infantes en los humanos, para aprender, para la creatividad y la salud, tanto en jóvenes como niños”, explica sobre una conducta que parece común tanto entre mamíferos y pájaros.

Sin embargo, el cuánto juegan es lo que varía mucho entre cada especie, sobre todo en los individuos de más edad.

En las personas, “mucha de nuestra cultura está basada” en el juego, analiza ella, “desde el fútbol, hasta la ciencia, el arte, la música en vivo, el humor, la exploración”.

Entonces, sus dudas sobre el juego en estos simios eran:

—¿Cuánto dura? ¿Juegan de adultos? ¿Quién juega con quién? ¿Por qué? ¿Es un lujo o no? Porque son animales salvajes con problemas reales, tienen que encontrar comida, viajar mucho. Si ellos jugaban en la naturaleza podía indicar un aspecto interesante de cómo funcionan estos animales.

Bonobos
Madre bonobo sostiene a su cría colgando en un árbol.

Al estudiarlos en su entorno natural, eliminó un factor clave: el estrés.

Cuando los monos están en cautiverio, “no se pueden dispersar, no pueden viajar y el grupo no puede separarse”. Si bien cooperan entre ellos “vivir en sociedad es estresante, como sabemos” también las personas. Encerrados, no pueden aplicar el sistema de “fisión-fusión” entre ellos.

“A nosotros nos pasó un poco lo mismo en la pandemia”, remata ella, quien estuvo entre las 12 mejores entrevistas que hizo BBC Mundo durante el 2020.

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Algo que presenció varias veces pero que no dejaba de impresionarla era cuando dos grupos cruzan los bordes de sus territorios, y se encuentran. “Eso es notable”, destaca. “Porque hay tensión, conflicto, pero hasta ahora no hemos visto que se maten, sino que tienen encuentros relativamente pacíficos, donde pasa de todo: hay juego, se acicalan, hay sexo, tensión, pelea”.

Pero esas escenas también son interesantes para un área de estudio que compara el comportamiento de las personas con el de otros animales (etología comparada).

Ahí aparece el ámbito de la guerra, una conducta de “nosotros v/s ellos” que es común en los seres humanos —explica ella—, y que incluso se ve en espacios como las redes sociales y la política. Eso mismo se observa en los chimpancés, “que tienen identidades, comunidades marcadas y que hay conflictos importantes entre estas”. Así, por ejemplo, es común que cuatro o cinco machos salgan a “patrullar” sus tierras y que si se encuentran con otro “lo atacan y lo pueden matar también”.

Sin embargo, “cuando hay grupos de bonobos que se encuentran y no se matan entre ellos es muy interesante e importante, porque están haciendo algo distinto”.

“No es que sean más buenos o malos”, aclara ella, sino que “las especies van tomando caminos distintos según sus derroteros”. A pesar de que ambas son muy parecidas, queda en evidencia “una cierta plasticidad de conducta”, lo que incluso despierta preguntas sobre la naturaleza humana.

Bonobo
Macho de bonobo camina en cuatro patas. FOTO: Isabel Behncke.

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Dormía en una cabaña de barro, metida en un saco, en un catre de madera cubierto con una red contra mosquitos. Como la casa no tenía vidrios ni puertas, se metían todo tipo de “bichos” de la selva, desde arañas y serpientes hasta colonias completas de hormigas.

Incluso, en una esquina se instaló una pareja de murciélagos. Una vez prendió una fogata para echarlos con el humo. Pero no resultó. Así que “les puse nombre y aprendimos a coexistir”.

Para acceder a un poco de luz, se abastecían con un panel solar. En tanto, para el agua, había que ir por ella a un río cercano.

En la aldea, cuando no estaba observando bonobos igual “hay mucha pega”, porque hay que seguir escribiendo o grabando notas de lo visto durante la jornada, como ‘qué día, qué hora, qué hicimos, dónde estuvimos’”. Ese tipo de registros. También había que ordenar las fotos y videos, y hacer los back ups (respaldos) de todo ese material. Hacerle mantención a los equipos contra la humedad.

—¿En tus tiempos libres qué hacías?

—No hay tiempos libres —responde y ríe—. En esos ratos escribía un diario más personal, leía también, porque me llevé algunos libros. Leer era un lujo allá. También atendía a la gente médicamente; había mucha malaria e infecciones a la piel.

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“Una vez vi un bonobo morir, que es algo inusual”, porque cuesta ver en la selva y, si alguno se enferma, tiende a alejarse del clan. Fue un accidente. Era un macho “peleador” y “agresivo” que “le hacía bullying” a uno de sus compañeros, sin parar. Un día, se agarró de un árbol joven, flexible, para lanzarse como en una suerte de catapulta contra el otro mono. Todo salió mal. No midió su fuerza y la rama se rompió. Lo atravesó como una espada. Isabel lo vio. Gritó. El simio apoyó sus pies en el suelo y, despacio, con su mano derecha, se sacó lo que tenía ensartado en la espalda. Cuando lo logró, miró la rama y la soltó. Tambaleando, se fue a acostar. Nunca más se levantó.

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Los bonobos tienen sexo con asombrosa frecuencia y en todas las combinaciones imaginables”, dijo el destacado primatólogo holandés Frans de Waal. “El 75 % de esas relaciones no tienen nada que ver con la reproducción”.

Esas palabras las dio al diario El País en 2006 y, por supuesto, fueron el titular de ese artículo.

Ahora, Isabel los reconoce como “una especie muy sexual”, aunque también cree “que se ha mitificado un poco por razones obvias de interés”.

Bonobos
Una hembra sostiene a un joven macho bonobo. FOTO: Isabel Behncke.

A ello se suma que, cuando están en cautiverio, en los zoológicos, suelen andar más sexualizados, porque están más estresados y es un mecanismo para bajar la tensión. Es más, cuando Isabel los vio por primera vez en la vida silvestre, dijo:

—No está pasando nada acá.

Sin embargo, con el avance de las semanas, empezó a quedar todo en evidencia. Las hembras acostumbran a tener sexo entre ellas, ya que, al llegar a la adolescencia suele cambiarse de clan, lo que permite mayor variabilidad en los genes de la especie. Cuando llegan a un nuevo grupo, el sexo se convierte en una herramienta para crear nuevos vínculos.

Los machos también tienen relaciones entre ellos, pero es menos común.

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“Muchas veces las vi negras”, recuerda.

Una vez la atacó un malhumorado animal. Como se manejaba poco con la lengua local, no entendía las advertencias de peligro que le hacían. Pensó que se referían a unas avispas venenosas, incluso miró arriba, buscándolas, mientras los pisteros escapaban y se subían a los árboles.

Pero era un gran jabalí.

Se quedó congelada y, de repente, el cerdo salvaje la embistió y la tiró al suelo violentamente. Tuvo suerte, “porque hay veces que atacan a las personas con los colmillos, la zona del abdomen y te pueden matar”.

Solo le quedó un moretón gigante.

También vivió encuentros cercanos con serpientes muy venenosas como son las mambas negras y verdes, que pueden matar a una persona en menos de una hora. Ello era sumamente peligroso; no había electricidad para almacenar antídotos.

Pero los sustos más grandes que pasó tuvieron relación con la gente. Más de una vez, se encontró con grupos de cazadores, sola, de los cuales un par “fueron medio peligrosos, tensos, porque me podían hacer algo”, desde que “te pueden robar, matar, violar, qué sé yo”. Una vez incluso “andaban como medio borrachos, y me pedían cigarros y no tenía cigarros”.

Otro peligro en la jungla eran las caídas repentinas de grandes árboles. Desde la última vez que estuvo allá, ha sabido de una investigadora japonesa que quedó cuadrapléjica, y de otra persona que murió.

Muchas veces se enfermó, pero nunca tan grave. “Varias fueron por virus”, relata. “Igual había llevado medicina y sabía cosas básicas: mantenerme hidratada y qué usar para qué síntoma”. Se cuidaba mucho, porque también había muchos parásitos como el de la malaria. Las infecciones a la piel eran un peligro constante. Las heridas no las tomaba a la ligera en un ambiente tan cálido y húmedo; demoraban en cicatrizar, y supuraban.

Allí “las infecciones crónicas a la piel son comunes”, dice. “Vi gente morir por eso”.

Isabel Behncke y Congo
La chilena en la aldea de Wamba, en Congo.

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Con años de estudio en el cuerpo, Isabel piensa que “se ha exagerado mucho” ese concepto del bonobo como “mono hippie”. Dice que las personas siempre crean “una especie de entidad que es buena y pura”, como lo fue en el Renacimiento con los ángeles.

—De alguna manera, en primatología pasó algo parecido con los grandes simios, en que los chimpancés eran los “malos” y los bonobos los “buenos”.

Pero “la Historia es siempre más compleja que eso”, advierte, porque si bien “son más tolerantes y se matan mucho menos” también “tienen conflictos y la competencia existe a todos los niveles de organización de la naturaleza, al igual que la cooperación”.

Al final, las diferencias entre bonobos y chimpancés “radican en cómo ellos tienen mecanismos para mantener los niveles de conflicto”, explica. “No es que se espere que no existan, sino que se mantienen bajo un umbral que no desencadena guerras, en general”.

A diferencia de lo que se sabía en el pasado, con el tiempo se ha registrado un par de infanticidios entre los bonobos.

—No me sorprende la verdad, porque creo que cuando tienes animales inteligentes hay muchas diferencias entre individuos. Hay algunos más inteligentes, más tontos, más agresivos, más pacíficos...

Tres bonobos
Hembra de bonobo mira a la cámara. FOTO: Isabel Behncke.

Así, cuando se supo del primer caso fatal, en la comunidad científica fue algo así como: “¡¿Qué!? ¡Es un escándalo, quiebra todo lo que sabemos!”.

Pero “eso en parte sucede porque estaban creyendo en un mito”, remata. “Si tienes una idea incorrecta, si esperas que los seres humanos sean blancos, puros y no tengan conflictos, y luego en tu familia hay una pelea, puede que se te quiebre un corazón”.

Así, con conocimiento de primera fuente tras regresar del mismísimo “corazón de las tinieblas”, como se titula la icónica novela de Joseph Conrad ambientada en el Congo Belga, Isabel es una voz autorizada sobre los bonobos, el juego y sus lazos con los seres humanos.

Con el tiempo, ha recorrido el mundo dando múltiples charlas que incluso tocan temas como el humor, la alegría y cómo pensar las ciudades del futuro.

Hoy, la primatóloga acumula cientos de páginas en sus diarios personales escritos durante su estadía en la jungla.

Es probable, según dice, que más temprano que tarde, todos esos recuerdos vean la luz.

Es un libro que, en algún sentido, ya empezó.

Isabel Behncke
Isabel Behncke en el presente.

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