“El sesgo contra lo popular enceguece y no permite vislumbrar el potencial constructivo de la música urbana”.
Dentro de la élite chilena, la idea de que la música esconde un potencial destructivo siempre ha calado hondo. Sin ir más lejos, nos encontramos como sociedad en medio de un encendido debate que tiene entre sus aristas la presunta nocividad de la música urbana, recientemente demonizada por intelectuales y políticos a través de alarmistas columnas y proyectos de ley.
Abundan las voces que enmarcan a la música urbana como algo dañino para las personas, especialmente las más jóvenes. Según varios líderes intelectuales y legisladores, las expresiones artísticas (y de origen, nótese, populares y juveniles) no son válidas como representaciones creativas, sino que serían una puerta de entrada al mundo del narco.
A la inversa, la idea de que la música tiene un potencial constructivo parece que les pasa de largo. No existe en Chile nada como, por ejemplo, Rock al Parque, el gigantesco evento anual gratuito que el municipio de Bogotá, independiente del partido del alcalde en curso, adoptó hace casi treinta años como una política que fomenta la convivencia entre los jóvenes.
Luego de ser azotada por el terrorismo narco, del que nos advierten como una incipiente amenaza para nuestro país, Colombia buscó en la música y encontró en ella una forma de reconstruir la identidad de su capital. Sobra decir que el evento es un éxito y que incluso tiene spin offs como Salsa al Parque, Hip Hop al Parque, Jazz al Parque, entre otros festivales.
Colombia es un país cercano y no un inalcanzable ejemplo nórdico de cómo utilizar las expresiones artísticas de origen juvenil y popular a favor, en vez de verlas como amenaza. Bogotá incluso tiene un Distrito del Graffiti, creado tras la indignación social que causó el asesinato de un graffitero a manos de la policía. Ahora es una ciudad graffiti friendly.
Acá en Chile, en cambio, gozan de tribuna voces tan retrógradas que se jactan de invalidar como artista a un cantante como Peso Pluma. “El artista no sabe cantar, el artista no sabe bailar, el artista no sabe moverse, el artista apenas tiene alguna canción propia (...), el artista no sabe redactar, el artista no sabe componer, el artista no es artista”, escribe Alberto Mayol.
El texto recién citado pertenece a la columna de Mayol que encendió el debate. En ella, el punto central es la supuesta incongruencia de que un festival pague con plata pública un show con mensajes opuestos al relato del Estado. Pero, en su balacera argumental, el sociólogo dejó ver el profundo desprecio de la élite chilena al arte y el gusto popular y juvenil.
Desde la vereda opuesta, el movimiento urbano, existe un consenso: el caso Peso Pluma y el proyecto de ley “anti narcocultura” forman parte de una trama mucho más grande. Son capítulos en el interminable libro de los ataques contra esta música, perpetrados siempre por actores de la sociedad completamente removidos del contexto sobre el cual opinan.
El sesgo contra lo popular enceguece y no permite vislumbrar el potencial constructivo de la música urbana. Ahora que ser cantante es el nuevo sueño dorado entre los niños de las poblaciones, ¿por qué no se crean programas escolares que premien el rendimiento académico con experiencias musicales como grabar un tema o un videoclip?
Si las letras son el problema, pero todos los niños las conocen, podrían usarse curricularmente como ejemplo en clases de lenguaje a la hora de enseñarles a discernir entre la realidad y una representación de ella. Así evitaremos que al ser adultos redacten columnas y proyectos de ley sin diferenciar entre canciones sobre mover droga y verdadero narcotráfico.
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