¿Qué hay detrás del odio y el ninguneo al género urbano? Todo indica que las razones de los haters van más allá de lo estético, abarcando incluso los miedos generacionales y los prejuicios sociales.
Seguido por millones de personas, el humor de Doblao es parte del folclor de Internet gracias a sus videos virales, usualmente escenas de famosas películas hollywoodenses con diálogos alusivos a la contingencia chilena en español latino neutro. En el último de ellos, publicado esta semana, el objeto de risa es el género urbano chileno, parodiado por la supuesta falta de talento musical de sus exponentes y por el escaso contenido que tendrían sus letras. Todo esto en base a imágenes del drama psicológico Whiplash.
En esa película, un joven baterista de jazz (Miles Teller) sufre las casi fatales consecuencias de vincularse con un exigente director de orquesta (J. K. Simmons) que usa el maltrato como método de enseñanza. La versión de Doblao muestra al abusivo maestro en una tensa y agitada interacción con su discípulo, pero el diálogo en lengua chilensis no tiene que ver con la búsqueda de excelencia, sino con todo lo contrario. Simmons, en vez de pedirle a Teller que toque mejor, demanda que el batero se olvide de todo lo que ha aprendido. ¿Por qué? Porque “hacemos género urbano, no música”.
El chiste del video sería que los artistas urbanos carecen por completo de habilidades musicales. “Si querí ser top global en Spotify, trend en TikTok y tendencia en YouTube, tíñete el pelo, habla como la mierda, usa Auto-Tune y no aprendas música”, le grita furiosamente el director de orquesta al baterista. El joven sufre porque quiere hacer todo lo que estaría prohibido en el género urbano: cantar sin un efecto vocal, escribir canciones sobre el respeto a las mujeres y conocer el lado teórico de su oficio. Pero al final sucumbe, termina tocando un esperpento reggaetonero basado en “Ultra solo” y su maestro lo bautiza como Aweonaeke argumentando que es necesario usar un mal nombre “para vender”.
Del ninguneo a la aceptación
La auténtica Whiplash transcurre en el mundo del jazz, un estilo asociado al virtuosismo, la intelectualidad y la sofisticación en cierto imaginario bienpensante donde el género urbano representa todo lo contrario: ineptitud artística, estupidez y vulgaridad. Sin embargo, la historia de la música sugiere que el jazz tiene muchísimo en común con lo urbano, partiendo porque son músicas de origen negro y socialmente marginal que fueron vilipendiadas por los guardianes del buen gusto en sus respectivas épocas.
Existe un documental sobre la aparición del jazz, titulado La música del diablo, que cuenta cómo lo hacían pedazos en los años veinte. Los críticos de aquel entonces, que venían de la escuela de la música clásica europea tal como ahora vienen del rock o del indie, lo miraban a huevo por haber salido de los arrabales. Además, decían que era un ritmo básico y repetitivo que apelaba a los bajos instintos provocando a las personas a seguir un mal camino lleno de lujuria y excesos. Ah, y también se le asociaba con vicios, delincuencia, libertinaje y perdición juvenil. ¿Cierto que suena familiar?
Ahora los impugnadores del jazz brillan por su ausencia, y pese a que ver el futuro es imposible, la naturaleza cíclica de la historia hace que no sea tan descabellado pensar que con el género urbano también ocurrirá algo así. Vayamos más cerca cronológicamente. La gente mayor que ninguneaba al rock durante el apogeo de los hippies nunca hubiese imaginado que esa música de naturaleza indómita se volvería corporativa, docta y cínica, pero eso fue justo lo que pasó, aunque los apologistas lo nieguen. Hoy las guitarras eléctricas ya no son sinónimo de rebelión para prácticamente ningún joven. Sin ir más lejos, el rock es la música que suele gustarle a los papás que odian la música urbana.
Una detallada investigación al respecto, Música: una historia subversiva de Ted Gioia, hace un excelente trabajo graficando a lo largo de más de medio millar de páginas que todas las innovaciones musicales pasan por el mismo proceso: surgen desde los márgenes de la sociedad y penetran en ella hasta llegar a su centro, momento en el cual se vuelven totalmente aceptadas. Le pasó hasta al vals, que antes de convertirse en un respetable y muy compuesto baile de salón causaba escándalo en el siglo 16 por ser una música que la gente pobre bailaba en pareja acercando demasiado sus cuerpos. También parece un cuento conocido, ¿no?
Cuestión de gustos
Hagamos una apuesta. Cuando esta columna aparezca en las redes sociales de La Cuarta, presentada como un contenido sobre música urbana, te aseguro que habrá más de un comentario negativo aludiendo al origen periférico del género y sus exponentes, su falta de calidad artística o su mala influencia en la juventud. Es más, predigo que los autores de esos comentarios van a ser sobre todo mayores de treinta, con un alto índice de rockeros y raperos que extrañan el virtuosismo de los solos de guitarra y de las rimas con aspiraciones literatas. Ver sus opiniones será como ir a un pequeño desfile de miedos y prejuicios generacionales, sociales y estéticos.
Alguien podría decir que no. Que se trata solamente de gustos musicales y listo. El matiz está en que los gustos musicales no tienen nada de inocentes, sino que responden a una serie de motivaciones que van desde el legítimo goce de una experiencia artística hasta la necesidad de posicionarnos en el mundo para obtener más oportunidades. En las ciencias sociales, el sociólogo francés Pierre Bordieu destapó hace más de medio siglo el complejo entramado de razones que hay detrás de nuestras preferencias, y sus estudios resuenan hasta hoy tanto en el mundo académico como en otras áreas, incluyendo el periodismo musical.
Los hallazgos de Bordieu, acerca del gusto como un reflejo de capital cultural que incluso puede ser usado para ascender socialmente, son el cimiento de uno de los mejores libros musicales de este milenio, Música de mierda: un ensayo romántico sobre el buen gusto, el clasismo y los prejuicios en el pop de Carl Wilson. En sus páginas, el autor se interna en el mundo de una cantante que detesta, la solista canadiense Céline Dion, para entender el porqué de su propio aborrecimiento. “El psicoanálisis nos diría que nuestras aversiones nos cuentan más acerca de lo que nos atrae inconscientemente que nuestros deseos conscientes”, afirma Wilson antes de preguntarse: “¿Qué verdades desagradables podemos descubrir si analizamos con mayor atención nuestros miedos, odios y lo que consideramos ‘mal gusto’?”.
Si cada enemigo de la música urbana se planteara la misma interrogante, sospecho que las verdaderas razones del hateo estarían más ligadas a la imagen que esas personas quieren transmitir que al reggaetón o el trap en sí. Como obviamente eso no va a pasar, porque quién querría asumir sus sesgos o su desconocimiento cuando es tan fácil reafirmar la identidad propia burlándose del gusto ajeno, los fans de la música urbana sufren a diario el ninguneo rampante de lo que disfrutan escuchar. Eso sí, los amantes de lo urbano tampoco están inmunes al virus del ninguneo prejuicioso. Basta ver la cantidad de trappers que desprecian al mambo y la guaracha por considerarlos estilos inferiores. Ahora que Pablo Chill-E anunció su vuelta al trap, una ola de prematura nostalgia se dejó sentir, vaticinando el nacimiento de una nueva camada de reaccionarios que, así como los jazzeros, rockeros y raperos, van a mirar a los jóvenes del futuro diciendo “en mi tiempo escuchábamos algo mejor”.