La fuerza imparable y el objeto inamovible (parte 1)

Polimá Westcoast

Todo se mueve a un ritmo vertiginoso en la música urbana chilena, pero fuera de ella las cosas en el mundo adulto van más lento, incluso al punto de frenar los avances de la nueva generación.

Llevo cuatro años infiltrado en el movimiento urbano chileno como periodista musical. Digo infiltrado porque a mis 37 años estoy lejos de pertenecer a la generación que lidera Pablo Chill-E. Además, mi carrera previa la hice ligándome por más de una década al indie, al rock y al pop, es decir, los nichos con medios de comunicación que disponían de plata para que un redactor como yo costee una vida austera escribiendo reseñas de discos, críticas de conciertos y entrevistas con músicos.

Fui atraído por el movimiento urbano chileno debido a mi propia historia. El tiempo que pasé como obrero de la prensa musical chilena me enseñó que la desigualdad del país se manifiesta en todas sus esferas, incluida la cultural, acaparada por gente de origen socioeconómico más bien cómodo, tirando a privilegiado. Eso parecía imposible de cambiar hasta que los artistas urbanos evidenciaron que era posible hacer que la música popular chilena fuera realmente popular.

La primera vez que vi el video de “Mambo para los presos” (2018) de Yiordano Ignacio y Bayron Fire, fue como recibir un mazazo en plena testa. Ahí estaban ellos, dos jóvenes chilenos, uno de ellos apenas un niño (Yiordano, de 13 años en aquel entonces), cantando sobre un beat amerengado y festivo acerca de la vida de los ladrones sin moralizar al respecto. “Contando los fardos, fumando un bastardo, no existen amigos, tener un abrigo de piel de leopardo”, decía su inolvidable coro.

Nunca había escuchado algo así. Era un artefacto contracultural fascinante, lanzado al mundo desde una vereda moral opuesta a la ley. El “Mambo para los presos” no tardó en levantar una polvareda mediática que, una vez disipada, dejó ver lo difícil que sería para el mundo adulto y bienpensante procesar esto de que los jóvenes de la periferia, que antes de los home studios ni siquiera podían permitirse fantasear con la idea de volverse artistas, ahora estuvieran cantando su verdad.

Poco después vino otra canción que torció el relato oficial: “Flyte” (2019) de Pablo-Chill-E con El Futuro Fuera de Órbita, un dembow reivindicatorio del término “flaite”, usado para referirse peyorativamente a los jóvenes de clase baja. Fue uno de los primeros hitos masivos en la carrera brillante de Pablo, poseedor de una mística de héroe de clase trabajadora que se nutre cada vez que sus letras acusan recibo de la desigualdad chilena en canciones como “Somos pobres” o “Facts”.

El video de “Flyte” le dio pie al boom de la estética flaite. Luego de su estreno hubo y sigue habiendo cientos de videos mostrando lo mismo: poblaciones, multicanchas y vecinos. Ha sido una forma de ponerse al día por todos los años en que esas realidades no fueron consideradas salvo para mostrar lo duro y terrible que es vivir ahí. Pero los cantantes urbanos hacían lo contrario: lo suyo era una celebración, no de la pobreza, sino del existir fuese donde fuese.

De ahí en adelante, todo ha sido una bola de nieve. Hoy en día no hay forma de pegar una canción urbana en Chile sin pasar por el filtro estético de lo flaite, que implica desde una visión hasta un lenguaje. “El mambo para los presos” y “Flyte” resultaron ser decálogos para la avalancha de cantantes que llegarían después, cada uno más empecinado que el anterior en ampliar los límites de lo posible, y no solo para otros emergidos desde la marginalidad, sino para los artistas chilenos en general.

Cronológicamente no ha transcurrido mucho desde la instalación de lo urbano en el ojo público, pero justo han sido años de una gran intensidad. En octubre del 2019, el estallido social dejó ver lo insostenible que se ha vuelto el modelo chileno, y la pandemia iniciada pocos meses después le puso signo de exclamación a todos los problemas destapados. Mientras tanto, la gente encerrada y con ganas de salir, empezó a escuchar más reggaeton que nunca.

A partir de ahí, el reggaeton chileno tomó la batuta del movimiento urbano y empezó a generar éxitos sin precedentes. El 2021 fue el año de Marcianeke, un desgarbado cantante talquino de letras explícitas a más no poder, flaite autoproclamado y cultor de un flow irregular sumamente distintivo. Los números que alcanzó eran inéditos para el negocio discográfico chileno, para nada acostumbrado a contar decenas y a veces cientos de millones de visitas (¡y de pesos!).

La marca impuesta por Marcianeke parecía imposible de superar, pero el 2022 fue el turno de Cris MJ con “Una noche en Medellín” y de Polimá Westcoast con Pailita en “Ultra Solo”, hits mundiales que sentaron la base del más auspicioso momento que ha tenido la música chilena a nivel comercial en toda su historia. Hoy ambos singles son la vara con la que se mide el impacto de una canción urbana local: los colmillos de los productores y los cantantes se afilaron como nunca antes.

Las cosas van tan rápido que, llegado el 2023, ninguno de los cantantes ya mencionados lidera los rankings. Ahora hay un nuevo número uno, Jere Klein, un pretty boy maleante de apenas 16 años que tiene revolucionado YouTube y que forma parte de una camada donde también brillan nombres como Jairo Vera, NickoOG y Standly, este último uno de los siete chilenos (todos urbanos, a excepción de Mon Laferte) que acumulan un billón de reproducciones en Spotify.

Todo parece moverse a un ritmo vertiginoso, pero fuera de la música urbana las cosas van más lento. Tanto así, que la irrupción de esta nueva camada artística ha encontrado la resistencia del mundo adulto que se niega a los cambios, obstaculiza su avance y se esfuerza en que todo siga igual…

Pero ya es demasiado tarde para ellos.

FOTO: LUIS BOZZO B./ AGENCIAUNO

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