El género urbano chasconeó nuestra cultura y hoy en día los cantantes son un modelo profesional a seguir para cada vez más gente joven que anhela vivir mejor.
La música urbana llegó a poner todo patas para arriba en formas que aún no terminamos de dimensionar. Ahora el sueño de ser cantante es ampliamente compartido entre los jóvenes de las poblaciones, que antes veían en el bajo mundo y las canchas de fútbol sus dos únicas vías de escape hacia una realidad más favorable para ellos y sus familias.
El último EP del pionero del trap chileno, Marlon Breeze, da cuenta de este fenómeno en su título. Se llama “Ya nadie quiere ser futbolista”, en una constatación del presagio hecho por Pablo Chill-E en su épico single “My blood” del 2019. “Voy a poner a to’ los niños de la pobla a cantar”, decía el Shishiboss en ese himno cuya letra terminó siendo un vaticinio certero.
Hoy el movimiento urbano es la cantera más grande de nuevos talentos musicales que Chile haya visto en su historia. Nunca antes hubo tantos jóvenes probándose en el canto y la producción. Desde que grabar en casa se convirtió en una posibilidad, vivimos un boom creativo que no solo genera canciones, sino que también potencia los oficios aledaños a la música.
Esta explosión artística tuvo como antesala al rap que proliferó en los albores del milenio acusando recibo de la democratización tecnológica. Luego se vio favorecida por una serie de condiciones, desde la Junaeb entregando notebooks (la primera herramienta de trabajo de muchos futuros beatmakers) hasta la renovación natural de las tendencias musicales.
Tener una banda suponía gastos como la compra de instrumentos o el pago de una sala de ensayo, así como cierto grado de virtuosismo que también era requisito al escribir letras en el boombap. Pero, una vez iniciada la era urbana, los costos se abaratan y no solo se valora la excelencia, sino también la soltura de los intérpretes o lo pegajosas que sean sus canciones.
Cuando lo caro se volvió más barato y el foco se alejó de la perfección técnica, hacer música dejó de parecer algo inalcanzable para jóvenes sin tantos recursos materiales y, por ende, con menos acceso a instruirse teóricamente. De ahí se desprende que la mayoría de los cantantes y productores pegados hoy por hoy sean artistas autodidactas.
Entre todos estos cambios, uno fue crucial: la reivindicación flaite. Un término que por años fue usado con odio clasista, como en la infame campaña “Pitéate un flaite” de la Radio Carolina, terminaría volviéndose una especie de grado honorífico en la música chilena más cotizada. “Yo soy flaite y cantante, perro chuchetumare”, ruge El Jordan 23 en uno de sus próximos hits.
Los videos fortalecieron este relato creando postales con los pasajes de las poblaciones y todos sus vecinos. En este instante, el video número uno en las tendencias musicales de YouTube es “Na na na” de Pailita, cuya escenografía es una multicancha llena de gente. Y la letra del tema, por cierto, es una sátira de los jóvenes que posan de flaites sin serlo.
Pailita y el productor del tema, Big Cvyu, son ejemplos del nuevo orden de las cosas. Dos jóvenes de un lugar tan improbable como Punta Arenas tomando por asalto las preferencias nacionales y convirtiendo a Chile en un punto neurálgico del reggaeton mundial junto a otros artistas de región como Standly (San Felipe), Cris MJ (La Serena) o Marcianeke (Talca).
El género urbano chasconeó nuestra cultura. Ahora la música es un vehículo para la movilidad social tanto como los golazos o los balazos. Esos exitosos cantantes chilenos que escandalizan al mundo adulto son un modelo de carrera para cada vez más jóvenes. Donde algunos miopes solo ven decadencia, otros ven la promesa de un futuro mejor.